Tras las tinieblas, apareció la luz estival que nos sacó del túnel en el que hemos estado tantas semanas. Durante un tiempo, tuve la esperanza de que el maldito virus, tal y como paso con el SARS o el MERS, acabara por desaparecer. Este es el optimismo patológico que no en pocas ocasiones te puede llevar a perder la perspectiva de una realidad que es tozuda.
A punto de entrar en el mes de julio, los datos de nuevos contagiados, de ingresos hospitalarios y de fallecimientos están en mínimos, pero no acaban de desaparecer del todo. Se vuelven a ver nubarrones en la distancia que espero acaben por despejarse.
La apertura y la libertad de movimientos fruto del fin de la desescalada, junto con una capacidad muy mejorada de los servicios autonómicos de salud pública –que ahora sí detecta todos los casos: están haciendo más de 100.000 PCR a la semana–, nos permiten comprobar la existencia de múltiples pequeños rebrotes, sin gravedad y controlables gracias al seguimiento y localización de los contactos de los infectados.
Esta situación nos da a entender que el virus se ha atenuado pero sigue muy vivo, porque en cuanto hay hacinamiento o frío -como en los mataderos- se reactiva nuevamente. Si a ello le sumamos el trasiego, sin apenas control, de ciudadanos que vienen de países en donde la epidemia está en su máximo apogeo, podemos concluir que el virus seguirá siendo una amenaza hasta que, definitivamente, haya una vacuna eficaz.
Por tanto se hace imprescindible, más allá de comisiones de reconstrucción del sistema sanitario cuya profundidad va más allá de cambios cortoplacistas, tomar una serie de medidas para el próximo otoño. Hay que evitar otra tragedia como la que ya hemos pasado en Madrid, Barcelona o ambas Castillas.
Partimos de la base de que, a diferencia de lo ocurrido en el mes de marzo, ahora estamos mucho más preparados. Disponemos de pruebas diagnósticas, de materiales de protección para nuestros sanitarios y de respiradores. Los hospitales y profesionales han demostrado además su capacidad de resiliencia para estirar sus recursos hasta multiplicarlos por tres.
La coincidencia con el virus de la gripe y la baja inmunidad de la población hacen prever una situación comprometida
Tanto los servicios de salud pública como la atención primaria han sido reforzados con medios y personal y, a día de hoy, están muchísimo más controlados los brotes y se hace un seguimiento eficaz de los contactos estrechos.
Finalmente, muy triste a la vez que determinante, hay más de 40.000 personas –entre ellos, 20.000 ancianos en residencias– que desgraciadamente ya no podrán contagiarse, al haber fallecido. Además, el huracán en forma de virus que ha pasado por nuestro país ha dejado inmunizada a buena parte de la población que vive en centros para mayores.
Con estos antecedentes y tras pasar un verano más o menos tranquilo con algún susto, llegaremos al otoño y, si no hay milagro que lo evite, con el cambio de temperatura y la disminución de las radiaciones ultravioletas empezarán a surgir rebrotes de una agresividad mayor, aunque sin llegar probablemente a lo que vimos en los orígenes de la pandemia.
Claramente, nuestro sistema sanitario se encuentra ahora mucho más preparado, sabemos tratar mejor a estos pacientes y disponemos de un arsenal terapéutico amplio y con evidencia de efectividad. No obstante, la más que posible coincidencia con el virus de la gripe y el hecho de que el 90% de la población no esté inmunizada frente al Covid-19, hace prever una situación comprometida en los hospitales, al tener que asistir a un gran número de pacientes.
Así pues, debemos de estar preparados a fin de poder afrontar el problema sin sufrir un nuevo colapso del sistema, y para no paralizar, una segunda vez, nuestra economía, lo que abocaría al país a la ruina.
Además del adelanto obligatorio de vacunación de la gripe al personal susceptible –sanitarios, mayores de 65 años y enfermos crónicos– deberíamos poder disponer para otoño de test rápidos de PCR que permitieran, en las urgencias o en los domicilios, diferenciar qué pacientes tienen Covid-19 y cuáles sufren otras patologías.
El problema del otoño es que detrás no viene el verano y, por tanto, no habrá cambio de estación que pueda salvarnos
Deberíamos de reforzar, hasta donde fuera posible, tanto la Atención Primaria –para el diagnóstico precoz y tratamiento de la enfermedad en domicilios– como los servicios de detección de contagios y sus contactos.
A fin de no bloquear la economía, habría que establecer el confinamiento por grupos de riesgo de forma ordenada y por provincias o municipios, de aquellos lugares que alcanzaran un nivel de contagios superior a 30 individuos cada 100.000 habitantes, en incidencia acumulada los últimos 14 días.
Habría que seguir apostando por el teletrabajo, pero el resto de la población debería seguir tratando de hacer vida normal, utilizando de forma obligatoria las mascarillas, los geles hidroalcohólicos y el distanciamiento social de 1,5 metros.
El Gobierno debería disponer de un mapa actualizado de los recursos sanitarios disponibles –públicos y privados– y de la tendencia de la evolución de la pandemia por zonas para establecer corredores de material, medicación o incluso de pacientes entre comunidades autónomas, para aliviar a las más saturadas.
La vacuna definitiva no llegará hasta mediados del año que viene, pero en caso de que las cosas se complicaran y existiera riesgo de perder el control, como ya nos ha pasado, deberíamos disponer de acceso a alguna de las vacunas seguras que empiezan a producirse, aunque falte saber su nivel de eficacia, y comenzar a vacunar a toda la población vulnerable. Y si es posible deberíamos poder fabricarlas en nuestro país.
Trabajando todos juntos y al unísono tenemos capacidad para controlar y absorber las consecuencias de una crisis sanitaria que una vez nos pilló por sorpresa. Una segunda vez ya no sería excusa para nadie, y el problema del otoño es que detrás no viene el verano y, por tanto, no habrá cambio de estación que pueda salvarnos.
*** Juan Abarca Cidón es presidente de HM Hospitales.