Están en el Gobierno, lo que no soñaban con conseguir cuando en diciembre de 2015 se despeñaron electoralmente con dos escaños en el Congreso de los Diputados, pero van camino del suicidio como formaciones políticas si tanto Alberto Garzón como Enrique Santiago consiguen la disolución de ambas siglas dentro de Unidas Podemos.
En la izquierda que aglutinó el viejo Partido Comunista de Santiago Carrillo y Gerardo Iglesias ya no guardan ni las formas. Las peleas que se mantienen en el interior de Izquierda Unida -parecidas a las que tienen lugar dentro de Unidas Podemos- se revisten de carácter ideológico, y hasta apelan a la estrategia, como en el caso de Andalucia con Teresa Rodríguez, pero son pura y llanamente de carácter laboral y personal.
Laboral en la medida que los que están en los puestos y cargos se aferran a ellos para no irse al paro. Están pensando a medio plazo, cuando se convoquen de nuevo elecciones, haya que elegir las listas y aparezca el fantasma del viejo paro y la falta de los cómodos ingresos que proporciona la vida política.
Personal por los egoísmos suicidas que representan: sospechas personales, venganzas internas, miedos ante un futuro que ellos mismos se han encargado de reducir a la nada, por la política de péndulo que llevan practicando desde que Julio Anguita vió en sus pactos no escritos con el PP de José María Aznar un camino para lograr el sorpasso sobre el socialismo de Felipe González. Algo que consiguieron los nuevos comunistas italianos gracias a las acusaciones del juez Di Pietro y a las corrupciones socialistas de Bettino Craxi.
Podemos, la denostada Podemos de Pablo Iglesias y compañía que causaba pesadillas, fue la respuesta ciudadana y profesional a la falta de coherencia y abandono de lo que hace treinta años aparecía en el manual del comunista perfecto: ser la vanguardia de la clase obrera para llevar a ésta al poder.
De dura y tensionada vanguardia, los afanados lectores de Althusser y Gramsci pasaron a ser la cómoda y satisfecha retaguardia de los socialistas y de los populares, según se terciaba. Un camino hacia el hipotético poder que resultó enterrado por la escasez de votos y la propia fórmula electoral de la Ley D'Hont.
Estuvieron con el PSOE de Susana Díaz en Andalucia y de Emiliano García Page en Castilla-La Mancha, pero también con el PP de Monago en Extremadura. Mientras hacían declaraciones contra el secesionismo de Artur Mas y Oriol Junqueras en Madrid, no dudaban en sumarse a los referéndums con ese objetivo que planteaban las fuerzas independentistas en Cataluña. No es que sus sucesores hayan cambiado mucho, tan sólo de nombre y sin la palabra comunismo escrita en sus siglas.
Años de alejamiento de sus bases, les costó a Frutos, Lara y Llamazares ser reemplazados por un desconocido Garzón
La Izquierda Unida que llevó a su máxima expresión Julio Anguita estuvo a punto de convertirse en extraparlamentaria mientras las ideas de regeneración y combate contra el neoliberalismo se expandían en otras organizaciones sin pasado nacidas al calor de las aulas universitarias, y a través de las concentraciones del 15-M. Sus dirigentes podían afirmar y presumir de ello pues su trabajo les había costado.
Años de esfuerzo y de fuerte alejamiento de sus bases en particular, y de la sociedad española en general, les costó a Francisco Frutos, a Cayo Lara y a Gaspar Llamazares, sus puestos y el ser reemplazados en 2016 por un hasta entonces desconocido Alberto Garzón, elegido como coordinador general de IU en una votación en la que apenas participó el 40% de los militantes.
Querer explicar la crisis de la izquierda, tanto la del PSOE como la de Izquierda Unida y el PCE, desde que los socialistas perdieran el poder en 2011, simplemente por la estrategia que el asesor del PP, Pedro Arriola, habría conseguido inculcar a los herederos de José María Aznar, basada en la necesidad de cuartear a la oposición en base a los apoyos iniciales y mediáticos que se dieron a Podemos, sobre todo en la televisión, es demasiado ramplón.
Como toda verdad a medias funcionó al principio y se comprobó que del centro a la izquierda aparecían y se disputaban los votos hasta cinco formaciones, mientras que del centro a la derecha solo estaban los populares, y no se veía con ninguna preocupación los estertores de UPyD, y los balbuceos de Ciudadanos. Vox no estaba en aquel mapa que estudiaban a diario desde la sede central del PP en la madrileña calle Génova.
Los dirigentes de IU y del PCE, a semejanza de lo que ocurría dentro del socialismo de Joaquín Almunia y Alfredo Pérez Rubalcaba, sufríeron de auténtica miopía, una forma de evitar la autocrítica y de mantener las estructuras y las personas que dirigían las dos organizaciones. Cada palo que aguante su vela, que diría un clásico.
Pasados los años en los que desde Izquierda Unida se achacaba a Podemos y su populismo todos los males que padecía esa parte de la izquierda española -que no era sino una forma de evasión y de no buscar la raíz del mal en su interior- se alargó la enfermedad infantil que padecía, con la consiguiente pérdida de sus valores políticos, sociales y éticos iniciales. Así llegó la brutal caída de 2016, el momento de la autocrítica.
Cayo Lara había llegado cargado de buenas intenciones, pero demasiado tarde y en malas circunstancias
Dejarse llevar por la molicie y los puestos oficiales con su correspondiente soldada era muy mal camino y chocaba contra el muro de los votantes. Cayo Lara había llegado cargado de buenas intenciones, pero demasiado tarde y en malas circunstancias. Si Podemos no hubiera nacido bajo el impulso de Pablo Iglesias, Iñigo Errejón y el resto de compañeros universitarios, y conseguido en las elecciones europeas millón y medio de votos, el futuro del PCE y de IU habría sido muy distinto.
La realidad es siempre tozuda y lo que hicieron los dirigentes de la nueva formación, todos ellos salidos del gran paraguas de las distintas familias del marxismo español, fue dejar al desnudo las vergüenzas de los que, en otro momento, serían sus compañeros ideológicos, tanto a nivel nacional como en comunidades autónomas y ayuntamientos.
El mejor retrato de lo que sucedió hace cuatro años y lo que está sucediendo en este final de 2020 tanto en Izquierda Unida como en el PCE está en Madrid: en la historia de esa izquierda quedan los intentos de Ángel Pérez y Gregorio Gordo para matar políticamente a Tania Sánchez, que aparecía como la referencia de una nueva generación. Otro sueño roto meses más tarde, también por las relaciones personales que dejaban a un lado las referencias y objetivos comunes en el ámbito poítico.
Sánchez, compañera sentimental de Pablo Iglesias, se marchó con sus fieles e inició el trasvase, primero bajo la fórmula de Ganemos, como primer paso para llegar a Podemos y hacer buena la política de almohada. El relato político desde entonces se redacta con otros criterios, sobre todo tras conseguir cinco asientos en el Consejo de Ministros ante la urgente necesidad de un secretario general del PSOE que ya se había sentado en el gran sillón de la Moncloa y no quería abandonarlo.
Para terminar de llenar el vaso de los disparates que ha estado haciendo la izquierda, hay que contar con la actitud de los sindicatos llamados de clase, UGT y CCOO, que se entregaron al poder hace muchos años por la perseverante labor de zapa de Felipe González, y a los que les cuesta un gran esfuerzo con sus nuevos dirigentes, Pepe Álvarez y Unai Sordo, recuperar el papel que tuvieron al inicio del actual periodo democrático.
No será por falta de temas a abordar en la esfera económica y social, con una decisión previa que es difícil de decir y aún más de ejecutar: tienen que distanciarse de manera radical del actual gobierno y de las dos fuerzas políticas que lo componen. Sin independencia mantendrán sus estructuras pero no la influencia que tuvieron en los, para ellos, dorados años de la Transición.
*** Raúl Heras es periodista.