Hay toda una generación de españoles nacidos tras la Constitución de 1978 que han iniciado un proceso radical de impugnación del pasado democrático de España. Entre el adanismo mórbido de los prepotentes y cierta necrolatría auspiciada por la izquierda de este país, conciben España como un Estado sin nación y sin patria, pero plagada de patriotas de ocasión. Y lo hacen bajo el principio conmovedor de que la Transición española fue un gran fraude, una mascarada tecnocrática en la que los detentadores del poder franquista asaltaron los quicios de la democracia representativa para perpetuar su dominio, ahora enmascarado en élites empresariales o burocráticas.
Con la connivencia de un Sánchez sin mascarilla y sin memoria, cuestionan todo, desde la Monarquía parlamentaria hasta la propia neutralidad de las instituciones. Cuarenta años después, y frente a quienes eligieron el perdón como fórmula de superación del dilema de las dos Españas, la nueva vanguardia del pensamiento único se obsesiona por redefinir el marco político a cada paso, incorporando las voces de quienes pretenden demoler el edificio que les cobijó y les permitió ser lo que son.
Porque fue Rodríguez Zapatero, y antes un Felipe González terminal en 1996 y a la desesperada, los que excavaron nuevamente en el yacimiento de la Guerra Civil y del franquismo, para buscar las fuentes de suministro sentimental de sus votantes. Y hay que reconocer que en parte consiguieron el objetivo.
Para los ignorantes e iletrados de la nueva política narcisista, en 1977 los españoles apostaron por el perdón y por la prudencia. Por la moderación en el sentido más rotundo del término. No fue cobardía ni siquiera el abandono de una forma espuria de entender la cohesión intergeneracional entre vivos y muertos de cada bando. Fue una apuesta decidida por la Ley, por el orden constitucional, por el pluralismo político, pero, ante todo, una apuesta irreversible por la libertad y por la igualdad.
La libertad era y tiene que seguir siendo un neutralizador de modelos sociales excluyentes, en los que no todos cabemos, en el que no todos tenemos el mismo valor. Pues eso, para un demócrata, es preferible ser oposición en España que gobierno totalitario en Venezuela.
Sin embargo, la deriva frentista de la izquierda, despojando a la derecha de toda legitimidad y negociando la continuidad de nuestra comunidad de valores con quienes la pretenden yugular, es una forma de traición moral del proceso constituyente. Y lo hacen ajustando cuentas con un pasado que solo la conciencia irresoluta de la izquierda ha exhumado sin contemplaciones.
La alianza de valores en una democracia plena y constituida debe ser la base de nuestra libertad colectiva y plural
Se puede pedir perdón, por supuesto, pero ¿hay que pedir perdón por el mismo perdón que se alcanzó en 1977, un perdón definitivo e inmarcesible? Los españoles tejieron un hilo de convivencia, como Mariana Pineda tejía hilos de libertad, y abrazaron sus circunstancias históricas con la fe y la razón de quien aspira a salvarse del odio y del enfrentamiento inmanente. Dejaban atrás la España victimaria, la de siempre, la de los otros.
Sorprende, así, que esas mismas generaciones de nuevos españoles interpreten con una clarividencia supremacista el siglo XX y hasta tengan fuerza moral para ser los hermeneutas de los combatientes. Primero, la negación del pretérito perfecto simple de nuestra historia común para después crear un relato histórico propio en pretérito pluscuamperfecto.
No dudo, por evidente, que en los años de la Guerra Civil el fin de una España era la eliminación de la otra España, como no dudo, por no menos evidente, que en 1977 el fin era hacer posible una España necesaria, una España libre e igual, en la que disentir no era matar, en la que ser oposición, era democracia, tolerancia y libertad. Y que la honra, la estima de algunos descendientes de los combatientes en la Guerra, no se convierta en una virtud moral y social. Que no convirtamos la guerra de los cementerios en la guerra de nuestras vidas. Porque, más allá de que se promuevan sentimientos complejos en la reivindicación de nuestros antepasados, la alianza de valores en una democracia plena y constituida debe ser la base de nuestra libertad colectiva y plural.
Lo contrario es gregarismo, infamia y traición a la auténtica libertad. Y lo dice un liberal confeso, como otros liberales, que tuvieron que formar parte de la disidencia intelectual en el franquismo peninsular o en el exilio. Y lo dice un nieto de republicano fusilado. Que nadie me llame cobarde.
Volver. Volver a 1977. Volver a la libertad instaurada y no a la sumisión. Abandonar la memoria histórica como una categoría de mentira al servicio de quienes abominan del perdón constituyente. Zanjar la discusión sobre la soberanía de la nación española, fortaleciendo el cumplimento de algo tan simple como la ley constitucional. Estabilizar la estructura territorial garantizando la autonomía pero también la igualdad de todos lo españoles. Recuperar el orgullo de ciudadanía, de españolidad, frente a los que lo conciben como un estigma. Recordar que hubo una Transición, con sus errores y con sus aciertos. Pero, ante todo, volver a pensar España desde la centralidad, desde la prudencia, desde el reconocimiento del otro, sin brusquedades, sin exclusiones. En estas horas difíciles de la historia de nuestro país, recobrar la certidumbre del pacto constituyente. Porque todo es evitable, pero todo es lamentablemente posible.
*** Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos.