Por culpa del coronavirus (o gracias a él) parece que este 11 de septiembre no veremos a los nacionalistas catalanes jaleando a Otegi en las calles de Barcelona. No hay que descartar que, a cambio, de nuevo, le dejen rebuznar en TV3. Quien jalea a un violento está defendiendo la violencia.
Cuando Jordi Évole entrevistó a Otegi por primera vez, mientras le estrechaba la mano durante siete segundos, le dijo: “Arnaldo Otegi, tío, hostia, qué fuerte”. Por el contrario, cuando Évole fue entrevistado en El Hormiguero, afirmó sonriente: “Un hostión le vendría bien” (a Santiago Abascal).
Dejando a un lado la riqueza léxica del presentador, una parte de la sociedad ve con mejores ojos a un antiguo terrorista no arrepentido que a una antigua víctima, hoy convertido en un nacionalista español. Y no digamos lo que ocurre en el País Vasco, esa región enferma donde el partido que representa a los verdugos saca miles y miles de votos más que los partidos que representan a las víctimas.
Nunca entendí el aura de la violencia. En Berlín, a la casa del ensayista Enzensberger acudían personas de cualquier ideología: “Allí discutían, se peleaban y, si alguien hablaba de matar gente, le mostraba la puerta”. ¿Por qué a Otegi nunca le han mostrado la puerta del desprecio los nacionalistas catalanes? No pueden porque comparten un mismo odio, el odio a España, cuya destrucción desean con tanta vehemencia que les lleva incluso a justificar la violencia. (En TV3 también tratan como héroes a los terroristas de Terra Lliure).
El ser humano no nace violento, la violencia se aprende. Siendo un adolescente, viajé a Inglaterra con otros estudiantes valencianos y catalanes. Entre estos, recuerdo a un grupito en cuyas mochilas habían escrito: “Visca Terra Lliure”. De aquellos años (en los que Otegi andaba secuestrando y justificando asesinatos), recuerdo que me impresionó la imagen de un niño sentado a horcajadas sobre su padre, que le decía en una manifestación: “Grita ‘¡ETA, mátalos!’”. ¿Qué habrá sido de aquel pobre niño? O acabó en ETA o votando a Bildu —o ambas cosas a la vez—.
En las elecciones vascas de julio, los electores depositaban sus votos en aulas de primaria con mapas de la ficticia Euskal Herria. (En las próximas elecciones catalanas votarán con mapas de los falsos Països Catalans).
Según el Observatorio de Radicalización de Covite, el País Vasco y Navarra registran desde mediados de mayo el mayor rebrote de violencia callejera desde que dejó de matar ETA. Y según el Observatorio Cívico de la Violencia Política en Cataluña, el 96% de dicha violencia durante el segundo semestre de 2019 fue causada por independentistas.
Borges decía que no ha existido en la Historia ningún nacionalismo racional; yo me pregunto si ha existido alguno pacífico. Como los animales que somos, como los cazadores que fuimos, anidan en nuestro interior gotitas de violencia. Una de las distracciones de Moratín era ver a los ahorcados por las calles de Madrid; en Londres, a Dickens le repelía la multitud disfrutando con los ahorcamientos públicos; y en Washington D. C., la ejecución de los asesinos de Lincoln se convirtió en un espectáculo.
Borges decía que no ha existido en la Historia ningún nacionalismo racional; yo me pregunto si ha existido alguno pacífico
Si queremos entender mejor la vida de aquel misterioso ser llamado Jesucristo, es fundamental estudiar su relación con la violencia: ¿cómo veía a los zelotes, nacionalistas judíos que asesinaban a quienes colaboraban con los romanos? Según el teólogo José María González Ruiz, Jesús debió de sentir simpatía por ellos: “Los guerrilleros de la época. De sus doce discípulos, cuatro eran zelotes”. Sobre Cristo, añade González Ruiz: “Su denuncia profética fue violenta. Él increpó duramente a los dirigentes de aquella sociedad. Al jefe del Estado le llamó zorro”. Para Goethe, el cristianismo fue una revolución política que, fracasada, se hizo revolución moral.
Sea lo que fuere, es evidente que, al final, en el mensaje de Cristo se impuso la no violencia, que inspiraría a líderes como Gandhi. La lectura del Sermón de la Montaña le llegó “directamente al corazón”. La arrogancia de los funcionarios ingleses contribuyó a que Mahatma (hasta entonces un abogado educado en el Londres victoriano) llegase a ser el principal líder del nacionalismo revolucionario indio.
Mientras soldados de la India británica disparaban contra campesinos desarmados, mientras nacionalistas radicales indios disparaban sobre aquellos funcionarios, Gandhi —casi desnudo, descalzo— construía la resistencia pasiva promoviendo huelgas y boicots a los tejidos extranjeros, apelando al sufrimiento como único remedio, animando a sus compatriotas a ir a la cárcel por su país… Quería transformar el odio en amor mediante la autopurificación.
En Sudáfrica se daría de bruces con otra arrogancia: la de los afrikáneres, henchidos de prejuicios raciales. Un cuadro de Cristo presidía el bufete de Gandhi en Johannesburgo: “La orden de Jesús es inequívoca. Matar es siempre malo”. Rezaba, ayunaba e hilaba algodón con la rueca para que los más pobres trabajasen como hilanderos. La rueca también era un símbolo de unión entre hindúes y musulmanes; no obstante, seguían matándose unos a otros, centenares de miles de muertos (también niños). Deprimido, exclamaba Mahatma: “¡Qué vergüenza!”. El odio acabaría siendo más fuerte que el amor: un extremista hindú le metió tres balas en el corazón por “hacer el juego a los musulmanes”.
El mensaje de Gandhi fascinó a líderes como Martin Luther King: “Al ahondar en su filosofía pude ver que la doctrina cristiana del amor, al actuar de acuerdo con el método gandhiano de la no violencia, es una de las armas más potentes de que dispone un pueblo oprimido en su lucha por la libertad”. El reverendo Luther King se sabía de memoria la Biblia. Igual que Gandhi, recurrió a los boicots, bregó con desalientos, estuvo en la cárcel, defendió la hermandad con los diferentes —los blancos—, aunque soportase prejuicios raciales…
Luther King había tenido un sueño, que compartió con los asistentes a la Marcha sobre Washington en agosto del 63: “Sueño que mis cuatro hijos vivirán un día en un país donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad”. Era el mismo sueño de Nelson Mandela. En la fiesta que siguió a las primeras elecciones democráticas en Sudáfrica (primavera del 94), el nuevo presidente, mientras recordaba las oníricas palabras, dirigió una mirada cómplice a la viuda de King, Coretta.
Sin embargo, para Nelson Mandela la no violencia de Gandhi había dejado de ser un principio inviolable cuando fracasaron los discursos, las marchas, las huelgas, los encarcelamientos voluntarios... Justificando el uso de la violencia en distintos momentos de su vida, Mandela cuenta en sus memorias que King pudo ser pacífico porque luchó en condiciones muy distintas a las suyas: “Los Estados Unidos de América eran una democracia con garantías constitucionales para la igualdad de derechos que protegían las protestas no violentas”.
El mundo del siglo XXI desciende de valores racionales de la Ilustración. El nacionalismo, de valores sentimentales del Romanticismo
A sabiendas o sin saberlo miente Mandela: en los Estados Unidos que conoció Luther King no eran juzgadas las torturas policiales que sufrían los negros; a uno de los compañeros de King lo asesinó un miembro del Consejo de Ciudadanos Blancos; otro supremacista blanco, este del Ku Klux Klan, puso una bomba en una iglesia de Alabama, matando a cuatro niñas negras; el propio Martin padeció coacciones policiales antes de que un supremacista blanco le metiera una bala en la garganta…
En ese contexto de represión y tardanza en derogar las leyes segregacionistas del Sur, otros como el nacionalista negro Malcolm X sí preconizaron la violencia: “El nacionalismo trae libertad a las gentes oprimidas del mundo […]. Unámonos, y si esto es lo que quiere el negro, unámonos a él. Enseñémosle a entrar en conflicto. Enseñémosle a luchar”. Liderados por Malcolm X, los Musulmanes Negros, partiendo de siglos de esclavitud, se vanagloriaban de sus prejuicios raciales contra los blancos.
Jesucristo, Gandhi y Luther King fueron personajes admirables: cercados por la violencia, la rechazaron. Los nacionalistas vascos y catalanes que jalean terroristas y matones de barrio son personas infames: cobijados por una democracia, justifican la violencia en mayor o menor grado. El día que escribo estas líneas leo en Crónica Global: “Fran, forzado a cerrar su bar en Girona por colgar una bandera española tras el acoso de independentistas, medios nacionalistas y el vacío del Ayuntamiento”.
Nelson Mandela se definía como un nacionalista sudafricano que abogaba por una sociedad no racista. Al final de El largo camino hacia la libertad explica: “El aura de la lucha armada tenía un gran significado para mucha gente […]. Entregaríamos nuestras armas solo cuando formáramos parte del Gobierno que debía hacerse cargo de ellas”.
En la contienda contra la inhumana Sudáfrica del apartheid se puede llegar a comprender la tentación por la vía violenta; de la misma manera que se podía comprender en Estados Unidos a mediados del siglo pasado. En la España democrática de los últimos cuarenta años, tan descentralizada, no hay comprensión posible hacia esa vía, sino desprecio. Por si fuera poco, algunos líderes nacionalistas catalanes y vascos han comparado la España actual con aquella Sudáfrica, y a ellos mismos con Gandhi, Luther King o Mandela.
El mundo globalizado del siglo XXI desciende de los valores racionales de la Ilustración. El nacionalismo, descendiente de los valores sentimentales del Romanticismo, supone hoy una fanática involución (desde la raza hasta el linaje y la pureza de sangre). Hace siglos, atraídos por lo salvaje y lo desconocido, muchos romanos soñaban con ser bárbaros. Por desgracia, en política la razón ilustrada seduce menos que los sentimientos, igual que la rutinaria democracia tiene menos adeptos que proyectos racistas disfrazados de utopías revolucionarias. Nunca entendí el aura de la violencia, idolatrar a personajes sanguinarios como el Che Guevara, espejo de Mandela, comunistas y proetarras.
Racional, de vocación ilustrada, defensor de una democracia de ciudadanos por encima de identidades, hastiado de la intolerancia y la manipulación de tantos nacionalistas, me retiro a mi biblioteca y, siguiendo el consejo del profesor Fernando Rodríguez Lafuente, renuncio al ruido en busca de la leve contundencia de los pensamientos.
*** José Blasco del Álamo es escritor y periodista.