Las ciencias de la naturaleza humana han puesto de relieve en los últimos decenios cómo se conforma nuestro pensamiento y cómo nuestras emociones y creencias nos mediatizan. Entre ellas, la ideología interfiere de forma notable en nuestra capacidad de juicio, es decir, en las pretensiones de equidistancia que requieren los análisis certeros de la realidad. En otras palabras, los sesgos cognitivos nos conducen de forma inconsciente hacia metas prefijadas, un laberinto sin salida que secuestra nuestro pensamiento racional.
¿Por qué tenemos tantas limitaciones? Muchas se originan en los procesos evolutivos del cerebro humano, que se formó engastando los circuitos neuronales más modernos sobre los más remotos. De ahí, por ejemplo, que nuestro sentido numérico siga siendo el de los cazadores-recolectores. Los animales, los enemigos o los frutos se contaban 1, 2, 3, como mecanismo de supervivencia en el reducido mundo tribal. Sin embargo, los números desorbitados y la estadística nos desconciertan, ya que nunca los precisamos en nuestra evolución. Salvo entrenamiento concienzudo, la mayoría de las personas se dejan llevar por esta ilusión de conocimiento alejada de los hechos, engañada por un sistema innato inútil y distorsionador en el siglo de las cifras que viajan a velocidades lumínicas.
Así pues, mientras nuestra fisiología camina a paso darwinista nuestro mundo avanza muy rápido, y los seres humanos cada vez tienen menos tiempo para pensar despacio, como nos sugiere el nobel Daniel Kanheman. Si no cavilamos con calma y profundidad el pensamiento queda condenado por la heurística de disponibilidad: las decisiones de una mente que juzga los hechos con la información segregada por una memoria selectiva, que sólo recuerda las emociones profundas y los hechos más recientes.
Dicho de otro modo, ante la imposibilidad de retener la infinidad de estímulos que recibimos a cada instante, el sistema de patrones de reconocimiento de nuestro cerebro decide con los ejemplos que recluta con mayor rapidez. Es decir, no con lo más relevante, sino con lo que más nos impresiona y lo más cercano, importe o no para la solución de un problema o para el juicio de una controversia. Y no hay muchos casos que sigan el ejemplo del famoso biólogo genetista Richard Dawkins, autor de El gen egoísta, que protestó contra el referéndum del brexit por su incapacidad para juzgar las intrincadísimas implicaciones de una decisión de calibre continental.
La afiliación a una u otra tendencia política viene determinada en muchas ocasiones por la identidad de grupo
Se impone así la ignorancia individual, puesto que pocas personas son capaces de reconocer sus limitaciones, encerradas como están -además- en la cámara de resonancia de círculos con ideas afines, asimismo alimentados por medios y redes sociales también sesgados en su igual sentido.
Tenemos incrustado el impulso biológico de millones de años para conectar con otros congéneres y activar los sistemas de recompensas cerebrales en pareja, familia y grupos más numerosos de cualquier ámbito. De forma instintiva, buscamos opiniones como la nuestra, ya que sentimos - ¡otra vez las emociones! - la necesidad psicológica básica de ser aceptado.
A través de este cauce se propagan los forofos políticos, pues la afiliación a una u otra tendencia viene determinada en muchas ocasiones por la identidad de grupo, que decide, en gran medida, la forma en la que votamos.
La orientación partidista se transmite con frecuencia de padres a hijos y en otros casos está relacionada con la socialización, por lo que muchas personas experimentan un sentimiento de traición a sus familiares, colegas o grupo étnico cuando su razón los dirige hacia diferentes opciones ideológicas de las tradicionales. Y, al contrario, con cada refuerzo liberamos dopamina y recibimos las sensaciones placenteras subsiguientes. En resumen, nuestro pensamiento es más grupal-comunitario que individual-racionalista y nos aferramos a los puntos de vista grupales por lealtad, sin cuestionarlos, salvo en raras ocasiones. (Sloman, Fernbach y Harari, 2017).
Quizás usted no sepa cómo funcionan los mecanismos de placer citados, innatos y adictivos. Sin embargo, los responsables de los partidos políticos y de la información que circula a través de las redes sociales y los medios de nuevo cuño -alejados de las reglas del periodismo clásico- lo conocen muy bien, porque su negocio consiste en captar su atención. Se lucran a su costa y le condicionan enviándole una y otra vez noticias de su cuerda, parciales y sin contrastar, cuando no directamente falsas, pero siempre y sólo las que quieren escuchar: los algoritmos que lo deciden nunca fallan.
De forma inconsciente, nos podemos convertir en fanáticos en busca de experiencias que reafirmen nuestra fe
Un estudio reciente del MIT demostró que los bulos viajan por Twitter seis veces con más rapidez, amplitud, lejanía y profundidad que las noticias verdaderas, aunque quizás sorprenda aún más saber que las máquinas comienzan la cascada y los humanos generan el maremoto con su continuo retuitear. Sin defensa alguna, de forma inconsciente, igual que cualquier adicto al tabaco, al azúcar o a las drogas, nos podemos convertir en fanáticos ideológicos en busca de experiencias que reafirmen nuestra fe, como los idólatras musicales y los hinchas deportivos. Hoy ya sabemos que la adrenalina sube y baja de igual forma en una noche electoral que en una final de la Champions.
Una vez que uno se ha subido al carro de la demagogia ideológica de la izquierda o de la derecha, el asunto tiene poca vuelta atrás, porque la capacidad de reacción de nuestra racionalidad está limitada a fracciones de segundo, según mostró el famoso experimento de Benjamin Libet.
Quizás piense que esta historia no va con usted, pero no olvide que la ciencia acredita que, cuando intentamos sortear el instinto y las emociones para transitar por el análisis, nuestro pensamiento -¡además!- es boicoteado por la evaluación sesgada (hallar grietas en los argumentos de nuestra opinión preferida, pero obviarlas y continuar reforzando las evidencias que la soportan); el razonamiento motivado (conducir los argumentos en nuestro beneficio en lugar del camino hasta donde nos lleven); el sesgo auto explicativo, el de barrer siempre para casa; la búsqueda del chivo expiatorio, que forma parte del sentido moral del ser humano; y el de atenuación afectiva, porque cualquier tiempo pasado fue mejor. A menos que se esfuerce con horas de estudio, su polarización está en marcha.
Los relatos ayudaron a los pueblos a rememorar a nuestros antepasados, a trasmitir mitos y leyendas o a explicar lo que no entendían, sin ir más lejos el orden planetario, el funcionamiento del cuerpo o si nuestra estancia por estos lares tenía algún sentido. Incluso de dónde emanaba el poder; si de la Naturaleza, los dioses, el pueblo o las ideologías. Hoy, la Física y las diferentes ciencias de la naturaleza humana han abierto un universo de conocimiento acerca de cómo pensamos, y que nos revela cómo y por qué seguimos creyendo en lo que no existe. También en política.
*** José Luis Llorente es abogado y deportista profesional.