Atravesamos tiempos difíciles, quizá críticos, en España. Tras abandonar las mejores décadas de nuestra historia, nos hallamos al pie de distintas encrucijadas respecto a cuyas decisiones finales el futuro nos madrugará en versiones muy distintas.
No parece necesario intentar cambiarlo todo para que nada cambie, como le sugerían al príncipe de Salinas en la Sicilia pre-burguesa. Pero sí convendría modificar algunas cuestiones fundamentales para asegurar las conquistas que el espíritu de la Transición, con todos sus defectos, nos dejó como legado. Cuanta más perspectiva logramos respecto de aquella época, más aleccionadora parece.
Nuestra sociedad ha cambiado tanto en los últimos cuarenta años que resultaría anacrónico contemplar con excluyente nostalgia esos tiempos pretéritos. En cuatro décadas, el mundo ha experimentado enormes transformaciones; de concebirse en torno a la dialéctica ideológica de la Guerra fría, transitando brevemente un periodo que anunció el triunfo liberal y el fin hegeliano de la historia, a interpretarse en términos civilizatorios o huntingtonianos, y terminar -a modo de estación intermedia, quien sabe si preparatoria de lo que ya viene llamándose era posthumanista que ya intuyen Sloterdijk o Harari- enfrascado en la lógica dual generada por los últimos efectos colaterales de la globalización. Es decir, sustituyendo la hegemonía de lo ideológico y cultural por la que determina la geopolítica delimitando las áreas globales y las zonas rurales, cuyas posibilidades de interconectividad marcarán el destino de los pueblos; dialéctica que, de nuevo, no encontrará su síntesis con facilidad.
Por otro lado, los avances tecnológico-científicos y las conquistas civiles y sociales de última generación que el proyecto ilustrado, basado en la libertad y la vocación de progreso ha logrado -sin olvidar a quienes no han podido incorporarse todavía a este mágico paradigma-, han sido determinantes a la hora de convertir el globo humano en algo muy diferente, sujeto todavía, no obstante, a muchas amenazas latentes, empezando por nosotros mismos.
España no ha sido ajena a todas estas transformaciones. Permaneciendo a la zaga en algunas, situándose en la mediocridad en la mayoría y también tomando la iniciativa en otras, ha superado con relativo éxito las pruebas con que el destino reta a la especie humana.
Algo tiene que cambiar para que la senda de prosperidad social y económica que iniciamos hace 40 años se mantenga
También ha sabido afrontar las dificultades no menos importantes de carácter interno, desde las tensiones territoriales que arrastramos secularmente, a la renovación de la intermitente experiencia parlamentaria, pasando por las crisis económicas que, debido a nuestro sistema productivo, cobran especial virulencia.
Hemos salido relativamente airosos y, sin embargo, da la impresión de que hoy se ciernen en el futuro mayores nubarrones que antaño porque, lejos de evolucionar en la dirección que marcan los tiempos y con el ánimo de otras épocas, nosotros mismos estamos poniéndonos palos en la rueda del progreso. A mi modo de ver, algo tiene que cambiar en España para que la senda de prosperidad social y económica que iniciamos hace cuarenta años se mantenga.
Hay una cuestión previa que no puede soslayarse. No podremos emprender ningún camino responsable sin reconocer que ha habido rumbos mal tomados y las causas que los han provocado. Si algo hemos de aprender de lo que incluso los críticos podemos llamar nuestra época dorada, quizá sea la capacidad para aprender de los errores de un pasado ya lejano y la vocación para, prescindiendo de las evidentes diferencias que nos distinguen, saber unirnos en torno a cuestiones que afectan al interés general.
Creo que existe una razón de peso que nos ha traído aquí: en lugar de remar en la misma dirección, como hicieron nuestros padres en el 78 con muchas más razones para la disidencia, estamos volando los puentes de unión que toda sociedad, por muy plural que esta sea, debe estructurar; lo cual nos incapacita para superar nuestras contradicciones internas y nos impide prepararnos para los retos del siglo XXI.
Y creo también, sin poder entretenerme, que esta razón obedece a dos males capitales interconectados. El primero es la polarización que la clase política está trasladando a la sociedad. Todas las encuestas indican que hay mucha más separación y enconamiento entre nuestros representantes que en la sociedad. El segundo, causa de lo anterior, es la separación cada vez más evidente entre la sociedad civil y la clase dirigente que nuestro sistema político promueve, quizá de manera involuntaria.
La Transición se hizo por medio de los representantes de la oposición al franquismo y el propio régimen. Hoy no se trata de optar entre el autoritarismo o la democracia; el cambio precisa de análisis más sutiles que, sin perder profundidad, recorran transversalmente los distintos enclaves en los que está instalada la sociedad.
España necesita perentoriamente estar más y mejor representada en la sede de su soberanía nacional
Por eso es mucho más probable que la verdadera iniciativa de cambio provenga de nuestra nutrida sociedad civil en vez de surgir de sus representantes políticos, entre otras razones, porque no hay más que acercarse de nuevo a los barómetros de opinión para comprobar que los ciudadanos entienden que los representantes, o al menos el sistema, forman parte del problema.
Y quizá la cuestión más importante que puede provocar un cambio de rumbo, por su propio carácter constituyente, porque su naturaleza define y determina la esencia de un régimen de poder, es la cuestión electoral. Dicho de otro modo: España necesita perentoriamente estar más y mejor representada en la sede de su soberanía nacional, allí donde se toman las grandes decisiones que afectan a nuestras libertades, nuestros derechos y nuestra hacienda, incluidas, lógicamente, aquellas que afectan a la soberanía y al modelo sociedad del que queremos formar parte.
España requiere de una clase política que represente claramente su pluralidad y que defienda eficazmente los intereses de los votantes al mismo tiempo que protege el interés general. Un sistema electoral en el que existiera la igualdad de voto entre todos los ciudadanos, en el que los territorios no estuvieran sobrerrepresentados y en el que el futuro de cada representante estuviera determinado por la voluntad de sus votantes, y mucho menos por la dirección de su partido, pondría al país en la mejor plataforma de lanzamiento para el futuro, al mismo tiempo que garantizaría por sí mismo el talento que tanta falta le hace a la política para conocer y abordar los retos futuros.
Resulta llamativo que pueda encontrarse tan fácilmente la excelencia en cualquier ámbito la vida española y, por el contrario, exista tanta mediocridad circundante en la vida política. Creo casi innecesario manifestar que estar representados por los mejores no es solo una cuestión de principios; es la mejor garantía de éxito en el futuro.
Bajo este convencimiento, con un único ánimo constructivo y con vocación de cambio tranquilo y reflexivo, un grupo de personas hemos iniciado una campaña transversal y no partidista de recogida de firmas online llamada #OtraLeyElectoral cuyo objetivo es lograr el apoyo necesario en la sociedad para que dichos cambios encuentren su futura respuesta en el Boletín Oficial del Estado, no sin antes haber generado un gran debate social.
Ojalá que lo logremos.
*** Lorenzo Abadía es miembro del equipo promotor de #OtraLeyElectoral.