Cada año surgen innumerables investigadores que descubren que Martin Heidegger coqueteó con el nazismo, de la misma forma que el policía de Casablanca constataba escandalizado que en el casino en el que él ganaba cada noche, en efecto, se jugaba.
Casi ninguno de estos estudiosos ha aportado ninguna interpretación medianamente interesante sobre su obra. Que Heidegger fue inequívocamente nazi es una de esas obviedades eternamente reservada a los descubridores de mediterráneos, pero no hay nada, en mi opinión, que lo sea menos que su filosofía.
Es decir, el hombre abrevó incuestionablemente en la barbarie, pero otra cosa muy distinta es su pensamiento, por lo demás, una de las cumbres filosóficas del pasado siglo. Esto lo supo ver muy bien su discípula más destacada: Hannah Arendt.
Sea como fuere, podemos asumir que al filósofo deba exigírsele cierta ejemplaridad moral, toda vez que su producción ha de bregar necesariamente con la ética, pero ¿cabe hacer lo mismo con el poeta, cuyas obras, incluso si incluyen una apreciable dimensión moral, tan solo cobran valor desde una estimación rigurosamente estética?
Son solos las condiciones formales las que dan a la obra condición de Arte
Podrá aducirse que no hay obra de arte que se encuentre libre de implicaciones morales, lo cual es verdad, pero no son estas (salvo como elementos adicionales) las que le otorgan la condición de obra de arte, sino sus cualidades estrictamente formales.
En cualquier caso, este es un debate que se prolonga de forma insistente y que tiene su origen en una serie de mitos que surgen en el siglo XIX: el del arte como un tipo de actividad ontológicamente superior y, por extensión, el del artista como sujeto preeminente (la teoría del genio) que da curso a la obra.
No obstante, los hechos son contumaces: Francisco de Quevedo y Louis-Ferdinand Céline fueron antisemitas recalcitrantes; grandes poetas emitieron orgasmos en verso ante la figura del padrecito Iósif Stalin; se sabe de algunos otros que practicaron la pederastia y, de entre los grandes creadores cuya obra significa algo, apenas hay ninguno que se salve de haber sido un consumado putero: que santa Irene Montero les perdone a todos ellos.
Pues bien, en esa línea de controversia moral se encuentra también Jaime Gil de Biedma, uno de nuestros grandes poetas, aunque cuente también en su haber, permítaseme la pequeña maldad, con algunos versos decididamente malos: “Y guapo además, que es peor / sobre todo en los países / sin industrialización”.
Con motivo del 30º aniversario de su muerte, el Instituto Cervantes ha organizado un homenaje que ha generado cierta polémica: un grupo de intelectuales (Andrés Trapiello, Félix Ovejero, Pau Luque), sin posicionarse por lo demás sobre las excelencias de una obra que, me consta, respetan, han considerado inapropiado que un personaje con algunos episodios biográficos ciertamente execrables pueda ser merecedor de tal tipo de ceremonias.
¿Y cuáles son los pecados del poeta? Pues, básicamente, el reconocimiento expreso y más bien amoral de haber prostituido a niños en la época de su estancia en Manila como director general de la Compañía de Tabacos de Filipinas.
En esa parte de sus diarios (en mi opinión, los mejores que se han escrito en lengua española, tal vez junto a los de Julio Ramón Ribeyro) cuenta, en un tono, para más inri, de profunda insensibilidad con respecto a sus “víctimas”, sus incursiones en las zonas más deprimidas de Manila, en donde pagaba por sexo.
¿Merece alguien así un homenaje? Obviamente no, pero el homenaje en cuestión tiene lugar en el Instituto Cervantes (no en otras altas instituciones del Estado, en donde tal vez habría resultado más discutible), un organismo que tiene, entre sus funciones, “promover universalmente la enseñanza, el estudio y el uso delelel español y contribuir a la difusión de las culturas hispánicas en el exterior”.
Es decir, a Gil de Biedma no se le homenajea por su vida, sino por la calidad de su obra, sin la cual estaríamos hablando poco menos que de un señorito de la alta burguesía de Barcelona aquejado de una comprensible mala conciencia de clase. O, al menos, así querría haberlo pensado uno en su infinita ingenuidad.
El Instituto Cervantes podría haber planteado un acto exclusivamente centrado en los indiscutibles valores literarios de la obra del poeta, sin que ello fuera óbice, si acaso, para incluir alguna mención puramente incidental sobre algunos aspectos más bien discutibles de su personalidad.
No obstante, como vivimos en un país en el que nada escapa de las garras de las ideologías, el actual director del Cervantes, poeta como Gil de Biedma, aunque, sin duda alguna, de bastante menor enjundia, no solo ha soslayado prácticamente la dimensión estética del asunto, sino que, en un doble salto mortal en el que la hipocresía se daba la mano con el cinismo, ha llegado a presentar al homenajeado poco menos que como un paradigma moral.
“Jaime”, ha declarado con esa familiaridad que solo se permiten los viejos compañeros de viaje, “fue una persona decente (sic), que no conviene nunca confundirlo con un puritano. Es normal que los numerosos filólogos que han estudiado su poesía destaquen la capacidad que tuvo para empatizar y conmoverse con los más débiles, las víctimas de la sociedad, los pobres y las personas más necesitadas o las mujeres explotadas por el machismo imperante en la España que le tocó vivir".
Traduzco a román paladino: si puedes esgrimir un intachable pedigrí progresista, no te preocupes en absoluto por ser un putero y un pederasta, que ya nos encargaremos nosotros, los guardianes de la moral del presente, de acusar de puritano a quien ose denunciarte.
O dicho de otra forma: si miras con deseo a una mujer por la calle, eres un violador; pero si prostituyes a niños que se mueren de hambre en las calles de Manila, eres un glorioso transgresor de la moral burguesa.
Llegados a este punto se impone introducir un inciso en esta coyuntura, que diría Woody Allen (mucho más asaeteado, por cierto, que Gil de Biedma, a pesar de no reunir ni remotamente sus méritos para ello): Luis García Montero, que ostenta la dirección del Cervantes en la actualidad, es ese heroico personaje que, en vez de haber salido en defensa del idioma por motivo del cual cobra, ha mantenido un silencio estrictamente lacayuno frente a una ley educativa que lo expulsa de facto de los colegios de Cataluña. No podemos, pues, extrañarnos de que de tales mimbres morales se hagan los cestos de estos homenajes.
“¡Si no fueses tan puta!”, se decía el poeta a sí mismo, mirándose al espejo. En tal caso, tal vez habría escrito otro tipo de poesía, de mayor valor moral, pero de menor calidad poética.
En cualquier caso, no podemos saberlo, pero, sobre todo, da igual. En un país como el nuestro, arrasado culturalmente por leyes educativas ni siquiera tan letales como la última que ha perpetrado el actual Gobierno, ¿podemos permitirnos el lujo de melindres morales a la hora de valorar el legado de nuestros escritores más destacados?
Y, por supuesto, luego podremos discutir sobre ese misterio (que, en mi opinión, no lo es tanto) que consiste en que un perfecto canalla pueda producir excelsas obras maestras. Aunque podemos apostar también por lo que ya Platón propusiera hace 2.500 años: imponer un rígido control moral sobre toda la producción poética de la polis.
Pero, claro, no creo que nadie, salvo el movimiento woke, auspiciado por parte de la izquierda (que, por cierto, despreció en su día al poeta por su condición homosexual) quisiera hoy día tal cosa.
*** Manuel Ruiz Zamora es filósofo.