En el año 430 a.C., Atenas fue asolada por la peste. Si su recuerdo ha permanecido en la memoria a través de los siglos es porque Tucídides nos dejó su impresionante crónica en el libro II de la Guerra del Peloponeso. Vivió directamente la peste e incluso sufrió su contagio. Y decidió contárnoslo a las generaciones futuras (II 48.3): “Yo, por mi parte -dijo-, describiré cómo se presentaba; y los síntomas con cuya observación, en el caso de que un día sobreviniera de nuevo, se estaría en las mejores condiciones para no errar en el diagnóstico”.
Pero la historia para él era terapia social y por eso, además de registrar los síntomas de la enfermedad, con sus descripciones gráficas del comportamiento humano quiso resaltar que se trataba también de una enfermedad moral (Jongrigg, James. The Great Plague of Athens). Veamos, pues, lo que cuenta. Y lo que, tal vez, trató de enseñarnos.
En 431 a.C. se había declarado entre Esparta y Atenas la famosa Guerra del Peloponeso, cuyo primer e indeciso año de hostilidades terminó con el entierro de los atenienses fallecidos en la lucha. Fue en el Cerámico donde se pronunció uno de los más bellos discursos -logos epitafios- de toda la historia, en el que Pericles exaltaba la grandeza y el destino civilizador de Atenas. Lo transcribe magistralmente Tucídides.
Pero sin solución de continuidad -como si tratara de resaltar el contraste entre el ideal y la realidad, entre aquella grandiosa visión de Atenas y la tragedia que se aproximaba- Tucídides pasó a relatar dos hechos que marcaron el destino de la ciudad: la invasión del Ática por los peloponesios en el verano del 430 a.C y, pocos días después, la aparición de la peste en el puerto del Pireo.
El origen de la peste hay que buscarlo a más de seis mil kilómetros de distancia. Desde hacía algún tiempo que venían circulando rumores de la existencia de este tipo de brotes en algunas islas del Egeo y es probable que los marineros que arribaban a Atenas trajeran de Lemnos alguna noticia al respecto. Pero fue a principios de este verano cuando la peste visitó (epidemia significaba también visita) por primera vez el Pireo.
Aquellas naves traían también, junto con los cereales, ratas, piojos y marineros contagiados
La coincidencia en el tiempo de la invasión del Ática y los primeros casos de la enfermedad alimentaron los rumores de que habían sido los peloponesios quienes habían envenenado los pozos del agua. Pero Tucídides, en lugar de hacerse eco de los bulos, dio mayor credibilidad a la tesis según la cual el origen de la enfermedad había que buscarlo en las tierras de las “gentes de rostro quemado”, esto es, en Etiopía, desde donde se expandió a Egipto, Libia, Persia y las islas del Egeo.
Los trirremes de Atenas aseguraban su hegemonía marítima y los barcos mercantes desembarcaban en el Pireo los alimentos que necesitaba la ciudad. Pero aquellas naves traían también, junto con los cereales, ratas, piojos y marineros contagiados. A su modo y medida, aquel mundo también era global, y una rata, una pulga o un piojo de Etiopía iban a desencadenar la tragedia a seis mil kilómetros.
La enfermedad apareció “de repente”, a principios de mayo del 430 a.C. A través del Epidemion de Hipócrates, los atenienses conocían las descripciones de numerosas enfermedades. Pero desde el primer momento, dice Tucídides (II 50), esta “demostró que era un mal diferente a las afecciones ordinarias”.
Esta novedad y desconocimiento iba a tener dos graves consecuencias. Por una parte, estaba claro que los atenienses no estaban en absoluto inmunizados ante la nueva afección, lo que amenazaba con altas tasas de contagio. Por otra parte, el desconocimiento de la misma les condenaba a la impotencia pues (II 51.2) “nada podían hacer los médicos por su desconocimiento de la enfermedad que trataban por primera vez”. Así pues, Atenas ni disponía de antídotos, (II 51.2) “ni se halló un solo remedio, por decirlo así, que se pudiera aplicar con seguridad de su eficacia”.
Fue este desconocimiento de la naturaleza del mal y su decisión de estudiar posibles remedios para el futuro (prognosis) lo que animó a Tucídides a registrar con minuciosidad los síntomas, efectos y fases de la enfermedad.
Se iniciaba de repente con una intensa sensación de calor en la cabeza, enrojecimiento e inflamación de los ojos, afectación de la faringe y la lengua y respiración irregular. Tras estos primeros síntomas venían los estornudos, la ronquera, tos violenta y problemas estomacales. Más tarde comenzaban a aparecer las úlceras por todo el cuerpo y un calor que volvía insoportable el contacto de vestidos y lienzos, acompañados de una sed insaciable. A los nueve o a los siete días perecían la mayoría de los contagiados y, en caso de sobrevivir, sus órganos y su mente quedaban gravísimamente afectados.
La plaga no hizo distingos entre ciudadanos y no ciudadanos, hombres, mujeres, esclavos o metecos
La precisa y vívida descripción de los síntomas ha sido, desde entonces, el punto de partida para una aún inacabada serie de estudios tratando de determinar la naturaleza de esta afección: viruela, tifus, peste bubónica, plaga neumónica…, sin que haya unanimidad todavía a la hora de poner un nombre a la epidemia en cuestión.
En los cuatro o cinco años de duración de la peste -con sus momentos de quiescencia y de rebrotes, como el de 427 a.C.- la mortalidad arrasó Atenas: la cifra de fallecidos pudo oscilar entre 75.000 y 100.000 sobre una población de unos 300.000 habitantes.
La plaga no hizo distingos entre ciudadanos y no ciudadanos, hombres, mujeres, esclavos o metecos. Si hizo discriminaciones por edad, es algo que no lo sabemos. Lo que sí está claro es que afectó también a los poderosos. Buena prueba de ello es que el propio Tucídides se contagió; y Pericles y gran parte de su familia, según cuenta Plutarco (Vida de Pericles), fallecieron del contagio.
Esta isonomía en la enfermedad no significa que atacara a todos con la misma intensidad. La peor parte la llevaron, además de los desplazados, los sanitarios, quienes (II 51.4) “morían como ovejas” y (II 47.4) “eran los principales afectados por cuanto que eran los que más se acercaban a los enfermos”.
El mal apareció también en otros lugares dentro y fuera del Ática. Pero en ningún sitio generó los devastadores efectos de Atenas. Una de las principales causas fue el hacinamiento de sus habitantes. Desde el inicio de la guerra con Esparta la estrategia de Pericles consistió en hacer de la ciudad un bastión inexpugnable. Las murallas la protegían de un eventual asedio espartano por tierra. La potente flota de trirremes y los Muros Largos, que unían el Pireo con Atenas, garantizaban el comercio y su abastecimiento por mar. Podía sobrevivir a cualquier asedio y al propio tiempo mantenerse como potencia imperial.
Por eso Pericles ordenó que toda la población de los ciento treinta y nueve demos -unos 300.000 habitantes en tiempos de Pericles- abandonaran sus campos, sus casas y sus templos y se refugiaran en Atenas. Era imposible garantizar buenas condiciones de acogida.
La peste quebró el sentido cívico, que fue sustituido por la anomia y la lucha por la supervivencia individual
Una minoría pudo encontrar acomodo en casas de parientes y amigos. Pero la inmensa mayoría, cuenta Tucídides (II.17) “se instalaron en los sitios desocupados de la ciudad y en todos los templos y santuarios”, en las torres de las murallas, o se repartieron el sitio acampando como podían en los Muros Largos y en el Pireo. De las condiciones insalubres en que vivían estos inmigrantes nos habla Aristófanes (Caballeros, 792-797) quien ocho años más tarde presenta a estos miles de desplazados viviendo “en tinajas, en nidos de buitres y en torreones”. Tucídides toma nota de su situación (52 1) y certifica que “quienes más lo padecieron fueron los refugiados”.
Pero a Tucídides, fiel a su concepción terapéutica de la historia, no sólo le interesaban los síntomas y efectos arrasadores de la peste sobre los cuerpos. Quiso resaltar su dimensión de enfermedad moral. “La epidemia, asegura (II 52.4), “acarreó a la ciudad una mayor inmoralidad”.
Una de las señas de identidad de la democracia ateniense era el fuerte sentido cívico orientado a la comunidad con el que compensaba la ausencia en Atenas de policía, fiscales y jueces profesionales (Ober, J. A company of citizens). La peste quebró este capital social, sustituido ahora por la anomia y la lucha por la supervivencia individual, pues (II 53 3) “nadie estaba dispuesto a sufrir penalidades por un fin considerado noble”.
Sin aquel compromiso cívico, nada pudo impedir el pillaje de los bienes ajenos pues (II 53 4) “nadie esperaba vivir hasta el momento de celebrarse el juicio y recibir su merecido”. En tal situación, parafraseando a Hobbes, el hombre se convirtió en un lobo para el hombre.
Todavía resonaban en la ciudad aquellas palabras de Pericles, orgulloso de cómo sus conciudadanos respetaban tanto las leyes humanas como las leyes no escritas. Habían pasado, si acaso, solo un par de meses y los atenienses (52 3) “se dieron al menosprecio tanto de lo divino como de lo humano”, pues (53 4) “ningún temor de los dioses ni ley humana los detenía”.
Una de las señas de identidad del mundo griego (y de la humanidad) fue siempre el respeto a los muertos. El entierro estaba regulado por las leyes no escritas, como se puede ver en la Ilíada, en Antígona de Sófocles, en las Suplicantes de Eurípides o en el solemne ceremonial con el que acababan de enterrar hacía pocos días a los muertos en la guerra.
Muy pronto los atenienses exigieron responsabilidades a Pericles ante tal desastre y devastación
La peste acabó con lo más sagrado como era el respeto a los muertos (52 4): “Muchos recurrieron a sepelios indecorosos debido a la falta de medios, por haber tenido ya muchas muertes en su familia; en piras ajenas, anticipándose a los que las habían apilado, había quienes ponían su muerto y prendían fuego; otros, mientras otro cadáver ya estaba ardiendo, echaban encima el que ellos llevaban y se iban”, dejando abandonados en la pira a sus familiares. Siglos más tarde, Diodoro Sículo (Biblioteca Histórica XII) y Lucrecio (De rerum natura, VI) se hicieron eco de aquel espanto.
Y muy pronto, a la crisis sanitaria y moral, se añadió el azote del hambre. Los viejos se acordaron de cierto poema antiguo en el que se vaticinaba que una guerra con los dorios traería aparejada la peste. En la ciudad asediada muy pronto se desató el debate sobre la interpretación de aquel verso: lo que había anunciado hacía tiempo el poeta ¿era la peste (loimós) o era el hambre (limós)?
Y Tucídides, con sagacidad, aclara que (II 54.3) “la gente acomodaba su memoria al azote que padecía”. Tal vez para los potentados, los trescientos ciudadanos más ricos que costeaban las liturgias, aquello solo fue una gravísima crisis sanitaria. Pero para los miles de desplazados, para los esclavos y clases bajas (thetes) lo que vaticinó el poeta era también hambre y miseria.
Estos fueron los hechos relativos a la epidemia y que repercutieron gravemente en la historia de Atenas. Los reveses militares y la devastación que supuso la peste fueron modificando los sentimientos de los ciudadanos hacia Pericles, a quien muy pronto los atenienses le exigieron responsabilidades ante tal desastre.
La democracia ateniense era particularmente estricta en la exigencia a sus generales de rendición de cuentas: la asamblea -convenientemente manipulada por los terratenientes que habían abandonado sus explotaciones y por los demagogos- le destituyó como estratego y le condenó a una pesada multa. En 429 a.C, víctima de la peste, falleció.
Después de él, dice Aristóteles, ya nada fue igual para Atenas. Algunos (Littman, The Plague of Athens) consideran que la peste fue la causa principal de la derrota de Atenas ante Esparta. El propio Tucídices, sin tener en cuenta la catastrófica expedición a Sicilia del 415 a.C, asegura (III 87) que “no hubo ninguna desgracia que abrumara a los atenienses con más violencia que ésta, ni nada que debilitara tan gravemente su poderío”.
Espadas y lanzas, arcos, pistolas tienen muchas veces menos poder sobre el destino de las naciones que el tifus
La crónica de la peste, que aquí hemos recordado, tenía para Tucídices un doble sentido terapéutico. Con su relato quería ayudar a prepararse para hacerla frente si Atenas volvía a recibir otra visita e insistir en que la peste es también una enfermedad moral y social. Unas enseñanzas que siguen siendo válidas dos mil cuatrocientos cincuenta años después para atenienses y para “bárbaros” a la vista de lo que nos ocurre con la presente visita.
Hay cosas que se repiten. También hay grandes diferencias: en estos días hemos podido comprobar cómo el Estado social hace a la humanidad capaz de lidiar con esta tragedia con algo menos de dolor y manteniendo la cohesión social. Hay que seguir cuidándolo.
Pero, en todo caso, la peste de Atenas, revela que la estabilidad, el desarrollo y la paz social de cualquier sociedad no dependen solo de la fortaleza de sus ejércitos y de la capacidad de grandes generales como Pericles. No debemos olvidar la influencia de las epidemias sobre el ascenso y la caída de las civilizaciones (Hans Zizsser, Rats, Lice and History).
Espadas y lanzas, arcos, pistolas y las más sofisticadas armas tienen muchas veces menos poder sobre el destino de las naciones que el tifus, la viruela, la peste bubónica, la fiebre amarilla, el sida, Sars, Ébola o el Covid-19.
En silencio desde los más remotos tiempos, ahí siguen agazapadas las bacterias y los virus con sus pulgas, piojos, garrapatas y chinches dispuestos a atacar tan pronto como la ignorancia, la incompetencia, la pobreza, el hambre y las guerras nos hagan bajar las defensas.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito y ex rector de la Universidad de Alcalá.