Nostalgia de Kirk Douglas
El autor habla de la nostalgia a partir de la azarosa vida de una de las últimas leyendas de Hollywood.
El 5 de febrero de 2020, a los 103 años, moría Kirk Douglas. El 25 de julio, a los 104, lo hacía Olivia de Havilland, poniendo fin a la edad dorada de Hollywood.
Pese a estar convencido de que vivimos en la mejor época de la Historia, ¿por qué sigue pareciendo tan cierto el verso manriqueño de "cualquiera tiempo pasado fue mejor"?
¿Por qué parecen mejores las películas en blanco y negro, los colores de la nostalgia?
¿Por qué parece un sacrilegio cortar el invisible cordón umbilical que nos une con nuestros antepasados, aunque dicho cordón, a menudo, nos impida progresar como sociedad?
Benito Pérez Galdós cuenta en sus memorias la emoción que le produjo conocer en Santander al último superviviente del combate de Trafalgar: "¡Oh, prodigioso hallazgo! En la plaza de Pombo me presentó Escalante a un viejecito muy simpático, de corta estatura, con levita y chistera anticuada; se apellidaba Galán, y había sido grumete en el gigantesco navío Santísima Trinidad".
El hartazgo de Stefan Zweig con la época que le había tocado vivir tenía justificación, pues padeció la Primera Guerra Mundial y se suicidó por la Segunda. En una carta de 1918 escribe: "Estoy tan embargado por una indecible amargura contra la época, que creo que nunca hubo tiempos más carentes de sentido".
Devoto de Johann Wolfgang von Goethe, Zweig confiesa en El mundo de ayer que la cabeza le daba vueltas porque, en la Viena de 1910, en el piso de arriba de la casa donde vivía, "¡aún existía una persona en la tierra en quien se había posado la santa mirada de Goethe!":
"La octogenaria era la hija del doctor Vogel, médico de cabecera de Goethe, y Ottilie von Goethe había sido su madrina de bautismo, que se celebró en presencia del poeta […]. Un último y tenue hilo que se podía romper en cualquier momento unía, a través de aquella frágil figura terrenal, el mundo olímpico de Weimar con la provisional casa de suburbio".
Como Albert Einstein también añoraba el mundo de Goethe, su última novia (Fantova) le leía Fausto, Werther…
Sin embargo, los hilos, los cordones umbilicales, se acaban rompiendo. En Un andar solitario entre la gente, Antonio Muñoz Molina pone algunos ejemplos: "Cuando Walter Benjamin llega exiliado a París en 1933 ya no queda nadie que hubiera conocido a Baudelaire".
A veces, rupturas inexorables llevan a la desesperación. Ramón María del Valle-Inclán, que se sintió el último renacentista en Roma, se lamentaba: "Si me ha fallado la época, ¡qué le voy a hacer!".
Es el mismo lamento que palpita en Vida y destino, de Vasili Grossman, perseguido por Iósif Stalin: "Nada es más duro que ser hijastro del tiempo. No hay destino más duro que sentir que uno no pertenece a su tiempo".
Y el mismo lamento, en fin, que palpita en Miguel Delibes cuando escribe a Esther Tusquets: "Cada día estoy más convencido de haber nacido fuera de tiempo. Yo debí ser mi bisabuelo o algo por el estilo. De este retraso yo no tengo la culpa, pero sufro las consecuencias. En mi anhelo de evadirme de mi tiempo, me refugio en la zarzuela y cosas por el estilo".
Cuando visité el escondite de Ana Frank en Ámsterdam, aún pude ver el castaño de Indias que vieron sus ojos desde la ventana del desván (meses después sería derribado por el viento, partiéndose en dos).
Quizá somos nostálgicos porque el mundo avanza muy rápido y parece que se nos escapa entre las manos. Por eso nos relaja contemplar lo inmutable: el mar, las montañas, los olivos milenarios…
Durante los primeros años de la imprenta, los manuscritos seguían teniendo mayor prestigio que los libros impresos; de igual modo que, siglos atrás, tuvo mayor prestigio el viejo papiro que el pergamino. Y como el pasado sigue pesando, hoy siguen teniendo más prestigio los libros impresos que los electrónicos.
La nostalgia nos sirve incluso para explicar el triunfo del brexit. Según Salman Rushdie, "en Inglaterra, la idea de identidad se ha convertido en nostalgia, en la obsesión por un pasado que nunca existió, que quieren volver a tener y que condujo al brexit".
Cuando Kirk Douglas rodaba El loco del pelo rojo en Francia, vio a viejos campesinos que habían conocido a Vincent van Gogh. Impresionados por la caracterización, susurraron: "Regresó".
Durante su infancia, Kirk (entonces llamado Issur) y sus seis hermanas llegaron a pasar hambre. Papá Noel nunca visitaba su casa. El padre de Kirk, que era trapero, siempre se mostró distante, por eso tuvo que refugiarse en la calidez de la madre (analfabeta, desdentada).
Vivían en Ámsterdam (Nueva York), donde a los judíos no les dejaban trabajar en las fábricas ni en el periódico local. Los chicos judíos ni siquiera podían repartir el periódico.
En El hijo del trapero, Douglas cuenta: "En una esquina sí y en otra también había una pandilla esperando al judiezuelo. Me arrojaban cosas, por lo que siempre trataba de dar la vuelta. A veces me cogían y me golpeaban. Nunca olvidaré la primera vez que un grupo de críos me atacó a puñetazos, gritando: '¡Tú mataste a Jesucristo!".
Para escapar de tanta desdicha, Douglas fue a la universidad, donde, paradójicamente, le abrumaron "oleadas de tristeza y nostalgia (…). Siempre quise huir para encontrar mi identidad. Ahora que lo había logrado, me sentía como quien ha estado largo tiempo encarcelado y cuando se abren las puertas y sale en libertad, sólo se le ocurre volver a su celda".
En la universidad también sufrió el antisemitismo, y volvió a pasar hambre.
Al terminar los estudios universitarios, viajó a Nueva York para convertirse en actor de teatro. En el Greenwich Village, un profesor le dejó dormir dos meses en su pequeño apartamento. Cuando Kirk consiguió un trabajo y quiso pagarle, el profesor dijo algo que le marcó: "No me debes nada. Otros me han ayudado y yo he hecho lo mismo contigo. Ahora eres tú quien tiene una deuda con otros".
Ya en Hollywood, el papel que le convertiría en una estrella sería el boxeador de El ídolo de barro. Sin embargo, lo que más le enorgullecía no eran sus 90 películas, sino haber roto la lista negra de Hollywood, lo que Dalton Trumbo definió como "un campo de concentración para guionistas".
Trumbo y otros guionistas, debido a sus ideas cercanas al comunismo, fueron primero encarcelados y luego marginados por los magnates del cine, teniendo que firmar con seudónimos para poder seguir trabajando. Hasta que Kirk Douglas se atrevió a poner uno de aquellos nombres malditos en los títulos de crédito de Espartaco:
–Dalton, ¿qué haces mañana a la hora de comer?
–Eeehhh…, no sé. ¿En qué estás pensando?
–Si no tienes compromiso, ¿por qué no nos vemos mañana a las 12:30 en el comedor de Universal?
Después de aquella comida, tras diez años sin hacerlo, Dalton Trumbo entró por fin en un plató: "Gracias, Kirk, por devolverme mi nombre".
Siendo un anciano, estando en Chicago, Groucho Marx observó a una pareja que daba vueltas a su alrededor sin atreverse a saludarle. Por fin, la mujer preguntó: "Es usted, ¿verdad? ¿Es usted Groucho?". Este asintió con la cabeza. Entonces ella, rozando con timidez el brazo de su ídolo, le rogó: "Por favor, no se muera. Siga viviendo siempre".
En las películas, en los libros, en la propia vida, Kirk Douglas derrochaba tanta pasión que parecía inmortal. Siendo un anciano, paseando por el jardín de su casa, admiraba las rosas: "Cuando era más joven y estaba más ocupado, jamás percibí los sutiles colores de las rosas. ¿Cómo es posible que me lo haya perdido durante tantos años?".
Quizá la nostalgia sea un espejismo: Zweig añoraba el tiempo que vivieron Beethoven y Goethe, sin valorar como debiera la Viena de su juventud, cosmopolita, refractaria a la violencia y deslumbrada por el arte.
Nosotros añoramos la edad dorada de Hollywood, a pesar de que Douglas dijera que sacaba lo peor de las personas: "La gente de Hollywood quiere estar relacionada con el éxito. Si alguien va cuesta abajo, se apartan. Una terrible inseguridad lo impregna todo".
Quizá merezca nuestra nostalgia una persona determinada, no una época, pues hemos tenido la suerte de vivir las mejores décadas que haya conocido el ser humano, aunque algunas rosas tengan espinas.
*** José Blasco del Álamo es escritor y periodista.