Obreros que votan mal
La autora critica la pervivencia de los dogmas del progresismos convertidos, hoy, en tics de obligado cumplimiento.
Mal que me pese soy hija de mi tiempo, por lo que suelo dedicar más horas a trampantojos y vertederos virtuales que a la caja boomer.
Como ocurría con aquellos brasas que te condenaban en la antigua normalidad a ir al multicine o al centro comercial porque tal película era mejor verla en pantalla grande, las cuitas y andanzas del antifascismo 2.0 son un espectáculo que sólo es posible disfrutar en formatos inferiores a 16 pulgadas.
Aparte de Franco, Ayuso y otros sospechosos habituales, una de las fijaciones que gastan los sacrificados influencers de la progresfera tiene que ver con el currante que vota a la derecha. No logran explicarse la misteriosa razón por la que muchos trabajadores no son capaces de elegir bien, pero sobre todo el Bien representado indefectiblemente por the ultimate corpus ideológico, que es el suyo.
Ese tufo prometeico y burgués del izquierdismo, heredado de sus antepasados liberales, parece no molestar excesivamente a mucho gauchista virtual de campanillas.
Por supuesto, la conclusión es inapelable. El obrero facha es un cateto, un desclasado y un traidor.
Si ha de hacerse autocrítica se hará, aunque mal y en algún medio minoritario para consumo propio. Le caerá el marrón a la falta de activismo, un clásico que ha envejecido sin arrugas, y tirarán de referencias culturales poco sorprendentes.
Por ejemplo, una soporífera cinta belga de denuncia social protagonizada por Marion Cotillard, estrella bohemio-burguesa por excelencia e imagen de la noble casa Chanel. O bien algo más patrio y acongojante: la adaptación cinematográfica que Mario Camus hizo de la conocida novela de Delibes Los santos inocentes. No me pregunten cómo esta película ha devenido en el nuevo Acorazado Potemkin de los rojos de Hacendado.
La triste realidad para el izquierdismo, hoy convertido en ideología woke, ayer (según Lenin) enfermedad infantil del comunismo, es que, desde los acuerdos de Grenelle, el currante no termina de identificarse con quienes le quieren salvar.
La izquierda posmoderna celebra su acto fundacional en París. Un grupo de estudiantes entre los que se encontraba Daniel Cohn-Bendit, tótem del mayo francés, deciden ocupar la residencia femenina del campus de la Universidad de Nanterre en marzo de 1967. Había que protestar contra ciertos atavismos sexuales que, básicamente, se reducían al hecho de no poder picar flor en las habitaciones de las alumnas (no hay revisionismo en la fornicación).
Todo termina, o empieza, con la Primavera de 1968 transformada en tiempo de las cerezas de la señorita Pepis donde las barricadas cerraron por vacaciones. Era urgente buscar la playa, y no precisamente bajo los adoquines del Barrio Latino.
Sin embargo, el sueño de Marcuse se hizo realidad. Los sucesos de Mayo del 68 y otras protestas análogas transformaron al estudiante, y adláteres como el artista y el intelectual, en sujetos del cambio. Cambio que resultó en el abandono de antiguas ortodoxias, demasiado ortodoxas, y en el triunfo de una mentalidad de clase media ávida de emociones fuertes, emancipación a gogó y nuevas formas de consumo.
Desazonados, descubriríamos que la contracultura son los padres y que la rebelión será promocionada por Nike o Unilever o no será.
El proleta, que había hecho huelga y cantado la Internacional con la chavalería, mejora sus condiciones laborales y empieza a desmarcarse de aquellos que dicen ser sus compañeros de viaje. Pronto no será más que un objeto de decoración a desempolvar cuando vienen las visitas. Ya ni eso.
En palabras de nuestro admirado Antonio Maestre: “No existe ninguna posibilidad radicalmente transformadora en el obrerismo actual, aquel sujeto político está mitificado (…). El ecosocialismo y el feminismo, y no el trans excluyente, sino el que se abraza junto a las trans en una pancarta, es el movimiento conjunto que tiene capacidad disruptora en 2020 para dar solución a los problemas de la clase trabajadora. Asúmanlo o échense a un lado (…)”.
Y así, mientras decidimos si lo asumimos o nos echamos a un lado, lo que nos falta por saber es quién paga la fiesta. En todos los sentidos. No es ningún secreto que multinacionales de ropa deportiva, lujo y cosmética, grandes almacenes virtuales, tecnológicas de postín, consultoras y algunos bancos de nivel se interesan por ciertas ideas y colectivos, arriba mencionados, a los que dedican tiempo y recursos.
El oficio de rentabilizar sujetos revolucionarios cotiza al alza en el Mercado. Compre su lucrativa coartada moral que los problemas de la clase trabajadora se solucionarán solos.
Con cada cambio de sujeto político, ayer el estudiante y hoy la niña trans o el sanitario, los problemas del de la nómina de mil cucas, ese ser mitológico, se van desplazando y transformando en causas globales. Causas que, como dicen allende los Pirineos, “no comen pan” y pueden ser defendidas por el presidente de un banco o el fundador de un foro económico.
Si algo útil nos dejaron los tiempos de la “dulce guerrilla urbana” (sin pantalones de campana) es la pregunta que se solía hacer al compañero deseoso de tomar la palabra en una asamblea: “¿Desde dónde hablas, camarada?”. La posición o la clase social del interviniente otorgaba, o no, legitimidad a sus palabras.
Aplicado a nuestros días, preguntémonos quién juzga al currante que vota mal. O bien, y en un sentido más amplio, quién vende con insistencia sermonaria la misma mercancía dentro y fuera de las redes sociales. ¿Quién sigue estando en el machito cultural a pesar de ciertos espejismos que generan todo tipo de jeremiadas en la progresía?
Monologuistas, guionistas y cómicos de gran repertorio escatológico y obsesionados con lo único; actores intercambiables; pianistas recién nacionalizados; periodistas soja; cantantes de festivales kitsch; presentadores millonarios; locutores de música indie… La lista no es exhaustiva.
Algunos llaman a estas correas de transmisión revestidas de superioridad moral “bufones de palacio”. No lo son. El bufón transgredía. Ser animador sociocultural de la insobornable contemporaneidad no entraña ningún riesgo. Si acaso ventajas, la del patrocinio o el privilegio de no ser expulsado de Twitter.
Es lógica, por tanto, la desafección de muchos trabajadores más o menos cualificados a la mentalidad bohemia-burguesa. Es lógico el aburrimiento ante los sumos sacerdotes del asfixiante bien, los activistas profesionales y los funcionarios de la “rebelocracia” (Philippe Muray), esos que vibran en la misma longitud de onda que ciertos plutócratas y visten de anatema a aquellos que deciden no tragarse la redención pop que proponen.
Por cierto, la próxima vez que vean a Tom Morello tocar delante de una pancarta en la que se lee Nazi lives don't matter (las vidas de los nazis no importan, en español), deconstruyan, piensen que es el Mercado (amigos) y échense unas risas, pedazo de fachas.
*** Esperanza Ruiz es escritora y articulista.