Es ya una obviedad que esta crisis y, sobre todo, su forma de afrontarla va a esculpir con cincel de acero el duro mármol que dará forma a nuestras vidas en las próximas décadas. Y lo va a hacer, pese a la dureza de la roca que intenta moldear, en tan solo unos pocos meses, quizá semanas.
Decía Yuval N. Harari en un reciente artículo que casi toda gran emergencia precipita el curso de los acontecimientos históricos. Creo que esta no va a ser una excepción. Por eso, lo que la prudencia habría aconsejado en condiciones normales, aplicar la templanza, hoy puede suponer una temeridad.
Para poder avanzar sin eclosionar en el camino, la humanidad necesita más que nunca audacia y determinación. Ahora bien, se puede avanzar en muchas direcciones. Unas nos llevarían definitivamente al abismo y otras podrían contribuir a solucionar, con el tiempo, no solo esta crisis sino las asignaturas pendientes que dejó el siglo XX.
La apuesta más decidida que debemos hacer, ante la amenaza de una involución de carácter identitario, es a favor de la globalización y del proyecto ilustrado que la sustenta. Nuestro mundo no es concebible sin esa obra que, con todos sus fallos, ha alejado al ser humano de la existencia miserable.
En el transcurso de los últimos dos siglos, conviene no olvidarlo, aunque como apunta Steven Pinker la mayoría lo hemos hecho, se han pulverizado los índices que califican el desarrollo humano. Rescato algún dato de su libro cuyo título utilizo para encabezar este artículo: la esperanza de vida se ha multiplicado por dos veces y media; miles de millones de personas han salido de la pobreza extrema y del analfabetismo, y, entre tanto, ha surgido una clase media global formada por cientos de millones de personas. Que quede mucho por hacer no debe obturar nuestro entendimiento sobre cómo lo hemos logrado.
La pandemia no puede detenerse con políticas basadas en la concepción westfaliana del Estado-nación
La globalización no es sino el resultado material de la conjunción de la libertad de movimiento con la de pensamiento; del prístino sapere aude y de la convicción de que toda teoría puede ser refutada por la fuerza de los datos empíricos o de la razón científica que el espíritu ilustrado insufló al mundo y que ha dado como fruto los resultados más espectaculares que jamás haya conocido la humanidad. No se puede investigar a medias. Los límites deben ser marcarlos por la ética universal, no por la moral comunitaria ni por fundamentalismos medievales.
Existen, para este espíritu humanista, varios peligros inminentes. En primer lugar, los gobiernos actuaron desde el principio en clave exclusivamente nacional. Por eso reaccionaron tarde y cabe el riesgo de que continúen haciéndolo. La pandemia del Covid-19 no puede detenerse con políticas basadas en la concepción westfaliana del Estado-nación.
Es cierto que las administraciones nacionales se están intercambiando información para las vacunas y coordinar la distribución del material sanitario, pero no es suficiente ni para detener inmediatamente los contagios, ni mucho menos para evitar futuros rebrotes.
Los hechos están demostrando que ningún país puede afrontar escenario pos coronavirus de manera unilateral. Se necesita una coordinación global. En las materias que afectan a la seguridad, los gobiernos deben ceder competencias a las instituciones internacionales y dotarlas presupuestariamente. Debemos comprender y atajar el problema en clave global si no queremos que el progreso logrado en el último medio siglo se desvanezca.
Ante la ausencia del liderazgo mundial que EEUU está evidenciando, después de haberlo ejercido durante siete décadas, y la pérdida de intensidad del multilateralismo -tanto la ONU como la UE han tenido un papel testimonial- es necesario rearmar las instituciones internacionales con nueva energía, competencias y presupuesto.
La crisis del coronavirus puede ser aprovechada por quienes desean cerrar las fronteras y liquidar las libertades
Todo apunta a que nos adentramos en una nueva era en la cual se debería conceder a la OMS un estatus especial, a la altura de la OTAN, con un presupuesto mucho mayor, detraído de esta última. Debería ser dotada de amplias prerrogativas como la de convertir sus recomendaciones en directrices y un gran poder fiscalizador y sancionador a los estados, así como la de crear o fortalecer un departamento de seguridad contra posibles ataques bacteriológicos.
La tragedia humanitaria y económica que va a generar la pandemia en el tercer mundo también debe ser tratada de manera global. Aun con nuestras economías maltrechas, los países desarrollados y las instituciones internacionales debemos asistir económicamente a los países en vías de desarrollo ante la catástrofe que se avecina.
Al mismo tiempo, aunque este asunto no puede tratarse en este artículo, la UE debe implementar una estrategia de financiación de tan hondo calado para garantizar su supervivencia, que, si no viene acompañada por medidas comunitarias de legitimidad política, en detrimento de la soberanía nacional, el fracaso de la Unión Europea y del euro es más que probable.
En segundo lugar, la crisis del coronavirus puede ser aprovechada por quienes desean cerrar las fronteras y liquidar las libertades. Quienes han venido atacando la “hiperglobalización” y el globalismo, desde posiciones románticas y comunitaristas, manifestando que el capitalismo y su marchamo liberal han fracasado, deben encontrar una oposición firme.
La primera reacción de los Estados ha sido mirar hacia dentro de sus fronteras. Nada sería tan nefasto en este momento que las tesis nacional populistas en cualquiera de sus versiones de extrema izquierda o extrema derecha se convirtieran en hegemónicas.
Quizá al apostar por el fundamentalismo del mercado y negarnos a ver sus fallos hayamos cometido una contradicción
El Estado moderno, desde Hobbes hasta nuestros días, tiene como fundamento la defensa de los intereses de sus habitantes. La Ilustración le dotó de legitimidad democracia y apuntaló los derechos fundamentales sobre los que gravitaría la acción política en búsqueda de prosperidad. Esta última, tan dependiente del comercio y de la libertad de movimientos, se encuentra amenazada coyunturalmente por un virus pasajero, pero cuya presencia puede ser utilizada como excusa para levantar muros, fomentar la xenofobia y cercenar las libertades ciudadanas.
Por último, si queremos mantener las conquistas de esa puesta en práctica del proyecto ilustrado que es la globalización, debemos reconocer sus deficiencias e intentar solucionarlas. El peor enemigo de la Ilustración es el fanatismo. Quizá al apostar por el fundamentalismo del mercado y al negarnos a ver sus fallos, hayamos cometido una gran contradicción. Es hora de admitirlo con humildad y de buscar soluciones.
Habrá que restañar las heridas que el proceso globalizador ha producido: el empobrecimiento de clases medias de los países occidentales, el aumento exagerado de la desigualdad y el daño al medioambiente son algunos ejemplos.
La crisis también nos está mostrando que hay industrias y sectores estratégicos cuyas cadenas de suministro no pueden escapar al control del Estado-nación, mientras este siga siendo el titular de la soberanía, o de la Unión Europea si definitivamente damos el paso hacia la federación.
Eso implicará repensar la globalización, matizarla si es necesario y crecer, quizá, a un ritmo algo menor. Tendremos que asumirlo como un coste social más, del mismo modo que lo hacemos al atender a nuestros compatriotas impedidos o al pasar una pensión a nuestros mayores.
*** Lorenzo Abadía es empresario y analista político.