“¡Esta mezquita!... Es una pena, una tristeza, una vergüenza lo que han hecho con ella, esas iglesias enmarañadas en la trenza de su interior, dan ganas de pasarle el peine como a los nudos de una hermosa cabellera. Las capillas de oscuridad, puestas allí para digerir suave y constantemente a Dios como jugo de una fruta que se deshace en la boca, han quedado atravesadas en la garganta como bocados excesivos que no se pueden tragar. Aún ahora resulta sencillamente insoportable oír el órgano y el canto de los canónigos en este espacio”. (Rilke).
El 12 de septiembre del 2001 el periódico local El Diario de Córdoba venía encabezado con un alarmante titular que decía, en grandes letras: “Terror Global”. El periódico reflejaba en portada, con una fotografía de las Torres Gemelas de Nueva York envueltas en humo, la conmoción que supuso el acontecimiento que había tenido lugar el día anterior en Manhattan, y cuyos detalles y alcance aún no se conocían en toda su extensión (aunque ya se sabía, eso sí, la autoría islamista del “ataque”).
Pues bien, en la sección de Cultura, de ese mismo ejemplar del día 12, aparecía una larga entrevista al filósofo francés, primero marxista y después convertido al islam (“la religión de los pobres”, decía él), Roger Garaudy, con ocasión del anuncio de la inauguración en Córdoba de la Biblioteca Viva de al-Ándalus (de la que él era principal promotor).
La entrevista, concedida el día 10 de septiembre, aparecía encabezada con el siguiente titular entrecomillado: “El pueblo más racista del mundo es Israel, no los judíos”. En ella, naturalmente, se desplegaba toda una exhibición de los lugares comunes a propósito del “mito multicultural de al-Ándalus” (armonía entre las “tres culturas”, etc.), y se hacía para cargar las tintas contra el “sionismo” y su cómplice norteamericano, no pudiendo saber Garaudy, claro, cuando concedió la entrevista, lo que iba a ocurrir al día siguiente, 11 de septiembre, en Nueva York y Washington.
Decía Garaudy, “Córdoba fue una de las grandes fuentes de la cultura europea, el centro de esa cultura. Córdoba fue un puente entre Oriente y Occidente [...] Fue la gran expansión del islam y no por conquista militar. Vinieron invitados por los cristianos arrianos. El islam se introducía en las civilizaciones. Tenemos que evocar este pasado. Fue aquel un período de gran tolerancia. Hubo un enriquecimiento mutuo que hizo convivir las tres religiones”.
Desde una concepción idílica de la sociedad andalusí, se pretende que el islam se ha expandido pacíficamente
El filósofo francés se comprometía así con la tesis de Ignacio Olagüe (la no invasión islámica de la península), dando a entender que la expansión del islam no fue agresiva, sino más bien “revolucionaria” (en los términos de Olagüe, La revolución islámica de Occidente, ed. Guadarrama, 1974), representando la islamización un movimiento de liberación para la población hispana, arriana, frente al yugo católico (trinitario) visigodo.
Hoy día, Emilio González Ferrín (en su Historia general de Al-Ándalus, 2006, y en su último libro Cuando fuimos Árabes, 2018), ha renovado y dado nuevos bríos a la perspectiva de Olagüe, en una suerte de neoandalucismo justificativo, fundamentalmente, del autonomismo andaluz, siguiendo en parte los pasos de Blas Infante.
González Alcantud en El Mito de al-Ándalus (ed. Almuzara, 2012) reivindica igualmente la obra de Olagüe (como obra, dice Alcantud, que contribuye al “mito luminoso” de al-Ándalus), mostrándose, sin embargo, muy hostil -incluso insultante- con las tesis opuestas de Serafín Fanjul (Al-Ándalus frente a España, y La Quimera de al-Ándalus), a las que Alcantud califica, nada menos, de “boutades neorracistas” (por su parte, el libro de García Sanjuán, La conquista islámica de la península ibérica y la tergiversación del pasado, ed. Marcial Pons, 2013, pone muy bien las cosas en su sitio, en relación a esta polémica, haciendo un admirable repaso historiográfico desde el siglo XIX hasta la actualidad).
Sea como fuera, desde una concepción idílica y luminosa de la sociedad andalusí, como la de Garaudy, se pretende que el islam, como religión “de paz”, se ha expandido pacíficamente, liberando a los pueblos del agresivo oscurantismo judeo-cristiano.
Ese “terror global” que se despliega sobre el Occidente, es una réplica (defensiva) a la injusta hostilidad (islamofóbica) que, permanentemente -esta es la coartada- se manifiesta hacia el islam, de tal manera que, continúa diciendo Garaudy, y como reafirmando ese carácter pacifista y transigente del expansionismo islámico, “fui siempre el defensor del diálogo de las civilizaciones”.
Lo dice después de haber afirmado, unas líneas más arriba, que los norteamericanos habían elegido “a un matador en serie”, en referencia al, en aquel momento, recién nombrado presidente estadounidense G. W. Bush.
Igualmente, respecto a Israel, decía Garaudy, unas líneas más abajo, “ha elegido a Ariel Sharon para que continúe con la violencia”, como si Israel tuviese una voluntad deliberada (maniquea) de desatar la violencia en aquel escenario.
La “insidiosa reconquista” de Córdoba reflejaría la degradación del propio cristianismo católico, belicista y agresivo
Vemos aquí pues, cómo opera pro domo sua el mito de la pacífica y armónica al-Ándalus, en una situación además especialmente dramática como fue la que se produjo el 11-S, dando cobertura y respaldo exculpatorio al terrorismo islamista al convertir la acción terrorista en una “justa respuesta” a la agresión previa, que tanto el sionismo como su principal cómplice, la Administración norteamericana, ejercen, al parecer, constantemente sobre el islam.
Es así que la ideología del mito luminoso de lo andalusí ve en el modelo de sociedad que produjo la mezquita cordobesa una “solución” para resolver lo que, en términos de Huntington, se ha llamado el “choque de civilizaciones”. Un modelo, claro, que pasa por la transformación de la identidad católica del templo cordobés (actualmente es una catedral dedicada a la virgen María), para ser devuelto, restaurado, en su identidad musulmana, en donde el templo brille con genuina luz espiritual, irradiando, a su vez, sobre la sociedad envolvente.
Cuando el islam peninsular se desarrolló en su plenitud, sin ser obstaculizado por la hostilidad cristiana, llegó a lo que, para muchos, es el colmo de la civilización, que es la sociedad andalusí (armónica, ilustrada, limpia, laboriosa, etc.), y que tiene en la mezquita de Córdoba su máxima representación artística y espiritual.
El templo cobra pleno sentido como reflejo de la “civilización” que lo construyó, en tanto que templo musulmán, quedando sometido a una verdadera degradación al transformarlo en templo cristiano, tras la “insidiosa reconquista” de Córdoba, que no es sino indicativo, así transformado, de la degradación que representa el propio cristianismo católico, belicista y agresivo. En definitiva, hay que devolverle a su dignidad, esta es la conclusión práctica, que no es otra que su dignidad musulmana. Hay que pasarle el peine de Rilke, por así decir, y borrar toda mácula cristiana del mismo, para rehabilitarlo en todo su esplendor musulmán.
Lo más grave de este asunto, es que, en efecto, para muchos de nuestros conciudadanos españoles los restos arqueológicos de origen andalusí son el testimonio ruinoso de una civilización mucho más rica y próspera que la nuestra (judío-cristiana), siendo así que su mera presencia viene a delatarnos por nuestro mal comportamiento histórico: España es, sobre todo, la ruina de al-Ándalus.
La mezquita atrapada, secuestrada, en la catedral de Córdoba representa, vista de este modo, un permanente dedo acusador contra España. Una visión que engrana muy bien con la visión islamista de España como “tragedia de al-Ándalus”, según manifestó Bin Laden poco después del 11-S, y que, de alguna manera, contempla la exigencia práctica de su restauración.
Como en otros Estatutos autonómicos, se trata de que España pida perdón por su historia, y redima sus culpas
Y este, justamente, la restauración de al-Ándalus (por supuesto, un al-Ándalus completamente idealizado por el mito), era el proyecto “liberalista” de Blas Infante, convertido por el autonomismo estatutario actual en “padre de la patria andaluza”. Así lo afirmó, claramente, este notario, musulmán él (en 1924 tuvo lugar su conversión pública al islam), y visionario -más bien alucinado- nuevo Moisés andaluz, en una entrevista al diario El Sol en el año 31 (a pocos meses de haber sido proclamada la II República):
- ¿El grupo liberalista está, desde luego, próximo a la CNT?
- Sí y no. Nos une al sindicalismo la simpatía con que vemos sus actuaciones para devolver a los labriegos de Andalucía lo que es suyo. Los liberalistas, suprimido ese valladar de esclavitud, vamos aún más lejos: a unir en un latido común por Andalucía a 300 millones de seres a quienes destruyó la cultura, la tiranía eclesiástica.
- ¿Ve este instante inmediato?
- Un crack de Europa, por ejemplo una nueva guerra, lo produciría automáticamente. Entonces el 1.200.000 andaluces que viven sus nostalgias de Tánger a Damasco, y los 300 millones de Afro-Asia, que sueñan por nuestra cultura, intervendrían para destruir de una vez la influencia del Norte.
- Realmente, ¿existen organizaciones prácticas con ese fin?
- No hay nada. Sólo una palabra que abre todas las puertas: al-Ándalus. Con ella puede recorrer seguro todo Marruecos hasta el Asia En Buenos Aires y en la Habana hay filiales liberalistas, que acatan la Constitución del Estado Andaluz que proclamamos en Ronda en 1918. (Entrevista publicada en el diario El Sol, 11 de junio de 1931)
He aquí el proyecto andalucista, inspirador del actual Estatuto andaluz, y representado por una bandera verdiblanca que, creada por el propio Infante, simboliza al islam victorioso, repuesto, recompuesto, reconstituido en Andalucía, tras la "tragedia de al-Ándalus" (la bandera quiere ser recuerdo de las banderas izadas -una verde por el islam, otra blanca triunfal- en la mezquita mayor de Sevilla tras la victoria almohade de Alarcos, en 1196).
De nuevo, como en otros Estatutos autonómicos, se trata de que España pida perdón por su historia, y redima sus culpas concediendo a los, se supone damnificados, un Estatuto especial que, invariablemente, termina significando la propia desaparición de España, sea por la vía de la descomposición de su unidad, sea por la vía de la negación de su identidad.
*** Pedro Insua es profesor de Filosofía. Su último libro es 'El orbe a sus pies: Magallanes y Elcano: cuando la cosmografía española midió el mundo' (Ariel, 2019).