Escribo estas líneas embriagado por la alegría de acabar este funesto 2020 y con el pesar que me provoca pensar en lo que nos podría esperar durante el inicio de un esperanzador año 2021 si no tomamos medidas urgentes y contundentes para cortar la cadena de transmisión de la Covid-19 y frenar su actual expansión. Un oxímoron en toda regla que fusiona las sensaciones para dejar como poso un sentimiento de angustia por lo que podría venir en las próximas semanas.
La primera oleada, en primavera, nos pilló por sorpresa. Sin saber cómo diagnosticar y atender a los pacientes, y con falta de recursos por la plétora de enfermos que requirieron asistencia en los hospitales. Algo que no nos permitió dedicarnos a otra cosa más que a salvar a los que podíamos.
En la segunda ola, que se conformó en verano y que estalló en otoño, sabíamos mucho más sobre la prevención y los medios diagnósticos y terapéuticos. Conseguimos, a pesar de nuestros errores –que se han traducido en 20.000 muertos–, adivinar el comportamiento y la evolución del virus.
Se dan los ingredientes para una tormenta perfecta y la realidad es que cuando el virus revira, no sabemos cómo pararlo
Desde mediados de diciembre, por esos cambios caprichosos que tiene la Covid-19, y tras varias semanas de mejora en los datos de incidencia, el virus ha vuelto a modificar su comportamiento al alza, gestando una tercera ola potenciada por las interacciones sociales de estas fechas: puentes y Navidades. Esto podría derivar en un inicio de año que deje las dos anteriores olas en un aperitivo.
Se dan los ingredientes para una tormenta perfecta y la realidad es que cuando el virus revira, no sabemos cómo pararlo. Estamos en manos de sus espículas y llegará hasta donde él quiera, si no ponemos remedio.
A todo esto hay que añadir los efectos colaterales sobre el resto de patologías. La Covid-19 ha incrementado hasta niveles inasumibles las listas de espera para pruebas diagnósticas. Ya hay informes, además, que dicen que este año se ha diagnosticado un 15% menos de pacientes con cáncer y que la mortalidad del infarto se ha duplicado.
El problema para la conciencia de quien dependan las medidas oportunas es que, además de saber mucho más sobre el virus y poder prever su evolución con más o menos exactitud, tenemos la solución definitiva contra él, es decir la vacuna, a la vuelta de la esquina. En marzo no sabíamos hasta cuándo iba a durar la crisis. Pero ahora tenemos la más que probable certeza de que en unos meses habremos podido controlar el virus y erradicar la enfermedad.
Sabemos que, de cada 1.000 contagiados, aproximadamente 200 tienen síntomas, 40 son ingresados y ocho acaban falleciendo. Si son 10.000, serán 80 los difuntos, y así progresivamente. Sabemos, y está demostrado, que lo único que detiene el avance del virus cuando se torna más contagioso son las restricciones de movilidad más duras: el confinamiento. Y también hemos aprendido que, a pesar de tratar de hacer prevalecer la economía sobre la salud, cuando vivimos una crisis sanitaria como esta, el consumo acaba cayendo si el sistema sanitario es incapaz de contener la enfermedad. Y ahí están para demostrarlo los puntos del PIB que vamos a perder en comparación con el año pasado. A pesar de, insisto, poner la economía por delante de la salud.
No valdrá lavarse las manos ni mirar para otro lado cuando lleguen de nuevo las centenas de fallecidos diarios
En el mito de Casandra, el dios Apolo, enamorado de ella, le concede el don de la profecía a cambio de que se acueste con él. Ella acepta el don, pero no se entrega, y Apolo la condena haciendo que nadie la crea.
Casandra es la imagen de las predicciones pesimistas hechas realidad. El problema es que en esta ocasión hay muchas Casandras avisando de lo que puede ocurrir. Y entre ellas, miles de sanitarios que empiezan a ver cómo se incrementa la presión hospitalaria. Y eso a pesar de que todavía no se perciben los efectos de las Navidades. Pero nadie parece estar dispuesto a hacer lo necesario para detener la expansión del virus.
No valdrá lavarse las manos ni mirar para otro lado cuando lleguen de nuevo las centenas de fallecidos diarios. Tampoco sirve negar una realidad que nos come esperando que la fortuna haga que las cosas se reconduzcan por sí solas, ni tratar de ser el más listo de la clase proponiendo medidas, a ver si funcionan.
Ya no hay excusa para los errores y hay que ir a lo seguro. Este año que acaba hemos vivido los acontecimientos más trágicos en los últimos cincuenta años en nuestro país y en el mundo. Más allá de apelar a la responsabilidad individual, el Estado tiene el deber de proteger a la población, la vida de sus conciudadanos, de una amenaza que debería gestionarse como si fuera contra la Seguridad Nacional.
El año 2021 es el año en que realmente saldremos del pozo hacia una luz que nos va a permitir recuperar nuestra vida normal. La esperanza, a fin de cuentas, de sobrevivir a esta pandemia. Lo justo y lo razonable es que esa luz la pueda llegar a ver el máximo número de ciudadanos posible. Y la cuesta de enero viene muy empinada.
Al final no es una cuestión de política, sino de ética. Y, por supuesto, de conciencia.
***Juan Abarca Cidón es presidente de HM Hospitales.