Aquí la clave consiste en explicar cómo un indocumentado –históricamente hablando– como Sabino Arana pudo colar la fantasía de que los Fueros podían servir también para que los vascos fueran independientes del resto de España, cuando esta figura jurídico-política –propia y genuina del derecho hispano–, fue diseñada para que, bajo la cobertura real, hasta la más recóndita de las poblaciones españolas –utilizando la fórmula de su independencia secular– pudiera preservar sus libertades civiles frente a los nobles que quisieran arrebatárselas. Un ejemplo entre cientos es el de Molina de Aragón, en Guadalajara, que tiene su propio Fuero y cuyo título de señor de Molina lo ostenta el Rey desde 1321.
Sabino Arana entró en el debate entre Fueros y Constitución, típico del siglo XIX español, como elefante en cacharrería y decidió que la independencia vasca se extendía hasta la ley de 25 de octubre de 1839. Lo increíble es que semejante patraña llegara hasta la vigente Constitución de 1978, donde el PNV consiguió introducir la Disposición Derogatoria segunda para abolir aquella vieja ley.
Con lo sencillo que habría resultado para los padres de nuestra Constitución demostrar que los vascos nunca fueron independientes –por lo menos desde su vinculación a la Corona de Castilla a partir del año 1200–, simplemente con remitirse al Archivo histórico de la Real Chancillería de Valladolid, depositario de la documentación generada por la Real Audiencia y Chancillería creada en 1371 por el rey Enrique II como máximo tribunal del reino y que perduró hasta 1834. Su sección denominada Sala de Vizcaya reúne 5.750 unidades de archivo, con más de 20.000 pleitos y expedientes originados en el Señorío desde la época de los Reyes Católicos, a finales del siglo XV, y que se resolvían en Valladolid en última instancia.
El estorbo que para sus delirios significaba esta institución, Sabino Arana lo quiso hacer desaparecer como pudo y lo intentó de esta manera tan patética: “A Bizkaya nada podía importarle el punto en que residiese su Tribunal de Justicia; bastábale que éste fuese independiente y suyo propio, y nombrado y constituido según su ley nacional y en virtud de su soberano poder. La República, libremente, había conferido esas atribuciones judiciales a su Señor, y éste, en el ejercicio de las mismas, al ser después a un tiempo Rey de Castilla y residir en este su Reino, fue muy libre de establecer el Tribunal donde lo juzgase conveniente, mientras la República no se opusiera a ello, y lo estableció en la misma chancillería de Valladolid, aparte del Tribunal castellano. En resumen: el Tribunal era bizkaino, y la República, así como consintió en que estuviese establecido en tierra extranjera, podía también, conforme a su derecho, exigirle al Señor lo trasladase al territorio nacional”.
Maravilloso, ¿no? Para el fundador del PNV hace 125 años, la única razón por la que el tribunal vizcaíno de última instancia estuviera en Valladolid era que Vizcaya “no se opusiera a ello”. No cabe tergiversación histórica más inverosímil y absurda que esta. Y todo por no reconocer que la condición de rey de Castilla englobaba jerárquicamente a la de señor de Vizcaya, que es como se entiende todo perfectamente. Razón de más para explicar por qué el fundador del nacionalismo vasco aborrecía la figura histórica del señor de Vizcaya, que le obligaba al malabarismo mental de hacernos creer que la condición de señor de Vizcaya y la de rey de Castilla al mismo tiempo y en la misma persona no tenían por qué interferirse ni confundirse.
Sabino Arana da por hecho además que lo que él llama República vizcaína habría delegado en el señor las competencias judiciales, dislate que le sirve para esquivar una figura esencial en toda la historia moderna de la relación de los vascos con el reino de Castilla, junto con la Sala de Vizcaya, como es la del corregidor.
No cabe mayor tergiversación histórica: la condición de rey de Castilla englobaba jerárquicamente a la de señor de Vizcaya
Las pocas veces que el fundador del PNV cita al corregidor es para decirnos que actúa por delegación del señor: “El Corregidor, Delegado y Representante del Señor, desde que éste por ser a un tiempo Rey de España residiera en dicho vecino reino” (llama “vecino reino” a España). Pero el corregidor no era delegado del señor, sino del rey, y no los había solo en Vizcaya sino en toda Castilla.
La figura del corregidor surge en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348. Su nombramiento es potestad exclusiva del rey, a propuesta del Consejo de Castilla, y así se hacía en los más de ochenta corregimientos del reino, incluidos el de Vizcaya y el de Guipúzcoa. Tenía entre sus funciones la de convocar y presidir las juntas, impartir justicia, ordenar el comercio y dirigir el orden público y la defensa. O sea, la representación real al completo.
El primer nombramiento de un corregidor en Vizcaya es muy temprano, de 1370, en la persona de Juan Alfonso de Castro, anterior incluso a Gonzalo Moro, el más conocido de la primera época. En Guipúzcoa aparece como primer corregidor Pedro López de Ayala en 1379, el célebre canciller Ayala. Se nombraron unos ciento treinta corregidores para Vizcaya y otros tantos para Guipúzcoa. Y si en Álava no hubo fue porque el rey no lo consideró necesario, ni más ni menos. Tenían que ser obligatoriamente castellanos extraños al lugar donde debían ejercer su jurisdicción, para evitar así cualquier riesgo de parcialidad o de interés. Y por eso mismo estaban poco tiempo en el cargo, aproximadamente unos cuatro años de media.
Los corregidores, además, podían ser de toga, esto es, letrados, o de capa y espada, o sea caballeros. En el caso de Vizcaya –y hay que inferir que también en Guipúzcoa–, debían ser doctores en leyes, porque así lo mandaba el Fuero, y como tales, casi siempre eran elegidos entre ministros togados de la Chancillería de Valladolid, la misma institución que albergaba la Sala de Vizcaya.
Por último, esta Sala de Vizcaya estaba presidida por el juez mayor de Vizcaya, nombrado por el rey entre los abogados de la Real Audiencia, antiguos corregidores, catedráticos de la Universidad de Valladolid u otros altos cargos de la administración real. Y así es como se termina de desmontar el perfecto disparate de Sabino Arana de que la Sala de Vizcaya estaba en Valladolid como por casualidad y por ocurrencia del señor de Vizcaya, con la aquiescencia de los vizcaínos, que la podrían haber puesto, según el fundador del nacionalismo vasco, en cualquier otro sitio que hubieran querido.
*** Pedro José Chacón Delgado es profesor de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU.