Hace unos días, Amazon retiró, a instancias del Ministerio de Consumo, una serie de juguetes sexuales destinados a pedófilos. Los artículos ahora prohibidos son réplicas anatómicas de menores que, previsiblemente, estarían destinadas a satisfacer las terribles inclinaciones sexuales de personas capaces de sentir atracción sexual por semejantes artilugios.
La propia enunciación de la noticia genera escalofríos por cuanto nos permite imaginar inclinaciones tan sórdidas y terribles que, necesariamente, entrañan una atracción por ciertas formas de violencia sobre sujetos tan sumamente vulnerables como son los menores.
En el clima de volatilidad emocional en que vivimos, la retirada de estos artículos tan siniestros ha servido para propiciar un debate tan políticamente inane como fascinante en términos teóricos. Mientras algunos políticos del Gobierno han celebrado la retirada de estos objetos, varios analistas se han dispuesto a defender su venta, disponiendo argumentos a favor de una tesis tan ruidosa como contraintuitiva.
El razonamiento podría resumirse del siguiente modo: si un pedófilo siente una inclinación sexual no elegida y por ende no imputable por sujetos menores de edad, y un juguete sexual le sirve para satisfacer esa querencia sexual moralmente neutra, no hay motivos para prohibirlo. Además, al no existir ningún bien jurídico protegido (un muñeco no lo es) y al no contar con evidencias que permitan establecer una relación causal entre el uso juguetes sexuales para pedófilos y la práctica real de la pederastia, no existirían razones vinculantes para retirar estos artículos.
Es más, podríamos estirar la goma y destacar que estos juguetes podrían servir para canalizar las pulsiones sexuales de los pedófilos (o pedófilas), lo que redundaría en una menor incidencia criminal. Suena repugnante, pero en términos puramente argumentales parece perfecto sobre el papel, ¿no es cierto? Veamos.
En el ámbito moral hay intuiciones que operan una función semejante a la que desempeñan los axiomas en matemáticas
El argumento parece robusto e incluso parece protegerse bajo aparentes conquistas políticas que nadie mínimamente liberal estaría dispuesto a rebatir. El deseo sexual no debe someterse a criterios morales —con permiso de los conservadores— y las inclinaciones no elegidas no pueden ser objeto de imputación y tendrían una significatividad ética semejante a la de una arritmia.
En principio toda forma de placer sexual es legítima siempre y cuando no atente contra libertad de otro ser humano. El razonamiento se antoja tan poderoso como paradójica es su conclusión lo que, sin duda, convierte esta disputa en un ejemplo paradigmático de los dilemas que solemos emplear los profesores de filosofía moral para inducir un debate incendiario en el aula.
Lo primero que cabría decir es que existen determinadas prohibiciones que no asisten simplemente a la defensa de un bien jurídico concreto e inmediatamente visible. Que yo no pueda ir a una clínica y solicitar que me amputen un brazo por placer o que no pueda casarme con mi hermana son dos prohibiciones que, desde un uso argumental puramente racional y analítico, podrían rebatirse con cierta facilidad. Este tipo de prohibiciones se justifican en la medida en que asientan y refuerzan una serie de intuiciones que preservan la identidad moral de nuestra comunidad.
Los tabúes tienen una función perfectamente razonable a la hora de cohesionar colectivamente a un grupo. O dicho de otra manera: hay prohibiciones cuya única función es recordarnos el consenso sobre su prescripción. No es tan extraño, en el ámbito moral hay intuiciones que operan una función semejante a la que desempeñan los axiomas en matemáticas: no pueden demostrarse, pero su validez sirve de fundamento para cualquier demostración ulterior.
Hay otra tentación. El caso de la retirada de los juguetes sexuales para pedófilos podría ponerse en continuidad con una larga tradición de ficciones delictivas. La historia de los crímenes “fingidos” es tan antigua como el teatro y la legislación de los simulacros criminales podría seguir generando paradojas fecundas si nuestro propósito fuera, simplemente, recrearnos en las paradojas de la razón.
Si esos juguetes tuvieran función terapéutica no debería ser Amazon el canal de libre acceso a tan inquietante mercancía
Así, habrá quien falazmente equipare estos muñecos con la representación de delitos que podemos encontrar en el arte, en la literatura o en los juegos infantiles. Es más, el terreno de la realidad virtual aun nos brinda nuevos ejemplos y podríamos epatar sin descanso a nuestros contertulios si les preguntásemos, por ejemplo, si debería ser legal un videojuego en el que fuera posible ejercer agresiones sexuales sobre mujeres. He aquí otra paradoja de la razón: ¿si podemos descabezar personas en un videojuego por qué no vamos a poder perpetrar violaciones? ¿Por qué prohibir, entonces, la violación y no así el asesinato en los videojuegos?
Creo que este tipo de ejercicios argumentales tienen un valor retórico y hasta pedagógico, pero también estoy convencido de que estas argucias suelen rendir resultados políticamente tramposos. Afortunadamente los videojuegos con violaciones o los juguetes sexuales de los pedófilos no están entre los principales problemas de los españoles, por más que haya quien se entretiene buscándole las costuras a estos argumentos.
Estas paradojas suelen escamotear alguna falacia invisible y, en demasiadas ocasiones, tienden a ser depositarias del ingenio narcisista de quien las formula. Para prohibir la comercialización de juguetes sexuales para pedófilos bastaría con trasladar la carga de la prueba a quienes sostienen que no hay relación causal entre el uso de estos dispositivos y los crímenes pederastas.
Es tal la imponderabilidad de los bienes que compiten en este dilema —la inviolabilidad de un niño frente al placer sexual de un sujeto o el derecho al comercio de un fabricante— que creo que existen argumentos más que definitivos no sólo para celebrar la medida, sino para refrendar nuestra intuición moral compartida. Parece claro, por lo demás, que si algún estudio evidenciara que estos juguetes pudieran tener una función terapéutica no debería ser Amazon el canal de libre acceso a esta inquietante mercancía.
Ciertamente, el derecho a desarrollar libremente la sexualidad de los pedófilos parece ser un bien muy escaso si en contra situamos el eventual riesgo al que podríamos someter a un menor. Y por cierto, puede que este no sea más que otro ejemplo de cómo en determinados conflictos morales las intuiciones prudenciales son nuestro mejor aliado. Hagan caso a Sócrates: los sofistas son astutos y fascinantes, por eso hay que sospechar de ellos.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.