Marx a veces tenía razón. Y uno de los diagnósticos más certeros de cierta tradición marxista es aquel que considera que las mutaciones del capitalismo permiten convertir cualquier cosa en mercancía. Esta mercantilización de todo lo real afecta, desde luego, a aquellos bienes tangibles y materiales pero alcanza, y esto será quizá lo más sorprendente, a territorios simbólicos e intangibles.
Existe un mercado de bienes y servicios pero existe también un universo de intercambio y comercio que afecta esencialmente a cuestiones éticas, valorativas y culturales. En este sentido creo que no seríamos una sociedad menos lúcida si cuando escuchásemos la expresión “mercado de valores” en lugar de imaginar el parqué de la bolsa reparásemos en el hecho de que también nuestros criterios para distinguir el bien y el mal están, desafortunadamente, sometidos a las leyes y tentaciones del mercado.
La intersección entre el lenguaje moral y el económico es una constante en nuestra herencia conceptual. Por eso no es extraño que muchos economistas reconozcan a Aristóteles como un insigne precedente de su ciencia y por el mismo motivo entre el siglo XVII y el siglo XIX era común referirse a la economía como “economía política”.
La política, a fin de cuentas, no deja de ser una expresión colectiva de la ética, como bien supo refrendar Platón en sus dos primeros libros de la República, y palabras como “bien”, “valor” o “justicia” son términos habituales tanto en las reflexiones morales como en el vocabulario económico.
La proyección apariencial del prestigio moral parece haber encontrado una aceleración sin precedentes
De un tiempo a esta parte, y esto sí es algo tan sorprendente como potencialmente confuso, la dirección de esa influencia se ha invertido haciendo que sea el marco empresarial y mercantil el que determina la reflexión ética y moral. Dicho en corto: allí donde antes se hablaba de la ética de los negocios hoy podríamos hablar del negocio de la ética.
La rentabilidad procurada por el capital reputacional de las empresas, su prestigio social y la confiabilidad de los distintos actores corporativos han urgido a la práctica totalidad de las grandes compañías a construir una identidad ética y reconocible como un signo distintivo de marca.
Desde el célebre eslogan de Google “Don't be evil” hasta la recentísima capitalización del racismo institucional por parte de gigantes del entretenimiento como Spotify, son muchas las empresas que de un modo estratégico se han urgido a construir una identidad moral confiable. Algunas, las menos, lo hacen movidas por convicciones profundas. Otras, quizá la mayoría, operan esa ficción moralizante como una pura estrategia. La solidaridad vende y algunas causas identificadas con escenarios preferentes de justicia social se han convertido en verdaderos reclamos publicitarios y de consumo.
Este maquillaje moral no atañe sólo al mundo de las grandes corporaciones sino que también se hace reconocible en la experiencia más íntima y cotidiana de cada uno de nosotros. Puede que también en esto el régimen del capitalismo tardío haya impuesto la retórica del “personal branding” para que cada uno de nosotros aspire a convertirse en una marca atravesada por estrategias cosméticas.
El fariseísmo bíblico o la teatralidad de la sociedad barroca demuestran que, en el fondo, esta proyección apariencial del prestigio moral tiene poco de novedoso. Pese a todo, sí es cierto que esa constante humana parece haber encontrado en nuestro contexto contemporáneo una aceleración sin precedentes.
Contrastar la virtud propia con la corrupción ajena es casi una constante de la peor versión del ser humano
El capitalismo moral no sólo implica la inclusión de una retórica ética en las derivas empresariales y corporativas sino que también se caracteriza por la transformación de los valores morales en un objeto de consumo personal. A veces hasta la bulimia. Sólo así se entiende que productos televisivos como Operación Triunfo o grandes multinacionales como Netflix aspiren a significarse como dispositivos conscientemente moralizantes. La legitimidad de esta estrategia es dudosa pero lo más inquietante es el modo en que de forma acrítica somos capaces de rendirnos ante dicha astucia.
Las causas hipermoralizantes son el glutamato sódico de la industria cultural: al tiempo que facilitan el consumo de la mercancía generan una satisfacción y una adicción irrefrenable. La moral de rebaño y algunas estructuras profundamente básicas de la psicología social harán el resto y es que pocas cosas generan una satisfacción más inmediata que el supremacismo ético. Contrastar la virtud propia con la corrupción ajena es casi una constante antropológica de la peor versión del ser humano.
La postmodernidad quiso ofrecernos una vida sin rumbo, perfectamente lábil y derrumbada —en gesto grácil, eso sí— hacia el absurdo. Saltar al vacío puede que sea una temeridad pero saltar desde el vacío es, sencillamente, algo imposible. Mientras algunos pensadores siguieron cacareando ese imposible nihilista, el capitalismo tardío, audaz y certero, supo detectar que es imposible vivir sin algunas certezas. No hizo falta inventar ninguna necesidad: la vocación de sentido estaba inserta en nuestra humanidad desde su origen.
Canceladas las fuentes tradicionales de sentido quedó abierto un amplísimo y fecundo espectro donde sembrar nuevas y rentables convicciones morales. Tanto es así que ya nadie se cree aquel estúpido lema de que los jóvenes no creen en nada. Ellos, al igual que todos nosotros, están ávidos de certezas y deseando confiar en algo. Lo terrible es que en ausencia de mejores convicciones estaremos dispuestos a creer en cualquier cosa. Una mala noticia es que el capital lo sabe.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.