Poco a poco hemos tenido que aprender a bloquear a ratos el teléfono, para dejar de recibir intromisiones, para evitar la saturación de los sentidos: de la vista, del oído. De tanta ganga que nos mandan las redes de personas conocidas.
Hay que descartar mucho para disfrutar de alguna perla. Y está el trabajo de limpieza de lo que se va acumulando y que amarillea en unos minutos para no quedarse sin capacidad. Vivimos pegados a un dispositivo, o a dos.
Hemos tenido que aprender de nuevo que han vuelto. Los desinformadores, tras un breve desconcierto se han reorganizado y nos acechan. Son los que, en legión extranjera o no, intoxican los cerebros para alcanzar con sus mentiras el poder de nuestras mentes, para procurar que lleguen las tensiones violentas sociales en cuanto podamos poner el pie en la calle. Esto no creo que lo consigan, no con los españoles.
Por otra parte, nos hemos visto obligados a aprender a bloquear, de forma dura, autoimpuesta, la emoción que nos lleva a apretar los puños y la mandíbula pensando en los que pelean por vivir... y especialmente en los que se fueron sin poder despedirse. Maldito virus.
Los espacios que eran de los humanos están casi desiertos y los animales que hacían su vida cerca de nosotros han descubierto que no estamos ya y los van ocupando. Hemos visto imágenes que capturan esos momentos en los que, un decir, los patos se pasean por carreteras cercanas al río que solían habitar, en formación, orgullosos de los nuevos espacios que sienten ya suyos, indiferentes a los comentarios de los pocos humanos que les contemplan. Tal vez nos huelen el miedo.
Sueño con pasear por una playa, en el sur. Sueño con pelear con las gaviotas por el reparto del espacio
Jabalíes en cascos urbanos, más que antes y más en el corazón del ágora, quiero decir. Palomas acostumbradas a alimentarse de las sobras de los humanos persiguiendo a una señora con el carrito de la compra, emulando al mejor cine de Alfred Hitchcock porque exigen su diezmo, enfadadas. Y una vez más la realidad supera la ficción. O un corzo que se cruzó la víspera del confinamiento oficial con mi santo y se le encaró, en vez de huirle. Ninguno de los dos se amedrentó, según me fue confesado, como si yo estuviera allí, en lugar de aquí, en la ciudad que solía tener los cielos más tristes y plomizos de Europa, pero que nos regala cielos azules para estos días del confinamiento.
Me han ido asomando las canas en este tiempo en que cruzo a primera hora la gran explanada hasta alcanzar el gran edificio y me pierdo por los pasillos de un edificio casi vacío en el que el personal de seguridad, el de mantenimiento y el de limpieza ha ocupado, guardando las distancias sociales, los espacios por los que antes sólo nos parecía que deambulaban los diputados, asistentes, cabilderos y todo tipo de visitantes de cada confín de nuestros países y del resto del mundo.
Soñamos con el aire libre. Sueño con pasear por una playa, en el sur, hasta tener callos en los pies desnudos. Sueño con pelear con las gaviotas por el reparto del espacio.
*** Maite Pagazaurtundúa es eurodiputada en el grupo de Ciudadanos del Parlamento europeo.