Es una cuestión desconcertante. Quizá echar un ojo a la historia de nuestro país arroje alguna luz.
Desplacémonos 75 años atrás, por ejemplo, hasta el final de la II Gran Guerra. En aquel momento cabían pocas dudas sobre cuál era el intelectual español vivo con mayor prestigio mundial: su nombre era José Ortega y Gasset. Eso sí, nuestro filósofo residía por aquel entonces en Lisboa, tras todo un periplo de huida de esa España republicana que, cosas de la vida, él mismo había contribuido a fundar.
Una vez acabada la contienda internacional, empero, Ortega vio llegado el momento de tornar. A la España de Franco. De modo que, a través de Pedro Rocamora, director de Propaganda, trasladó al jefe del Estado una sutil pregunta, “¿quién le escribe los discursos?”, que es el modo más tácito que conozco que presentar una solicitud de empleo.
También sugirió nuestro pensador a Franco, Rocamora mediante, un curioso pacto: a él se le permitiría criticar dos o tres cosas al régimen, para cosechar credibilidad ante el mundo, y a cambio propagaría urbi et orbi los logros franquistas más señeros. Recién derrotados nazis y fascistas, antaño aliados del Generalísimo, no parecía desdeñable un poco de maquillaje orteguiano en su imagen pública.
La respuesta de Franco, sin embargo, dio al traste con tan meditados proyectos. “Rocamora, Rocamora”, contaba este que le advirtió paternal el caudillo, “no se fíe usted de los intelectuales”.
Lejos de quedarse en anécdota, esta desconfianza del dictador hacia el mundo del intelecto parece uno de sus rasgos proverbiales. “No ha habido régimen más antiintelectual que el de Franco”, advirtió Amando de Miguel en 1980. Y Ernesto Giménez Caballero, en sus tiempos de exultante falangismo, lo habría corroborado: “Nosotros no hacemos ensayos, ¡hacemos dogmas!”, llegó a blasonar.
A los intelectuales se los ha tratado en general con una actitud que va desde la desconfianza al desprecio
Durante la Guerra Civil ya habían sido dados los sublevados a identificar al enemigo con la alta (y degenerada) cultura. Más allá de si Unamuno tuvo o no que soportar el “¡mueran los intelectuales!” de Millán Astray, no faltan declaraciones similares por todo lo ancho de esa media España. “Aquí no hay dos bandos que puedan parlamentar”, afirmaría, verbigracia, el marqués de Quintanar, pues “de un lado está el Ejército y el pueblo español, de otro una colección de intelectuales traidores y de asesinos profesionales”.
No se quedaría a la zaga antiintelectualista el diario Amanecer, que en 1937 dictaminaba: “Para los poetas preñados, los filósofos henchidos y los jóvenes maestros y demás parientes, no podemos tener más que como en el romance clásico: un fraile que los confiese y un arcabuz que los mate”.
Cabe entender la aversión franquista hacia intelectos que desafiaban su visión del mundo; pero llama la atención que al ponerse a depurar bibliotecas se incluyera entre los repudiados a autores (como los filósofos Epicteto, Marco Aurelio o el cristiano Boecio) en los que cuesta atisbar intenciones rojas.
Otro falangista, y ministro, José Antonio Girón de Velasco, quizá nos diera la clave en 1941, cuando afirmó que la filosofía de su Movimiento era “la filosofía de la acción. Repugna la sutileza ineficaz del intelectual puro, propensa a la heterodoxia y a la contemplación. […] Para nosotros la frívola complacencia de divertir el espíritu, complicando la doctrina, es negativa y decadente”.
Todo ello no obsta, naturalmente, para que durante las cuatro décadas del franquismo prosperaran sólidos escritores o profesores (más sólidos de lo que ha querido reconocer aquel mito de que nuestro país quedara reducido todo ese tiempo a un “páramo intelectual”).
Nuestro objetivo no es aquí negar que en España haya habido más o menos intelectuales. Nuestra tesis es mucho más concreta: que a esos intelectuales se los ha tratado en general con una actitud que va desde la desconfianza (en el mejor de los casos) al desprecio (en el peor de ellos) por nuestros políticos de derecha. Y que tal vez en el franquismo quepa vislumbrar los orígenes de tanto desapego.
Rivera fue consiguiendo que todos los intelectuales se sintieran alejados, cuando no defraudados por el partido
Hay que conceder, en cualquier caso, que una vez finiquitada la dictadura hubo buenos motivos para liquidar de igual modo tales displicencias. No en vano Manuel Fraga, que capitanearía entre 1982 y 1989 el grueso de lo que quedaba a la derecha del PSOE, fue un eximio catedrático universitario. Y aunque las credenciales académicas de José María Aznar, su sucesor, no fueran en modo alguno tan brillantes, lo cierto es que, apenas nombrado, fundó enseguida una institución consagrada a las ideas, la aún famosa FAES.
El desafecto de la antigua derechona franquista por lo intelectual podría pues perfectamente, como tantas otras cosas, haber quedado olvidada gracias a esta nueva actitud del centroderecha español.
Mas por desgracia hoy, 45 años después de morir Franco, parece que, aunque solo sea en esto, sí son nuestros políticos no izquierdistas herederos del caudillo y de aquellas reticencias que expresara a Rocamora.
Empecemos por mirar a nuestro centro más anaranjado: Ciudadanos. No voy a fijarme aquí en el sonrojo que nos pudo producir Albert Rivera, ese chico tan preparado, cuando hace cinco años debatió en la Universidad Carlos III contra Pablo Iglesias y, ante una pregunta del público estudiante, recomendó leer a los futuros juristas “cualquier obra de Kant”, tras confesar que no recordaba el nombre de ninguna. Al fin y al cabo, no estamos sopesando aquí si los políticos de centroderecha son más o menos intelectuales, sino si son capaces de apoyar a los que sí lo sean. Y bien, ¿cuál ha sido la actitud de Ciudadanos ante ellos?
La respuesta a tal interrogante no puede escribirse sino con la D mayúscula de una decepción. Ciudadanos lo tenía todo para haber normalizado por fin las relaciones entre los políticos ubicados a la derecha del PSOE y sus intelectuales. De hecho, Ciudadanos surgió como respuesta al manifiesto que en 2005 habían elaborado quince intelectuales. Varios de ellos se implicaron además en la vida cotidiana del partido: Francesc de Carreras, Teresa Giménez Barbat, Xavier Pericay… Otros, como Arcadi Espada o Félix Ovejero, intentaron mantener una relación fluida. ¿Cuál fue el trato que el partido, y su poco kantiano dirigente, Rivera, les dispensó?
Basta con preguntar a cualquiera de ellos. Giménez Barbat y Pericay han escrito incluso libros al respecto. Tal vez receloso ante cada fulgor que le pudiera hacer sombra, o siquiera una mínima penumbra, Albert Rivera fue consiguiendo que todos ellos se sintieran alejados, cuando no defraudados por el partido. Ese es el primer modo en que Ciudadanos ha fracasado a la hora de normalizar las relaciones de los políticos no izquierdistas con lo intelectual.
Cs ideó una buena etiqueta para su modo de ser feministas: fracasó cuando tocaba dar esqueleto y carne
El segundo modo es aún más grave. Consiste en la forma en que este partido ha abordado el debate de las ideas.
Tomemos el ejemplo del feminismo. Ciudadanos sí se dio cuenta de que el feminismo abanderado por la izquierda, en realidad, incluía muchas cosas que no tienen que ver con el feminismo (ya hemos explicado este truco, la “mota castral”, en otro lugar). Bien. Ciudadanos también captó que necesitaba plantear un feminismo alternativo, no quedarse solo en la queja perpetua. Bien también. Ciudadanos entonces ideó incluso una buena etiqueta para su modo de ser feministas: “feminismo liberal”. Fenomenal. Y entonces era cuando tocaba dar esqueleto, dar carne y sangre teóricas a esa piel marketiniana. Y ahí fue donde fracasó el Perú.
¿Conoce el lector algún libro, algún congreso científico, algún informe, alguna recopilación de artículos académicos con que Ciudadanos nos haya ayudado a comprender qué quieren decir cuando hablan de “feminismo liberal”? No es ignorancia suya, amigo lector, si los desconoce: porque no se puede conocer la nada.
En España tenemos la fortuna de contar con una autora, María Blanco, que ha escrito mucho y bien sobre cómo ser feminista y liberal a la vez; ¿se interesó jamás Ciudadanos por esa apuesta intelectual?
Cuando uno pregunta a un ciudadaner qué es lo que entiende por “feminismo liberal”, lo más que consigue es alguna referencia vaga a John Stuart Mill: un señor brillante, bien es cierto. Pero que vivió en el siglo XIX y jamás pudo siquiera imaginar que tendría enfrente a una Beatriz Gimeno, a una TERF o a una radfem. ¿No habría sido buena idea actualizar a Mill, a nuestra Clara Campoamor, para afrontar el tipo de cosas que están diciendo las feministas antiliberales de hoy en día?
La respuesta de Ciudadanos a semejantes preocupaciones ha sido el canto lejano de los grillos en una apacible noche estival. Parece que pensaron que con diseñar una marca (“feminismo liberal”) bastaba; dotarla de músculo y nervios intelectuales ni siquiera supieron muy bien en qué consistía. La antigua formación de los quince intelectuales era ya solo el partido de los eslóganes ocurrentes, de los chicos y chicas recién salidos de una escuela de negocios, de gastarte más dinero en la corbata para un debate que en libros que consoliden tus ideas.
¿No notan que en la izquierda sí se preocupan de llenar las universidades con ideas?
Volvamos ahora nuestra mirada al antiguo gran partido del centroderecha, el Popular. No me centraré en su etapa rajoyista; puedo incluso entender que, en la medida en que Aznar se refugió en FAES para hacer oposición interna a su sucesor, este la repudiara como ya Albert Rivera, o Francisco Franco, habían desconfiando de todo contrapoder intelectual.
Fijémonos solo en el PP de Pablo Casado: ese hombre que, a los dos meses de llegar al mando, anunció la erección de una fundación más, Concordia, asignada a Suárez Illana. Por los pasillos y despachos de esa fundación, en el caso de que existan, resuenan hoy esos mismos grillos veraniegos que ya vimos cantar en cuanto mezclamos en una misma frase “centroderecha” e “intelectual”.
¿Se ha reactivado al menos la antigua FAES? ¿Se están elaborando ideas nuevas que copen hoy la discusión pública? Ya he contado alguna vez la anécdota: una amiga del PP, con un cargo no menor, me confesó hace poco que lleva tiempo contabilizando cuántos asuntos de los que hablan sus amigos de toda la vida los ha introducido en el debate público su partido: ni uno solo. El PP va siempre a remolque de los debates que suscitan otros, y que por tanto convienen a otros. Ese es el castigo para quienes desprecian el valor de las ideas.
¿Tenemos pues, hoy sí, un páramo intelectual en las formaciones de derecha y alrededores, mayor que aquel injustamente atribuido al franquismo? ¿Aspiran con esos mimbres a gobernar una de las trece o quince mayores economías del mundo? ¿No notan que en la izquierda sí se preocupan de llenar las universidades, los centros de investigación, los medios de comunicación con ideas, a veces superficiales, sí, pero a veces bien trabajadas, para que cada vez más gente en puestos relevantes, más jóvenes que se vuelven adultos, piensen en clave izquierdista?
Termino: queda fuera de este artículo sopesar los aportes de Vox; lleva poco más de un año en las instituciones. Me cuentan, eso sí, que está prestando una inusitada atención a los debates intelectuales de nuestro tiempo; que ellos sí se han notado, como afirmaría Richard Weaver, que “las ideas tienen consecuencias”. Veremos.
Cuando alguien (pongamos que se llama Rocamora) me viene contando que esta vez ya sí es la buena, que ahora por fin la derecha española va a prestar atención a lo intelectual, recuerdo aquello de Franco y respondo, también yo un tanto condescendiente: “Rocamora, Rocamora, no se fíe usted de los políticos”.
*** Miguel Ángel Quintana Paz es profesor de Ética y Filosofía Social en la Universidad Europea Miguel de Cervantes.