Antes de Calderón fueron ya muchos los que hablaron del encierro, de la cueva, de la confusión en los universos umbríos y, en antagónica consecuencia, de la libertad. Libertad como sinónimo de luz, y viceversa. El bien supremo.
Volvamos, con pesar de Platón, al drama calderoniano. Segismundo, protagonista de La vida es sueño, debido a unas perversas predicciones, fue encerrado desde su propio nacimiento. La vida le descubrió un mundo de oscuridad y resignación. Su realidad fueron las sombras. Sin embargo, durante su encierro en lo escondido y recóndito del monte donde “nace entre desnudas peñas un palacio tan breve”, el bueno (o malo) de Segismundo desconocía que era el príncipe heredero de Polonia, hijo de su rey, Basilio, y por tanto, el legítimo sucesor en el trono.
Tiempo después, fue dormido y trasladado a la corte. Se encontró con todo un reino de golpe y porrazo. Como un súbito escalofrío se vio las caras con el súbito descalabro del gobierno, más descalabrado aún en sus manos, acostumbradas a vacilar entre tinieblas. Así, nuestro protagonista comenzó a ejercer un poder despótico. Una tiranía drástica, en la que primó un comportamiento cruel y despiadado con sus súbditos. Fue obligado a cerrar de nuevo sus ojos. Amansar a la fiera y confinarla en su agreste domicilio.
Segismundo, casi milagrosamente, y a petición popular, es rescatado de su clausura. Tiene una nueva oportunidad. Prudente y mesurado, se arrodilla ante su padre, se disculpa y ofrece hasta su vida. Surge una nueva mirada. La luz-libertad brilla en sus ojos. La reflexión, el discernimiento, el aprendizaje de su primera salida. Bulle su sangre con la certeza de una lección aprendida y la posibilidad de ser un gran rey.
Una pandemia inmisericorde nos devuelve al encierro, a la torre. ¿Seremos también Segismundos del cambio?
A nadie se le ha de olvidar que nacemos antes de nacer, que pasamos nueve meses en el útero de nuestras queridas madres, con nuestra realidad en sombra, con el silencio (y no) de ser parte inexorable de otro cuerpo. Ya hemos estado encerrados antes. Y salimos a la vida de golpe y porrazo. Sin capacidad, en muchas ocasiones, de gobernarla, de gobernarnos.
Esta humanidad moderna, nueva, occidental, digital y tal y tal y tal, solo ha conocido, en términos generales, la clausura in utero y, por ende, tal vez hayamos salido como bárbaros al juego de respirar. Si es que respiramos. Tal vez hayamos confundido las reglas, nos hayamos devorado unos a otros, hayamos destrozado los bosques, la atmósfera, nos hayamos pasado con la sed de codicia, o nos hayamos comportado como tiránicos Segismundos, sin respeto y empatía por los otros.
Una pandemia inmisericorde nos devuelve al encierro. Al útero. Al refugio agreste, a la torre, a la cueva. ¿Seremos también Segismundos del cambio? ¿De la autocrítica, del discernimiento, del análisis? Dichoso por su nuevo estado, por su segunda liberación, el protagonista asumía sus yerros y prometía ser digno de una oportunidad. Así despedía la obra: “Llegué a saber/ que toda la dicha humana, /en fin, pasa como sueño./ Y quiero hoy aprovecharla/ el tiempo que me durare,/ pidiendo de nuestras faltas/ perdón, pues de pechos nobles/ es tan propio el perdonarlas”.
Hagamos, si puede ser, lo mismo.
*** Alberto Rodríguez de Ramos es doctor en Literatura Española y escritor.