Recuerden la palabra porque, aunque no es nueva, tiene muchas papeletas para convertirse en el nuevo término de moda durante la cuarentena: webinar.
Contengan su risa al imaginar a un adulto pronunciándola. Aun cuando su fonética resulte casi comprometida en castellano —imposible no intuirle el matiz jocoso— es muy probable que no hayan dejado de escucharla y, sobre todo, de leerla.
Este anglicismo esconde además una astucia engañosa pues no es verdad que un webinar sea algo así como un seminario en línea. Qué más quisiéramos. Olviden esa idea porque mientras que los seminarios eran reuniones presenciales circunscritas al ámbito académico o formativo los webinars proliferan hoy como una abrupta infección paralela a la Covid-19.
Revisen la barra lateral de su navegador y pónganse a refugio si les asalta una nueva propuesta de estos seminarios del futuro. Nunca hubo tantos expertos como en estos días ni tantas convocatorias urgentes para afrontar con impaciencia la nueva realidad temible.
Esa es otra de las claves. Si el panorama político ha abusado de la metáfora bélica en la gestión de la pandemia la nueva jerga educativa siente predilección por los símiles épicos y deportivos.
Tras convertir el aprendizaje en algo divertido, la nueva consigna es que la enseñanza sea algo incluso trepidante
Resulta sonrojante constatar cómo la mayoría de estos webinars nos hablan de una realidad amenazadora y, sobre todo, nos conminan a estar preparados para afrontar los nuevos “desafíos”.
Si los pedagogos de hace unas décadas insistieron en convertir el aprendizaje en algo divertido, la nueva consigna pasa por convertir la enseñanza en algo incluso trepidante. Y cuidado, porque la variante en inglés la pueden encontrar también para anunciar la intervención de un respetable señor de Cuenca. Hagan paracaidismo o apúntese a un curso, pero ante todo, señoras y señores, afronten el lado salvaje de la vida y acojan el challenge que se les viene encima.
La enseñanza reglada no es inmune a este nuevo vocabulario y, por supuesto, la investigación institucionalizada está sometida a reglas y riesgos semejantes. El mercado de las ideas, desafortunadamente, no es distinto a cualquier otro y ante la realidad que nos imponen las circunstancias hay quienes ya se han convertido en expertos de la nueva metodología.
Pareciera que lo relevante no fuera ya qué es lo que hay que contar sino cómo hay que transmitirlo. En el imperio del cómo —los más horteras volverán a recurrir al inglés para hablar del way of doing— es probable que se imponga un modelo de experto capacitado para transmitir con afinada solvencia su más perfecta ignorancia.
Uno de los mayores riesgos es que esta melodía no encontrará depredador ideológico. La derecha liberal celebrará encantada la flexibilización de un conocimiento transferible y monetizable, y parte de la izquierda más ingenua pensará que estas nuevas metodologías podrán coadyuvar con la siempre deseable democratización del conocimiento. Todos quieren adelantarse al futuro, aunque éste se parezca cada vez más al apocalipsis.
Detrás de este modelo epistémico descansa la creencia de que el conocimiento debe adaptarse a cada nueva realidad
Detrás de este modelo epistémico, y quizá esto sea lo terrible, descansa una perversa convicción que ha conseguido instalarse en todo el espectro ideológico sin que nadie sea capaz de ofrecer una sana y cabal resistencia: la creencia en que el conocimiento debe adaptarse a cada nueva realidad. Esa convicción, de apariencia inerte y hasta casi asumible desde el asentimiento común, enmascara una voladura controlada de nuestro modelo civilizatorio y, además, es falsa.
Los capítulos más dignos de la historia del conocimiento humano no han buscado acomodarse a ninguna circunstancia sino que se han esforzado por construir ideales desde los que enjuiciar esa realidad cambiante, desde la matematización del mundo a los versos de Dante.
Para medir distancias necesitamos la barra de platino e iridio del metro patrón de París del mismo modo que para transformar la realidad y construir un mundo más justo no debemos adaptar la idea al mundo, sino el mundo a la idea. Puede sonar idealista pero la filosofía es lo que tiene.
Si me permiten un último consejo tengan cuidado: la banalización del conocimiento es un requisito indispensable para perder todos los argumentos cuando alguien venga a desmantelarlo. Vayan eligiendo en qué bando quieren que les coja la cosa porque a lo mejor ese día ya ha llegado.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.