Las imágenes de una muchedumbre asaltando el Capitolio han horrorizado a todos los que amamos la libertad y la democracia que durante dos siglos y medio ha encarnado Estados Unidos. Harán falta años, y una enorme voluntad política, para restablecer la confianza de los estadounidenses en su gran república.
Pero del triste evento podemos extraer una importante lección: las instituciones importan. Socavarlas sólo abre ante nosotros un abismo que, antes o después, acaba por tragarnos a todos.
El tigre del populismo, que lo aupó en 2016, terminó por comerse a Donald Trump el día de Reyes. Pese a que el Congreso iba a certificar definitivamente su derrota, la estrategia del presidente marchaba viento en popa.
Y es que, perdida la Casa Blanca en noviembre y el Senado el martes en Georgia, la mira de los republicanos no estaba ya puesta en el Congreso, sino en hacerse con el control del partido de cara a 2024.
Aunque afirme lo contrario en público, cabe esperar que Trump ceda el cetro (dorado, sin duda) a alguien de su círculo más próximo, como su hija Ivanka o su yerno Jared Kushner. Entre el trumpismo y una candidatura en 2024 sólo se interponen los republicanos que quieren que el Grand Old Party deje de ser el partido de Trump y vuelva a ser el de Abraham Lincoln, Ronald Reagan y John McCain.
La certificación de los resultados de las elecciones le ofrecía a Trump la oportunidad perfecta para señalar a los díscolos en el Congreso. Lo que normalmente habría sido una formalidad más se convirtió, mediante la impugnación presentada por el senador Ted Cruz, en una caza de traidores, al forzarse una votación que obligaba a los representantes republicanos a retratarse tras dos meses de cuestionamiento continuo sobre la legalidad de los comicios.
Mientras, los partidarios de Trump aguardaban en el exterior del Capitolio, confiando en que Mike Pence frenaría la certificación.
El vicepresidente mantuvo la farsa hasta donde fue constitucionalmente posible, pero acabó plegándose a la legalidad y reconociendo la victoria de Joe Biden. Finalmente, la frustración de sus partidarios, atizada durante años por el propio Trump, terminó por estallarle en la cara y echar por tierra su estrategia.
El monstruo que creó y alimentó acabó asaltando las instituciones ante la impotencia del presidente, en un triste espectáculo que ha conmocionado al mundo y ha amortizado la vida política que podría haber tenido el trumpismo más allá de 2021.
La pregunta que debemos hacernos ahora es ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
En los principios democráticos se puede creer por convicción o por pragmatismo. Pero el respeto a las reglas del juego es la garantía última de una sociedad civilizada y pacífica. La Constitución y las leyes acotan el debate, determinan hasta dónde es legítimo tensar y qué límites no se pueden cruzar.
Sin esa garantía, la discrepancia normal en toda sociedad degenera rápida y violentamente, como hemos visto en Washington. Los ejemplos abundan, en nuestra propia historia y en muchas partes del mundo actual.
El asalto al Capitolio es fruto de ese afán de tensar más allá de lo que es ética y constitucionalmente legítimo, de retorcer diariamente la verdad para servir a los intereses personales y de partido hasta que la verdad y los hechos se convierten en un mero punto de vista.
La culpa de lo que sucedió en Washington recae directamente sobre Trump y su círculo, pero sería un error verlo como fenómeno exclusivamente estadounidense. Ese mismo asalto al Estado, desde el seno del propio Estado, lo estamos viviendo en España.
Cuando el presidente Trump se refiriere a la mitad de los estadounidenses como “el otro lado”, su visión de la sociedad en buenos y malos calca la de los nacionalistas catalanes que perpetraron el golpe de Estado en 2017 para imponer la independencia a toda Cataluña.
Cuando los partidarios de Trump rodearon el Capitolio, muchos españoles nos acordamos del cerco al Congreso de los Diputados en 2012, y del “no nos representan” alentado por todo un actual vicepresidente del Gobierno.
Finalmente, la visión de un líder que ha supeditado todos los instrumentos del Estado al interés propio y de su partido, y para el que la mentira es algo tan rutinario que ni la hemeroteca le hace mella, sólo puede recordarnos a un Pedro Sánchez que es presidente gracias a quienes despreciaron nuestra Constitución y sitiaron el Congreso.
En su discurso de la noche del miércoles a los norteamericanos, Joe Biden afirmó que las palabras de un presidente importan. En el mejor de los casos, inspiran, y en el peor, incitan.
En España podemos frenar el declive de nuestra democracia si Sánchez cumple con la promesa que un día hizo de no pactar con el populismo. Al igual que muchos republicanos se arrepienten hoy de no haber parado antes a Trump, los socialistas pueden acabar lamentando su silencio frente a los ataques a nuestra Constitución de sus socios de gobierno.
Hacen falta años para socavar una democracia, pero bastan unos instantes para asaltar un parlamento. Y esos asaltos, ocurran donde ocurran, además de los ataques contra las instituciones que tan bien conocemos, son el principio del fin.
Jugar a desprestigiar la democracia acaba con ella. Ya lo sabíamos. Hoy lo tenemos todavía más claro.
*** José Ramón Bauzá es eurodiputado de Ciudadanos en el Parlamento europeo.