Estoy convencido que más de la mitad de los nuevos pensantes que opinan sobre el papel de Martín Villa en la Transición y en los hechos por los que se le juzga en Argentina, no tenían ni idea de quién era hasta hace medio telediario. Pero la neomelancolía que se ha apropiado compulsivamente de una parte significativa de la izquierda sociológica de este país, ha impedido que se haga un juicio racional sobre el papel de Martín Villa en aquellos críticos días de nuestra historia reciente. La izquierda ha aprovechado el proceso para convertir en causa general todo el periodo de la transición democrática, como una suerte de desquite tardío de quienes se sumaron al cambio de régimen con indolencia y aprensión.
Cuando una nación como España combina los conceptos de memoria, democracia e historia, nada positivo puede suceder. La memoria es subjetividad, la historia es objetividad y la democracia es axiología. Siendo así, cualquier aleación de estos términos constituye una trituradora racional, pero también emocional.
Si la memoria se compone de un doble plano de subjetividad, la que dimana del subconsciente y la que subyace en el pensamiento, apenas aporta el recuerdo valor constituyente a la neutralidad del hecho histórico. Así todo, la épica del relato ha reemplazado a la ética del pensamiento basado en la razón, y la Transición ha cedido ante la tradición consuetudinaria de negarnos como país. Frente a la esperanza como mensaje de una Transición ejemplar, la izquierda cabalga a lomos de una visión trágica de la vida, la del pasado, como un exorcismo que autojustifica su razón de ser actual. Grave error histórico.
Hay que reconocer que donde la derecha española renunció a librar la batalla cultural, la izquierda se apropió de la melancolía. Tanto es así que en los meses que llevo en el Congreso he tenido que ver cómo se tramitaban diferentes leyes-manifiesto cuyo único objetivo era articular normativamente el pasado. Esa izquierda rampante tributaria de Fráncfort y de su escuela, apostó por la diversidad, por la colectivización de la sociedad y por la revisión a su antojo del pasado hasta crear una narración idealizada. Una narración basada en exhumar la "guerra de los cementerios" con el objetivo de que los vivos no olviden que hay dos Españas: la suya y la otra.
Entre todos los virus que nos asolan, no es el menor el del aniquilamiento del espíritu de la Transición
España tiene una tendencia crónica a negarse a sí misma, entre el indigenismo nacionalista y el revisionismo socialista. Pasión por el pasado y renuncia al futuro, que da pie a ese fenómeno tan perturbador que es el declinismo. España vive su propio brexit cuando optamos por exiliarnos de nosotros mismos, huyendo de nuestro pasado real, de nuestra voluntad de concordia, de nuestro espíritu de superación del cainismo. Es el final de la utopía como búsqueda de un futuro mejor para censarse en el domicilio de la retrotropía, concepto acuñado por el sobrevalorado Bauman.
En cambio, el minusvalorado Vázquez Montalbán de aquella Cataluña socialista incinerada por el pragmatismo de la izquierda presente, ya lo anticipó cuando señaló que aquel tiempo, el de la Transición, "fue muy cruel para los partidarios de la memoria como el único paisaje en el que son posibles los deseos". Años después, se ha hecho realidad la profecía de Vázquez Montalbán, y la crueldad ha mutado en oportunidad. Una oportunidad que aleja indefectiblemente a la España real de la España oficial. La España que rechazó el revanchismo eterno para sustituirlo por una paz perpetua, como señalaba Kant.
Martín Villa sigue vivo para dar cuenta de los hechos de los que se le acusa. Será él quien aporte su testimonio. Pero no puede negarse que, tras este procedimiento judicial, hay una instrucción mendaz y oportunista. Una causa general contra aquellos años, contra el espíritu de la Transición, por parte de quienes desde la izquierda derrotada por un pensamiento declinante piensan que pueden cebar el sentimentalismo de los nuevos lectores de historia reescrita. Exacerban así la memoria histórica, este gran contrasentido semántico, para dar una respuesta ideológica sobre el pasado que consolide el proyecto de una izquierda heredera de la peor tradición propagandística.
Porque la memoria no es vacío, pero la memoria no puede ser selectiva, ni siquiera el olvido. Por eso, no hay que exhumar el sentido agónico de la culpa, aquella culpa que hace campo de batalla en los cementerios españoles y hasta en las cunetas. Aquello ocurrió, en efecto, como también fue la Transición. Y entre todos los virus que nos asolan ahora, no es el menor el de la desafección colectiva y el del aniquilamiento del espíritu de la Transición. El único espíritu que nos hace libres e iguales.
*** Mario Garcés es diputado del PP por Huesca, portavoz adjunto del Grupo Parlamentario Popular y coordinador de asuntos económicos.