En España no sabemos hablar de racismo. No forma parte de nuestra cultura política. A esta carencia se suman nuestros prejuicios sobre EEUU. Escuchando algunos medios, da la impresión de que el racismo es un problema exclusivo de Norteamérica, manicomio de la corrección política.
Tendemos a olvidar que la sociedad estadounidense es mucho más diversa que la nuestra. Sus códigos de conducta han evolucionado para evitar la ofensa innecesaria. Particularmente en materia racial, que es su tabú específico. Pero en España caricaturizamos este progreso.
En épocas de tensión racial, resurge un lugar común: los estadounidenses han creado el totalitarismo ofendidito; ya no pueden decir nada con libertad... Son legión los columnistas españoles que repiten estos tópicos. Suelen centrarse en los excesos del movimiento antirracista sin atender a sus razones. Lo describen como un delirio colectivo.
Otros reparten culpas: que si los árabes también vendían esclavos, que si los propios negros colaboraron en el esclavismo… Cabría preguntarse qué subyace a estas reacciones defensivas. La sombra del gran complejo histórico de Europa –el colonialismo– es alargada.
Cuando surgen estos temas incómodos, los blancos comenzamos a tirar balones fuera. La profesora Robin DiAngelo acuñó la expresión “fragilidad blanca” (2018) para describir esta necesidad de exonerarse. A nivel individual y colectivo.
¿Por qué nos cuesta tanto hablar de racismo? El primer obstáculo es conceptual. Pensamos que uno o bien es racista (y, por tanto, una mala persona) o bien no lo es. Por eso nadie se considera a sí mismo racista. El cine refuerza este malentendido, pues suele representar a los racistas como seres horribles. Vean a los policías violentos de Arde Mississipi (1988), Selma (2014) o Detroit (2017). Nadie se identificaría con ellos.
No obstante, la realidad es más compleja. Se puede ser una gran persona (o un brillante escritor o estadista) y tener ideas problemáticas sobre las razas. Por eso deberíamos abandonar la conceptualización binaria del “ser o no ser” racista. Es más realista el enfoque del CIS. En su encuesta “Actitudes hacia la inmigración (IX)” (2016), pregunta: “En la escala de racismo, ¿dónde se ubicaría Ud., siendo 0 ‘nada racista’ y 10 ‘muy racista’?”.
Los blancos enseñamos a nuestros hijos a no ser racistas, pero vivimos segregados si podemos permitírnoslo
La pregunta invita a imaginar el racismo como una línea recta. En un extremo estaría el Ku Klux Klan. En el otro, Martin Luther King. Todos ocupamos un lugar intermedio en esa escala. Interiorizamos prejuicios raciales desde niños. Pero una vez adultos depende de nosotros avanzar hacia un extremo o el opuesto. Nuestras herramientas son la educación y la convivencia en diversidad.
Sin embargo, aquí surge otro obstáculo. Los blancos enseñamos a nuestros hijos a no ser racistas, pero vivimos segregados si podemos permitírnoslo. Y los hechos son más elocuentes que la pedagogía de boquilla. En EEUU se describe como “white flight” [fuga blanca] a quienes se mudan cuando llegan demasiados vecinos negros al barrio. Según DiAngelo, basta un 7% para activar el éxodo.
En España la segregación es menos llamativa, pues carecemos de minorías raciales con porcentaje de dos dígitos. No obstante, nuestros barrios bien tienen un perfil homogéneo. Los describimos como seguros, limpios, cuidados… Pero la blancura es el común denominador. Cuando buscamos vivienda, evitamos los barrios de inmigrantes. La mera presencia de personas de color nos hace percibir una zona como peligrosa.
Durante mis primeros 25 años de vida en Barcelona, no conviví, ni estudié, ni trabajé con nadie que no fuera blanco. Y ni se me pasó por la cabeza que estuviera perdiéndome algo valioso. Sin duda puede haber gran diversidad espiritual e intelectual en una comunidad racialmente homogénea. Pero la raza da pie a distintas experiencias y conocerlas de primera mano resulta enriquecedor.
Es difícil participar de este aprendizaje si se vive en confinamiento racial. Sobre todo porque ni nos damos cuenta. La blancura es a un tiempo color y falta de color. Un rasgo crucial de la identidad blanca es verse a uno mismo como individuo ajeno a los grupos racializados. Las razas (y consiguientes generalizaciones/estereotipos) las reservamos para los “otros”.
Por eso no dedicamos ni un minuto a pensar en el racismo. Nos parece un problema que no va con nosotros. O incluso vemos el activismo antirracista con hostilidad. Como el nuevo juguete de la izquierda.
Hay algo de verdad en eso. La izquierda intenta apropiarse de los movimientos sociales: LGTB, feminismo, ecologismo… y ahora antirracismo. Activistas radicales utilizan léxico marxista (opresores/oprimidos) para denunciar el capitalismo. Hacen un flaco favor a causas nobles.
España no abolió la esclavitud en la península hasta 1837, cuatro años más tarde que el Reino Unido
Pero Black Lives Matter no es Antifa. Los segundos son una minoría antisistema violenta. Es decir, los responsables de muchos actos vandálicos que vemos en televisión. Los primeros tienen millones de seguidores en todo el mundo. Defienden una causa legítima: combatir el racismo y la violencia contra los negros.
Algunos no comprenden por qué los americanos aún no han resuelto este problema. Pero en España suele escapársenos la complejidad del mismo. Nuestras recetas simplistas rezuman condescendencia hacia EEUU. Imaginen a un americano dándonos lecciones sobre cómo solucionar los nacionalismos periféricos. No solemos agradecer los consejos de opinadores desinformados. Y menos cuando vienen de fuera.
De hecho, la historia de España no nos autoriza a pontificar en materia racial. Durante el Siglo de Oro, la península ibérica concentró la inmensa mayoría de la población negra de Europa. Como receptora de las expediciones portuguesas en África, Sevilla se convirtió en uno de los mercados esclavistas de referencia. En el siglo XIX, Cádiz y Barcelona tomaron el relevo como grandes puertos negreros.
España no abolió la esclavitud en la península hasta 1837, cuatro años más tarde que el Reino Unido. Estados Unidos liberó a sus esclavos en 1865. España hizo lo propio en Cuba en 1886. Nos escandaliza que los afroamericanos fueran legalmente discriminados hasta 1965. Pero Guinea Ecuatorial solo alcanzó la independencia de España en 1968.
Cada país tiene su historia. No pueden importarse los esquemas mentales de EEUU de forma acrítica. Pero eso no significa que nuestro país esté libre de culpas. Creemos en la Hispanidad como mestizaje universal. Sin embargo, España nunca promovió la mezcla con los negros en ninguno de sus territorios. Y no los tratamos mejor que los anglosajones.
Hay nula conciencia de esta realidad. Por eso no sentimos culpabilidad histórica. Pero en Hispanoamérica el discurso es distinto. Por ejemplo, Colombia reivindica a los esclavos cimarrones que escaparon de Cartagena de Indias. Su líder Benkos Biohó merecería reconocimiento también en nuestro país. E incluso alguna estatua.
Los monumentos no reflejan lo que somos sino lo que fuimos. En vez de derribar a Colón, podríamos debatir sobre qué nuevas estatuas completarían nuestra historia. El fin sería que los valores del pasado convivieran con los del presente.
*** Luis Castellví Laukamp es profesor de literatura española en la Universidad de Manchester. Ha publicado el libro 'Hispanic Baroque Ekphrasis: Góngora, Camargo, Sor Juana' (Cambridge: Legenda, 2020).