Da igual que sea Trump o Podemos. Así acaban siempre los populismos: con violencia. El populismo no es una ideología, es una forma de hacer política que se distingue por un discurso agresivo contra un sistema en el que el establishment o la casta, ya sea Washington o las cloacas del Estado, engaña a los de abajo, al verdadero pueblo, en una conspiración constante.
Los populistas siempre han estado ahí, pero tienen su oportunidad en momentos de crisis. Es entonces cuando esos movimientos políticos crecen porque hay gente desesperada y los medios de comunicación ven en ellos algo espectacular, fuera de lo común por sus palabras, su demagogia y su histrionismo.
Los populistas lo saben y ofrecen a los medios lo que quieren: titulares, performances, manifestaciones, pancartas, cánticos y un nuevo lenguaje. Es el éxito de lo llamativo frente a la aburrida normalidad de un sistema en crisis.
Es entonces cuando se nota que un país carece de costumbres públicas democráticas, de esa capacidad para distinguir a los charlatanes peligrosos que le van a conducir al abismo, y para valorar los derechos y la libertad que descansan en la democracia liberal.
Esta forma de hacer política siempre encuentra un grupo de intelectuales, escritores y periodistas que le sirve de cobertura, que alienta sus formas y palabras, convirtiendo al populista en un redentor, en una especie de salvador, de vacuna contra un orden que desprecian.
Son esos mismos que guardaron su complejo de superioridad moral, de frustrado rechazo a lo existente, hasta que llegó su oportunidad para dar opio al pueblo. No es nuevo, ya lo escribieron Julien Benda o Raymond Aron: son intelectuales que adjetivan la democracia para vaciar su significado y esconder formas totalitarias.
El populismo es un síndrome, una enfermedad contagiosa que acaba desembocando en actitudes totalitarias y violentas, exclusivistas, que desean acabar con el adversario. Cuando no pueden hacerlo a través de la ley, como está pasando en Hungría, se lanzan a la calle.
En España ha pasado y ahora están en el Gobierno. Ya lo hicieron el 13 de marzo de 2004, cuando en la víspera electoral rodearon la sede del PP en Madrid. Ahí tuvieron mucha culpa los socialistas, sus periodistas afines y los que hoy son podemitas.
¿Qué hubiera pasado si Mariano Rajoy hubiera ganado aquellas elecciones de 2004? Más violencia, sin duda. Del movimiento 15-M en 2011, gobernando el PSOE, nació la plataforma Rodea el Congreso, que comenzó a actuar en 2012.
La idea era muy básica: la casta se atrinchera en las instituciones en contra del pueblo, los diputados no representan a la gente, y, por tanto, el Congreso de los Diputados es un órgano ilegítimo.
Vamos, lo mismo que ha animado a los que han rodeado y asaltado el Capitolio en Estados Unidos.
Sus manifestaciones son violentas, y no sólo verbalmente. Entre los asistentes siempre se ocultan los profesionales de la algarada, vestidos para la ocasión, armados en algún caso, y perfectamente organizados. Es un sistema muy conocido en todo Occidente. Véase, por ejemplo, la obra de 2017 del izquierdista Mark Bray titulada Antifa. El manual antifascista.
Eso mismo fue lo que dijo Pablo Iglesias cuando ganó la derecha en Andalucía en diciembre de 2018: "¡Alerta antifascista!". Luego tomaron las calles, con violencia, por supuesto, y rodearon el Parlamento andaluz.
Ocurrió también en Madrid, cuando la izquierda populista rodeó la Asamblea autonómica con la pretensión de asaltarla el 24 de septiembre de 2020, un día de Pleno, con los diputados presentes. Atacaron el edificio y a la policía con "piedras, adoquines, latas llenas y mobiliario urbano", según la Delegación del Gobierno.
Todo porque el Gobierno de Isabel Díaz Ayuso había confinado Madrid por áreas sanitarias, algo que ellos tachaban de "segregación clasista".
El problema del populismo es que infecta a la sociedad y a la política. Es autoritario, con alma totalitaria, pretende la destrucción del sistema de partidos y del parlamentarismo.
El populista se considera la encarnación de la aspiración popular, lo que, a su entender, le confiere legitimidad para cambiar las reglas del juego y la ley. Afirma que la representación oficial es falsa, y que el verdadero pueblo está apartado de las instituciones, por lo que llama a tomar el poder para iniciar "la transformación".
Detrás de todo populista hay una apelación a reconstruir la comunidad, a hacer "América grande de nuevo" o a "construir patria", como aquí dicen Pablo Iglesias e Íñigo Errejón. Es como iniciar una "nueva normalidad" en la que el espíritu, la clase política hegemónica y las leyes que engrasan el régimen están ajustadas al plan totalitario del populista.
Por supuesto, todo aquel que niegue o critique su plan, sus aspiraciones o sus líderes se convierte en un antipatriota, un ultra de derechas o de izquierdas, enemigo del pueblo y de lo que llaman democracia.
Lo malo es cuando llegan al poder, dado que consideran que cualquier asamblea ordinaria puede ser constituyente y tener la capacidad para transformarlo todo, ajustar cuentas, echar a los fariseos a latigazos e iniciar el camino de la redención.
¿Qué ocurre cuando el populista es desalojado de las instituciones por los mecanismos democráticos? Es el efecto de la olla a presión. Si los argumentos no convencen, si el arrogarse la voz del pueblo no se traduce en llenar las urnas, es que ha habido una gran conspiración del establishment o de la casta que ha hurtado la victoria.
Es el momento en que los más exaltados, los feligreses más ciegos, son consecuentes con la demagogia y el supremacismo que han asimilado durante años, y estallan. Si la gente no acepta "la verdad", habrá que imponerla.
Por eso George Sorel, que inspiró a fascistas y comunistas a comienzos del siglo XX, decía que una buena dosis de violencia es a veces necesaria para romper los muros del sistema.
El campo de juego del populista es el conflicto y la violencia es su máxima expresión. Lo vemos también en Cataluña, donde el nacionalpopulismo campea desde hace décadas y constituye un ejemplo perfecto de que cuando la ley y los números no salen, los populistas toman las calles y recurren a la violencia.
Esa forma de hacer política lo ha infectado todo en Cataluña: la vida privada y pública, la educación, los medios de comunicación, la Administración, las familias y las amistades.
No hay razón que valga para el populista, como para el totalitario, porque en su mentalidad el sentimiento es su guía. El odio, el amor y la esperanza conforman su razonamiento. Por eso es imposible discutir con un populista, que acaba gritándote "sí se puede" o al que hay que decirle en el pasillo del Congreso que es "un cabezón".
La violencia es la salida del populista, porque violento es asaltar un Mercadona, montar un piquete informativo huelguista, atacar una capilla universitaria, los escraches, los acosos personales en las redes, los llamamientos a rodear las instituciones, los ataques e insultos a la policía para evitar un desahucio, las gracietas sobre guillotinas contra el rey y algunos políticos, o hablar de asaltar el Palacio Real, o el Capitolio en los Estados Unidos, como si esto fuera la Rusia de 1917. Todo es la misma basura.
Quien siembra populismos, recoge tempestades.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.