En América Latina, los augurios para 2020 eran malos ya desde noviembre de 2019, cuando muchos países de la región enfrentaban enormes movilizaciones sociales que ponían en aprietos a gobiernos de distinto signo. La economía consolidaba su tendencia descendente y los grandes desafíos de la región, como la situación de Venezuela, no daban señales de mejora.
La tónica que dominó las protestas de finales de 2019, a pesar de sus muy diversas motivaciones, fue el hartazgo. En la movilización se enlazaron demandas variopintas de muchos sectores sociales que, en general, acusaban el cansancio frente a gobiernos incapaces de estar a la altura de las demandas de los ciudadanos. Valga el ejemplo de Chile, del reclamo por el aumento de la tarifa del metro se llegó a la necesidad de hacer una nueva Constitución.
No es cuestión de oportunismo. Es que la mala calidad de los sistemas de transporte urbano es un gran reflejo de la baja calidad de la política de América Latina. Millones de ciudadanos han accedido a una mal llamada clase media que poco tiene que ver con lo que supone esta categoría en los países del norte global. No reciben servicios de calidad; se sienten castigados fiscalmente frente a los grandes capitales; no cuentan con garantías para suplir su enorme vulnerabilidad; y el desgaste en su relación con la política es cada vez más acusado.
El riesgo de volver a la pobreza es el pan de cada día ante las contingencias comunes. Una pandemia mundial que obliga al confinamiento es un obstáculo insalvable.
La caída de la economía regional alcanza el -7,7%. El futuro es sombrío
2021 tampoco es un año de buenos augurios. A los desafíos estructurales y la inestabilidad de finales de 2019 se suman las terribles consecuencias de la pandemia. Además de los más de 500.000 muertos, 16 millones de personas más han caído en la pobreza según la CEPAL. El 97% de los niños perdieron la mayor parte del año académico y muchos aún no regresan a la escuela. Más aún, la caída de la economía regional alcanza el -7,7%. El futuro es sombrío.
Además, si de hartazgo se trata, nada más pesado que todas las restricciones sobrevenidas con el desesperado intento de control de la Covid-19, especialmente para aquellos a los que la disyuntiva suponía cumplir y perder todos los ingresos o enfermar. Los juiciosos oficios de Estados que se anticiparon a la llegada del virus con cierres y confinamientos dieron paso a situaciones de tensión entre los desposeídos por la pandemia y las autoridades que intentaban controlarlos sin suficientes recursos sociales.
Según el reciente informe de IDEA Internacional, durante 2020 en América Latina se ha producido una erosión creciente de las tendencias democráticas en la región causada entre otras por: el aplazamiento de procesos electorales; el uso excesivo de la fuerza policial para hacer cumplir las restricciones puestas en marcha para frenar la pandemia; el uso de militares para realizar tareas civiles; el aumento en la desigualdad de género; los nuevos riesgos para los grupos vulnerables; las restricciones a la libertad de expresión; la extralimitación ejecutiva; la supervisión parlamentaria reducida; la polarización política y el enfrentamiento entre instituciones democráticas; y finalmente, el rechazo ciudadano a las formas tradicionales de representación política. En el diagnóstico de este deterioro coinciden otras organizaciones como Freedom House.
La aceptación de los gobiernos fluctuó tanto como las curvas de contagios. La evidencia sugiere que los ciudadanos tienden a castigar a los gobernantes en función al desempeño del ciclo económico más que a su propia capacidad de gestión. En el marco de una recesión creciente y agravada, y ante la errática respuesta a un virus desconocido, los sistemas hiperpresidencialistas tienden a exagerar la ruptura con sus gobernantes.
Las elecciones son una válvula que permite gestionar la tensión y que da la oportunidad para que los partidos busquen una nueva sintonía ciudadana
Los desafíos para el año entrante son muchos y muy graves. La vacunación de los ciudadanos contra el coronavirus será una prueba de fuego añadida, y ya es motivo de preocupación la posible exclusión de colectivos vulnerables. El segundo desafío será la falta de capacidad financiera y para acceder al crédito internacional con el fin de mantener el gasto social excepcional ante la segunda ola que ya ataca la región.
Sin embargo, también hay visos de esperanza. El 2021 será un año electoral en la región y, a pesar de Nicaragua, Cuba y Venezuela, y de las debilidades de los sistemas políticos, las elecciones son una válvula que permite gestionar la tensión y que da la oportunidad para que los partidos busquen una nueva sintonía ciudadana.
Perú y Bolivia, que sufrieron grandes dosis de tensión, han conseguido retornar al cauce de la normalidad democrática. Es penoso que la región no cuente con mecanismos regionales legítimos y eficaces de diálogo y solución de tensiones. Sin embargo, lo que sí tiene, y que no puede dejar de mencionarse para finalizar este artículo, es una ciudadanía joven y vibrante.
La mayor parte de los países latinoamericanos cuentan con una juventud que creció en la democracia y que reclama su participación. La movilización supone un desafío para cualquier gobierno, pero también da cuenta de la vitalidad de la ciudadanía y de la posibilidad de reconstruir una relación renovada si las partes son capaces de escucharse mutuamente, de buscar herramientas que den salida a la tensión y una hoja de ruta para cumplir con las demandas ciudadanas.
*** Erika Rodríguez Pinzón es doctora en Relaciones Internacionales, profesora de la UCM y coordinadora de América Latina en la Fundación Alternativas.