El 1 de enero de 1901 el “célebre sugestionador de Toros Don Tancredo López, considerado por su temeridad y arrojo el rey del valor” se colocó, antes de la apertura de la puerta de los toriles, subido a un pedestal de medio metro de altura en el centro del redondel, imitando la estatua de Pepe Illo, y ante su indicación se soltó al cuarto toro de la tarde, un miura de cinco años, al que esperó inmóvil según había anunciado el cartel de la corrida de aquel primer día del Siglo XX celebrada en la Plaza de Toros de Madrid.
Para José Bergamín (La estatua de Don Tancredo, Cruz y Raya, V, 15, pp. 323 a 369) en España el siglo XX comenzó con Don Tancredo, mientras en Francia lo hizo con la torre Eiffel. Considera a Don Tancredo el genial escritor “encarnación visible y transcendente” del ser español, “ante la eternidad de lo probable, por el azar”.
No sólo trataba Don Tancredo de ganarse la vida ociosamente o, al menos, sin ejercitar su oficio de albañil –explica Bergamín–, sino que “empieza por quedarse quieto” y descubre que puede permanecer más inmóvil que un muerto haciéndose la estatua, lo cual le sitúa en la inmortalidad y le permite triunfar sobre el destino.
Quedó así diseñado en la plaza el tancredismo, positivizado en la “voluntad de no hacer” como “esfuerzo heroico”, que transfiguró al hombre enyesado subido a un cubo blanco en “estatua viva del valor”. Es el “estoicismo elevado al cubo”, un quietismo del toreo que se extiende a los “trancredismos sin toro”, perfectamente analizados por el mismo autor en su desconcertante y profundo artículo.
Sólo desde el más puro tancredismo del alma española puede entenderse la extendida opinión en la carrera judicial y fiscal contraria a los plazos de la instrucción establecidos por el art. 324 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal tras su reforma en 2015, aprovechada oportunistamente desde la política para sus peculiares ajustes de cuentas y maniobras de distracción de la opinión pública mediante la ceremonia de la confusión.
La obligación de la Fiscalía de participar activamente en la instrucción existe desde 1882
No es la razón, sino la contemplación de la inacción procesal como modo de hipnotizar a la justicia colocándola fuera del tiempo, el lugar donde la crítica a los plazos de la instrucción se justifica desde el tancredismo doctrinal: una forma de tancredismo subterráneo, como diría Bergamín (por ir a las raíces del problema, otra manera según él de andarse por las ramas), que podría unirse a las modalidades expresamente identificadas por el autor tales como el tancredismo de palomar (ingenuo), tórtolo (amoroso) y ratonero, el cual en realidad constituye un ejercicio subtancredista (una degeneración o corrupción del genuino tancredismo), que aspira a un Estado-Tancredo.
Dicho Estado-Tancredo –se afirma– no se asusta del toro, sino de las ratas y hace confluir el orden y la autoridad en la inmovilidad. Claro que el problema no se encuentra en la inamovilidad judicial, que Bergamín sitúa entre las leyes tancredistas, sino en la parálisis, en la inactividad rutinaria que, cuando no consigue hipnotizar a la justicia, resulta derribada por ella, como sucedió a Don Tancredo cuando el día de su actuación fue embestido por el toro Zurdito, que tras salir “más pausado que ligero” llegó al pedestal y lo tiró al suelo, haciéndole salir “de estampía” (El Toreo Cómico, Núm. Extraordinario de 1 de enero de 1901, transcrito por Bergamín).
Se ha explicado hasta la saciedad que los plazos de instrucción penal del art. 324 de la LECrim, tras la reforma de 2015, no cortocircuitan ninguna posibilidad de investigación de los delitos, ni ocasionan impunidad. No sólo los plazos se pueden extender hasta tres años si la causa es compleja (característica definida en términos de gran flexibilidad), sin contar el tiempo durante el cual las actuaciones fueran declaradas secretas, es que –además– la instrucción puede proseguir después durante todo el tiempo que el juez entienda necesario, eso sí no desde el tancredismo de no hacer nada mientras tanto, sino con la finalidad de practicar las diligencias que se han acordado o que se decida realizar incluso en el momento de finalización del plazo, a iniciativa del Ministerio Fiscal o de cualquier otra parte (acusación popular o particular o defensa). Así pues, el tan injustamente denostado precepto tan sólo exige la realización de una programación de actuaciones antitancredista.
Pero desde el trancredismo corporativo y organizacional se aduce que el establecimiento de una orientación temporal de carácter normativo a la actuación del Ministerio Público durante la instrucción judicial se encuentra destinado al fracaso, por no tener asignada la Fiscalía la dirección de la investigación y por su supuesta imposibilidad de control de la totalidad de las causas penales que penden en los Juzgados.
Dicha objeción, sin embargo, carece de consistencia. La obligación de la Fiscalía de participar activamente en la instrucción –recordada insistentemente durante decenios por la Fiscalía General– existe desde la redacción originaria de la LECrim (1882), con independencia del sistema de plazos (art. 306), y las dificultades de conocimiento de las actuaciones por cuestiones atinentes a la forma de la comunicación entre Fiscalía y Juzgados son fácilmente solubles en una justicia que aspira a prescindir del papel (salvo que prime una política de colocación de diques cognitivos por miedo al intercambio fluido de la información, para el mantenimiento de islotes burocráticos autorreferenciales, en los que el trancredismo pueda habitar sin presión del entorno como los virus vistos como sistemas autopoiéticos –en esencia, solo necesitados de sí mismos para mantenerse como sistema–).
En lo concerniente al tema de la suficiencia del número actual de fiscales para desempeñar la tarea, nada es preciso añadir a la evidencia empírica de que en España contamos con bastantes más fiscales que en Italia y Francia, países ambos con mayor número de población que el nuestro, en los cuales sus Fiscalías dirigen la investigación –respectivamente– en todos o casi todos los procesos penales.
Argumentan que la sujeción 'sine die' a un proceso que le estigmatiza, no es un mal para el investigado
Es probable que el legislador vuelva a colocar a Don Tancredo en su pedestal, pues se anuncia la próxima aprobación parlamentaria de una contrarreforma del art. 324 LECrim que colmaría las aspiraciones de sus discípulos corporativistas, sujetándolo sobre el vacío normativo en el centro del coso procesal. Entretanto la norma está vigente y debe ser aplicada, pese al criterio expresado por la Fiscalía General del Estado acerca del reinicio de los plazos de la instrucción al finalizar el estado de alarma, basado en la errónea adjudicación a dichos plazos del tratamiento de los lapsos temporales otorgados por el Real Decreto-Ley a las partes para la defensa de sus posiciones.
Tal traslación no sólo atribuye al Real Decreto-Ley la capacidad –que la Constitución no le asigna– de modificar leyes de desarrollo de derechos fundamentales, como es el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas (art. 24.2 CE), sino que ignora que, en la norma procesal penal indicada, más importante que la delimitación temporal de la práctica de las actuaciones es la necesidad de diseño de la indagación del delito dentro de unos márgenes funcionalmente abiertos, para los que la duración del estado de alarma es irrelevante.
Desde luego la finura jurídica se echa en falta. La Fiscalía Anticorrupción ha llegado a sostener recientemente, en una nota de prensa autopromocional, calificable como propagandística, el positivo efecto que se desprendería del reinicio de los plazos de la instrucción para los investigados, mediante la asombrosa asignación a dicha fase procesal de la finalidad de la acreditación de la inocencia, para la cual los infortunados sujetos pasivos del proceso obtendrían más tiempo como efecto colateral de la gestión legal de la pandemia.
El argumento consigue sublimar, con simplismo antijurídico, el trancredismo ratonero o de Estado del que habla Bergamín: la falta de plazos impeditivos de una posible inactividad funcionarial, plásticamente expresada en la imagen de legajos tirados por los suelos criando telarañas, no es un mal para el investigado; su sujeción sine die a un proceso, que le estigmatiza hasta el punto de una posible exclusión social, se dirige a proteger su propio interés, dado que el fiscal no tiene motivo para esforzarse, al partirse, como presupuesto inexorable de existencia de la citación para la defensa, de que el sospechoso es culpable.
Mientras la referida nota de prensa no sea objeto de pública rectificación por la Fiscalía Anticorrupción, será legítimo atribuir a la institución la defensa de la autopoiesis como anhelo y el tancredismo más descarnadamente inconstitucional difundido hasta la fecha en España. Aunque ya se sabe que Don Tancredo López “ruega al público guarde el mayor silencio durante la suerte”, el respetable tiene derecho a opinar sobre su actuación y su resultado, condicionado a que, como anunció la copla, “si el bicho no entiende de sugestión ni hipnotismo, Don Tancredo se comprende que es fácil que vaya al abismo. O a las alturas”.
Cuenta la crónica que cayó nuestro personaje derribado por Zurdito y con ello “acabó la mojiganga, siendo silbado Don Tancredo, no mucho, pero algo”.
*** Nicolás González-Cuéllar Serrano es catedrático de Derecho Procesal y abogado.