No entré en la provocación porque tengo prevocación de estar allí donde legítimamente me corresponde. Cuando Pablo Iglesias respondía a mis preguntas, y ensartaba piezas inconexas de la historia de España para demonizar la figura de Manuel Fraga, sentí vértigo al comprobar definitivamente que un vicepresidente del Gobierno había excavado en la tumba de su recuerdo. El suyo propio.
El recuerdo basado en el imaginario de parte para exhumar impíamente toda la violencia de las dos Españas eternamente enfrentadas. Y lo hizo invitando a "cerrar la puerta", cuando el año en el que nació Pablo Iglesias habíamos decidido dejarlas abiertas a través de un pacto primario que superaba la dialéctica vencedores/vencidos para reponer a nuestro país en la corriente histórica que nos debía corresponder.
Hay una diferencia fundamental entre aquellos políticos y los actuales, más allá de su mayor o menor capacitación e inteligencia. Esa diferencia es esencialmente acusada en la izquierda: "La generación de Felipe González tiene un gran relato sobre sí misma, un relato épico. Nosotros somos una generación sin relato. Más aún: nuestra generación no hace relato, no relata, no escribimos, no hay cosas nuestras". Así de contundente se expresaba Torres Mora en una entrevista en 1996.
Algo parecido, pero más preocupante, ocurre con el vicepresidente del Gobierno, que una vez convertido a la élite política del poder constituido, ya ha perdido la referencia del valor del 15-M. Por eso, impugna con toda su radicalidad la historia de España de los últimos 45 años, desde el desconocimiento y desde la vesania, e ilegitima por decisión propia cualquier disidencia ideológica.
Iglesias impugna la historia de España de los últimos 45 años, desde el desconocimiento y desde la vesania
Iglesias necesita viajar al pasado de la memoria colectiva y descerrajar la cerradura en la que se enterró el conflicto entre los dos hemisferios de españoles. Y revisa la historia como un pastelero sin mascarilla para ofrecer a los suyos, a los que considera decentes y reales, cuarto y mitad de historia escamoteada y fraudulenta. En esa estamos.
El frentismo siempre ha latido en España hasta alcanzar su máxima expresión en etapas de mediocridad o de pesimismo racional, como la que paulatinamente comienza a impregnar parte de nuestra sociedad. Ahora bien, mientras el frentismo agudo había vivido apaciguado en nuestro país con un bipartidismo concéntrico, la ignorancia supina de algunos desaseados de la nueva política ha llevado a que se desate la ira, y que el frentismo sofocado haya dado paso a un enfrentamiento explícito entre dos formas diferentes de entender España. Lo peor de todo es que esa implosión se acompaña de una violencia verbal intolerable que arrasa las redes sociales.
“Sangra o te sangrarán" era lema de divisa de nuestros antepasados, que, a su pesar, tuvieron que optar por el fratricidio histórico, ya proviniese de la guerra de África, de la guerra carlista o de la guerra civil. Nuestros antepasados hicieron de las heridas pretéritas un catecismo de vida para aprender que el enfrentamiento es un mal necesario del que no podíamos desprendernos. Son procesos íntimos e inapreciables que, como decía Miguel Delibes a propósito de su personaje Pacífico Pérez en La guerra de nuestros antepasados, "empezó creyendo en la no-violencia y acabó convencido de que eliminar a un semejante con la navajilla de abrir piñones era un acto normal".
Únicamente la educación en sentido amplio puede contraponerse a la herencia genética del monopolio ancestral de la violencia y del enfrentamiento. Cierto es que, a consecuencia de esa educación sentimental de la Transición, durante cuarenta años hemos vivido una paz duradera, magnífica y estable que ha ocultado parte de esa esencia nacional cainita. Hasta ahora.
Caín y Abel. Bien lo decía el maestro de Valladolid: "Cualquier observador imparcial te confirmará que los españoles de los años treinta fuimos educados para la guerra, para una guerra feroz entre buenos y malos, en muchos casos con la mejor de las intenciones. Los 'malos' para la derecha eran los de la izquierda, y para los de la izquierda, los de la derecha. Fue una etapa tremenda de incomprensión, que difícilmente hubiera podido tener otro desenlace". Es la mística del odio, es la necesidad invariable de tener un enemigo externo.
Que el PSOE quiera mantenerse en una posición 'destituyente' de los pactos esenciales es simplemente una temeridad
Y mientras, los nacionalistas frotándose las manos ante el espectáculo revivido de las dos Españas. Ellos ganan si estamos divididos. Ellos pierden si, al menos, recobramos la cordura.
En los años siguientes a los Pactos de la Moncloa, el eje de la dialéctica política tradicional se situaba en un punto indefinido pero previsible entre la izquierda y la derecha. La descomposición endocrina del socialismo español a lo largo de las dos últimas década no ha hecho otra cosa que desplazar el eje de estabilidad política hacia el eje nación/nacionalismo, sobrecargando los riesgos de fractura territorial.
La culminación gráfica de ese proceso es el acuerdo alcanzado entre el PSOE, Unidas Podemos y EH Bildu, en el que el partido de Iglesias actúa como un eslabón que perpetúa la incipiente conexión entre el socialismo moderno y el máximo epítome de la ruptura del sistema.
Que Unidas Podemos quiera emanciparse de los pactos constituyentes era una amenaza previsible, pero que el PSOE quiera mantenerse en una posición destituyente de los pactos esenciales es simplemente una temeridad intolerable. Sigo buscando en la sala un socialista de aquellos, uno solo, que diga basta.
*** Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos.