Recién pasada la Navidad, poca noticia hemos tenido del Niño Dios. Las autoridades han considerado necesario mantenernos lo más alejados posible de su influencia nociva.
No es cosa novedosa. Lo cierto es que el Niño que nació hace 2.000 años en un establo de Belén, y cuya venida al mundo es el suceso arquetípico primordial que ha dotado de sentido a toda la historia de Occidente, lleva tiempo condenado a un creciente ostracismo. Ya hace años que está mal visto mentar su nombre para desear salud al que estornuda, pero ahora el tabú se amplía hasta incluir el propio día en que se celebra su natividad.
Hoy es posible vivir la Navidad sin oír siquiera el nombre de Jesús.
Decía G. K. Chesterton que las civilizaciones declinan porque olvidan las cosas evidentes. La cita cuadra bien al caso: tan evidente es que el cristianismo es consustancial a nuestra civilización, como que lo estamos olvidando. Conviene notar, además, que se trata de un olvido militante. Más que un olvido, asistimos a un borrado sistemático de su memoria.
El proceso de liquidación de la memoria de Jesús y su destierro del espacio público es perceptible en otros países europeos, pero España galopa a la cabeza de esta tendencia. En ningún otro país ha cuajado tan bien el sueño posmoderno. En ningún otro país es tan indiscutiblemente hegemónico el pensamiento líquido descrito por Zygmunt Bauman. Nuestro país obtiene la mayor puntuación en todas las listas de valores en deconstrucción y el hecho de que prospere la ley preparada por la señora Celaá es una promesa de que vamos a seguir siendo una gran potencia en ese campo.
A los españolitos que vienen al mundo les resultarán en gran medida incomprensibles las manifestaciones culturales que conforman la civilización en la que han nacido
Es difícil calibrar qué supondrá esta omisión para los españolitos que vienen al mundo, a los que ya no les podemos desear, como Machado, que los guarde Dios.
Por de pronto, está claro que les resultarán en gran medida incomprensibles las manifestaciones culturales que conforman la civilización en la que han nacido. Bibliotecas enteras hablarán a nuestros hijos de asuntos sin ton ni son; los museos albergarán esculturas y lienzos sin emoción ni mensaje; las catedrales serán fachadas mudas con un interior disponible para ser reconvertido.
Esta pérdida de patrimonio cultural inmaterial es incalculable. Desconocer el cristianismo, y los valores cristianos, es verse incapacitado para entender no sólo a los grandes espíritus que alumbró esta fe, sino también a los grandes espíritus, nacidos en esa misma tradición, que la combatieron. Hay un empobrecimiento de significado generalizado sin esa referencia esencial.
Pero la usurpación de esta herencia a las generaciones futuras tiene otras consecuencias no menos corrosivas. Porque no podemos olvidar otra obviedad omitida: el cristianismo no es solo identidad cultural, el cristianismo es una religión.
El alcance de esta distinción no debería escapársenos. Si la quiebra con la tradición cultural produce generaciones de ignorantes, la quiebra de la relación con la trascendencia y lo sagrado afecta a una dimensión esencial de la condición humana. Esa amputación empobrece en grado sumo la experiencia vital y deja un vacío insoportable que suele acabar llenado con sucedáneos de religiones, como las ideologías. Vivir sin asideros existenciales no es sencillo.
Confinar la religión al ámbito privado contradice, por añadidura, el propio concepto de religión. Tiene poco sentido separar la religión de la esfera pública cuando una de sus funciones básicas es precisamente la de religar a la comunidad de creyentes.
La edad moderna nace con el vínculo entre Iglesia y Estado, y muere, dejando paso a la edad contemporánea, cuando este desaparece
¿Significa esto que habría que fomentar la religión desde la esfera pública? La respuesta que se dé a esta cuestión es crucial, tanto que es una de las claves que utilizamos para distinguir las edades de nuestra civilización. La edad moderna nace, en efecto, con ese vínculo entre Iglesia y Estado y muere, dejando paso a la edad contemporánea, cuando este desaparece.
La identificación entre religión y comunidad política –cuius regio eius religio, es decir, el sometimiento de todos los súbditos de un Reino a una misma fe religiosa– fue fundamental para la consolidación del Estado moderno. Y esta fórmula política, muy exitosa, se mantuvo indiscutida desde el Renacimiento hasta que en el Siglo de las Luces unos cuantos pensadores decidieron cuestionarla. Haciendo balance, el recuerdo de las guerras de religión que habían devastado Europa aconsejó que la fórmula debía ser desterrada.
Ocupó su lugar la fórmula política contraria: la separación de Iglesia y Estado. No se trataba de una idea nueva –el consejo ya se encuentra en el propio Evangelio, que pide dar a Dios lo que es de Dios, y al césar lo que es del césar–, pero con la Ilustración pasó a ser un imperativo. De hecho, el concepto de tolerancia sobre el que se funda la Europa contemporánea surge de esa separación, al igual que el mismísimo concepto de libertad individual, sólo posible cuando existe libertad de elección entre pluralidad de opciones.
Fue así como empezó a tomar cuerpo la aconfesionalidad, un principio que es hoy una verdad tan absoluta como lo fue en su día la que identificaba legitimidad política y confesión religiosa. Y esta es la tradición con la que enlaza la Unión Europea. Cuando en 2003, durante las sesiones de preparación del tratado constitucional europeo, se debatió la posible inclusión en el preámbulo de la expresión "raíces cristianas", la propuesta fue rechazada con el argumento de que no era acertado incluir la mención a una religión particular en un texto jurídico construido sobre los pilares de la libertad y el pluralismo.
Las raíces de la debatida identidad europea ya no había que buscarlas en Atenas y Jerusalén, sino en el París de la Ilustración. Y por motivos semejantes, la neutralidad del Estado en materia de creencias religiosas pasó a ser un punto innegociable en nuestras democracias liberales.
¿Habrían sido los ilustrados igual de beligerantes contra la religión en caso de haber vivido en nuestros días?
Este es el paradigma vigente, la letra pequeña del contrato social propuesto por la democracia liberal, que muchos de sus defensores no se han leído. Y esta es, por consiguiente, la base teórica que supuestamente legitima que los poderes públicos, en particular los autodenominados progresistas, proscriban los belenes y mantengan al Niño Jesús y a los Reyes Magos recluidos tras un cordón sanitario, para no ofender a nadie.
Ahora bien, merece la pena echar un vistazo a ese paradigma heredado, pues es posible que en su actualización haya habido algún error. ¿Habrían sido los ilustrados igual de beligerantes contra la religión en caso de haber vivido en nuestros días? Cuando Voltaire arroja contra la Iglesia su célebre Écrasez l’Infâme! –aplastad al infame–, ¿a qué Infame señala?
Tengo la impresión de que quienes interpretan que el infame era la Iglesia, y más en concreto la católica, son como aquel idiota del proverbio chino, que miraba el dedo cuando el dedo apuntaba a la Luna. Porque el acusador índice volteriano iba más allá. La Iglesia de Estado que había condenado injustamente al hugonote Jean Calas era a la sazón la quintaesencia del fanatismo que Voltaire deploraba, el símbolo del pensamiento único y del odio sectario, la pregonera de la idea monista del bien, la difusora del dogmatismo y de las supersticiones que aprisionaban las conciencias y devastaban las inteligencias.
El Infame al que Voltaire nos exhortaba a aplastar era en realidad esa absoluta expresión de totalitarismo. No nos confundamos: la Iglesia sólo era su recipiente circunstancial.
Pues bien, llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿dónde anida hoy ese peligro? ¿Dónde habita el dogmatismo, dónde los variados fanatismos identitarios, dónde la censura de lo políticamente correcto? ¿Quiénes detentan en nuestros días la soberbia de la superioridad moral, quiénes se sirven de la enseñanza pública para inculcar su ideología, quiénes promueven el odio hacia los que no comulgan con el pensamiento único?
¿Quiénes, en fin, representan hoy a ese Infame?
Me gustaría poder preguntárselo a Voltaire. Pero creo muy probable que un Voltaire redivivo no señalase hoy al Niño Dios, sino justamente a aquellos que lo desprecian en su nombre.
***Pedro Gómez Carrizo es editor.