En 2019, el escritor Fernando Sánchez Dragó publicó un libro de conversaciones con Santiago Abascal. La obra, sinuoso recorrido por la alt-right futura y pasada, incluía una confesión de Abascal que resultaba síntoma del tiempo:
“¿Sabes que Jorge Verstrynge me llama a menudo desde que le diste mi teléfono? Siempre me dice que va a organizar una comida con Pablo Iglesias. Y yo le digo que se olvide, que con ese individuo no me junto”.
Jorge Verstrynge, la vieja esperanza de la Alianza Popular criptofranquista, aparece como maestro de ceremonias de una posible pinza entre extremos.
La negativa de Abascal, honesta, equivale a una aceptación implícita de que Podemos, su reverso de la moneda, compite por el mismo electorado: los perdedores de la globalización.
La propuesta de Verstrynge, así, es mucho más enjundiosa de lo que parece y entronca con el gran ideólogo antiliberal de nuestro tiempo: Aleksandr Duguin. Este último, tenido como gran intelectual de Vladímir Putin, resume su pensamiento contra la democracia capitalista:
“El concepto de civilización se presenta como una categoría fundamental para la organización de un proyecto alternativo de ámbito mundial. Si nos fijamos en este concepto, entonces se puede encontrar una base para un alineamiento armónico de amplias fuerzas gubernamentales, públicas, sociales y políticas en un solo sistema”.
Duguin, claro, hace trampa. "Civilización" no es otra cosa que "patria". Nacionalismo decimonónico frente al plutócrata capitalista. El dictador Fidel Castro, incluso, se le adelantó mucho antes, en el siglo XX, con su tenebroso dogma "patria o muerte".
La línea, así, pasaba de enfrentar la libertad y la igualdad a un nuevo paradigma surgido de esa emergente Rusia autocrática: la pugna entre globalistas e identitarios.
Tanto Abascal como Iglesias podrían ser perfectos copistas de este nuevo cantar de gesta totalitario.
Duelo al sol eslavo
George Soros, el gran kan globalista, se enfrentó en Moscú a Aleksandr Duguin en la presentación del libro La sociedad abierta y sus enemigos de Karl Popper.
Eran los inicios de los 90, se acababa de publicar El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama, y la batalla ideológica parecía concluida en Occidente. Resistían comunistas incombustibles, eternos y falsos perdedores ideológicos como el gran vividor Vázquez Montalbán.
Pero en aquella Rusia que salía de un régimen de socialismo real, la resistencia se estableció a través de la identidad.
Muchos autores describen este magma volcánico de ideólogos radicales a medio camino del manifiesto dadá, el cruising interracial y la borrachera de vodka a orillas del Volga: nuevos endemoniados que tuvieron su Fiódor Dostoievski menor en el escritor Emmanuel Carrère.
Todos eran por aquel entonces pie de página marginal, muy marginal, en cualquier gaceta exsoviética. Ese duelo entre Soros y Duguin, que apenas tendrá relevancia en los felices 90, habría de marcar la deriva ideológica posterior a la crisis capitalista de 2008.
Ese pensamiento antiliberal ruso cobró vitalidad en las facultades de Políticas. Lo que, unido al eterno cesarismo latinoamericano (que viaja en una ruta de éxito entre Cuba, Venezuela y Argentina), permitió sobrevivir a decenas, cientos ya en los 2000, de ideólogos anticapitalistas con un soma de éxito dispuesto a ser inoculado a ese oxímoron que es un intelectual adolescente.
Uno de estos nuevos filósofos de las sombras, el más influyente en España, sería Ernesto Laclau, raíz inicial del pensamiento de Podemos junto al nebuloso Antonio Negri.
La dictadura como salvación
La aparición de Vox y Podemos serían parejas al tomar prestadas técnicas del populismo articuladas por esos pensadores a izquierda y derecha que cuestionaban el orden liberal.
El viejo fantasma de Donoso Cortés, el político moderado extremeño que acabó renegando de la libertad, se hacía corpóreo en líderes radicales, sin alternativas reales a la democracia capitalista, pero que con su flauta de Hamelin consiguieron hipnotizar a una masa desesperada que exigía justicia social.
Uno de esos primeros flautistas, Pablo Iglesias, conseguiría engatusar a cientos de ratones poco después del movimiento 15-M. En la iniciativa Asedia el Congreso, negó la legitimidad del Parlamento reunido en 2013 y consiguió convocar a miles de personas frente al llamado régimen del 78.
Esta convocatoria populista, tan parecida a la reciente bravata de Donald Trump, no provocó ningún muerto, pero catapultó a Iglesias al estrellato mediático gracias a su aparición en Intereconomía poco después.
Era una política de matonismo social, copiada de los malevos peronistas (el gran movimiento que idolatraba Ernesto Laclau) que, a decir del escritor Jorge Luis Borges, “te podían hacer cualquier cosa, ya que siempre están en una guerra”.
La retórica de Iglesias sobre “las corporaciones, el globalismo o el neoliberalismo” que enfervorizó en 2013 a las masas populares incluía las mismas soflamas que llevaron a la presidencia a Donald Trump cuatro años después.
De hecho, Jorge Verstrynge siempre consideró a Iglesias “el mejor alumno” que tuvo en Somosaguas. Superó, incluso, a su maestro al acceder al Gobierno el pasado 2020. Algo que jamás logró Verstrynge con Alianza Popular.
El otro intérprete de esa melodía cesarista, Santiago Abascal, tardaría bastante más en obtener público para sus notas discordantes.
La aparición de Vox en 2013 estuvo unida al grupo de DENAES (Fundación para la Defensa de Nación Española) y tendrá desde el inicio una vinculación antiliberal gracias al patrocinio del filósofo Gustavo Bueno, viejo estalinista y atropellainfieles con su jaleada enseña materialista.
La declaración de independencia catalana de 2017, el mayor éxito populista de la historia reciente española, les consiguió al fin el voto y, con él, un emergente apoyo obrerista, todavía compartido con esa vieja burguesía temerosa de Podemos.
La frase de Ramiro Ledesma Ramos, uno de los grandes ideólogos de Falange, que pronunció Abascal en el debate electoral de 2019 engrasaba ese lento viraje: “Sólo los ricos pueden permitirse el lujo de no tener patria”.
La protesta motorizada de octubre de 2020, en medio de las medidas de excepción del Gobierno por la pandemia de la Covid-19, igualaba a Vox con Podemos en la necesidad populista de azuzar la calle fuera de cualquier respeto legal. Incluso, como en el caso del partido de Pablo Iglesias, Vox copiaba referentes americanos: las manifestaciones de moteros a favor de Trump de 2016 y 2017.
Estos dos partidos, promesa de utopías igualitarias o identitarias, construyen sus ficciones a través de referentes sencillos de cine popular donde el bien y el mal están definidos, deglutidos, para un votante cada vez más y más infantil.
La complejidad social, la ambigüedad eterna de la economía, las miserias de la ambición y todo lo que hace grandes las ficciones de Aaron Sorkin o las películas de Francis Ford Coppola se omiten en una propaganda sencilla, bíblica, donde un buen comunista o identitario derrotará al mal burgués o rojo.
Así, Duguin y Laclau, con ayuda de estos discípulos ambiciosos, han conseguido desenterrar del Cementerio Sacramental de San Isidro en Madrid a Donoso Cortés (el pensador español más influyente en la Alemania nazi) y ese mundo maniqueo, esencialmente cristiano:
“Así, señores, la cuestión, como he dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos sentamos aquí. Pero la cuestión es esta, y concluyo: se trata de escoger entre la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno”.
*** Julio Tovar es articulista y crítico cultural.