"Es mejor ser un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho". Con esta contundencia se expresó John Stuart Mill cuando decidió enmendarle la plana al utilitarismo de su maestro Jeremy Bentham, abriendo el camino para una nueva acepción del término utilidad.
Porque no olvidemos que eso de calificar algo como útil o inútil no deja de ser un juicio de valor y, como tal, la expresión de un código moral determinado. De modo que, si cambian los principios, cambia la idea de utilidad.
Viene la cita a cuento del concepto de voto útil, que es el quid que deberemos dilucidar los ciudadanos llamados a las urnas en las elecciones al Parlamento que se celebrarán este domingo en Cataluña.
Mi idea es la que recoge el título: el voto que algunos califican de inútil puede ser considerado útil en estos comicios.
Pero no vean en esto una entrega ciega al optimismo. Es sólo la noticia buena, que viene acompañada de su par opuesto, la noticia mala: el voto que algunos califican como útil puede ser considerado un voto contrario a la utilidad.
Ambos oxímoros (lo útil inútil y lo inútil útil) son posibles, si se dan las circunstancias oportunas, que es lo que me propongo analizar en lo que sigue.
Fijemos primero el objeto de estudio. ¿Qué entendemos por voto útil? Creo que una definición de urgencia debería incluir términos como préstamo, renuncia, confianza, cálculo y amenaza.
Vamos a intentarlo. El voto útil vendría a ser el voto de confianza prestado a otro partido, previa renuncia a votar al que representa mejor los propios intereses, basándonos en el cálculo de que ese partido indeseado será no obstante más capaz de frenar una amenaza mayor.
Está claro que lo que cimenta la elección del voto útil es la idea del mal menor. Cuanto más afilada y amenazante sea la espada de Damocles que pende sobre la cabeza del votante, más dispuesto estará este a provocar, incluso con gusto, que le caiga en su lugar un chaparrón de chuzos de punta, que lastiman mucho, pero matan menos. A mayor calamidad a la vista, más voto útil.
Si la definición que acabamos de pergeñar no está demasiado errada, deberíamos prever que el terreno en Cataluña está generosamente abonado para el voto útil, en particular en el denominado bloque constitucionalista. Porque la magnitud de la tragedia que ha supuesto el gobierno nacionalista es imposible de exagerar.
El procés nos ha traído infelicidad, mucha infelicidad. Cataluña es más triste y más pobre. Amistades, incluso familias, rotas. Tejido empresarial hecho trizas. Sueños de futuro truncados por doquier. Muchos nos recordamos haciendo planes de emigrante. O, mejor dicho, de exiliado, dibujando escenarios vitales en otros lugares más libres, donde no te amargaran la vida.
Así que lo útil debería arrasar. Sin embargo, como adelantamos de la mano de Mill, los principios de los que partamos pueden hacernos mudar el juicio de valor.
Para todo aquel que se enfrasque en una tarea como esta, es decir, la de cuestionar las atribuciones convencionales de lo que es útil o inútil, el texto que hace unos años publicó Nuccio Ordine, titulado La utilidad de lo inútil, es una visita obligada.
En las páginas de este breve y bellísimo manifiesto, como se subtitula humildemente, el autor va ofreciéndonos una preciosista selección de perlas a favor de la mal llamada inutilidad, recopiladas entre lo más granado de la cultura universal, de Sócrates a Calvino, pasando por Aristóteles y Euclides, Dante y Petrarca, Shakespeare y Montaigne, Cervantes y Dickens, Leopardi y Gautier, Oscar Wilde y Baudelaire, García Lorca y Cioran, entre otros.
Los enfoques son muy diversos, como cabe suponer, pero hay un par de ideas que traspasan de manera transversal esa infinidad de elogios de la inutilidad, y ambas tienen que ver con aspectos que ennoblecen la condición humana. Me refiero al ideal y a la libertad.
Buen ejemplo de lo primero sería el famoso albatros de Baudelaire, "cuyas alas de gigante le impiden caminar". Ese don de la naturaleza que permite al ave elevarse a las mayores alturas es visto como un aditamento inútil por quienes no son capaces de levantar la mirada del suelo y se contentan con el vuelo gallináceo.
El ideal es un rango al que no debemos renunciar si queremos enaltecernos ante nosotros mismos.
La extrapolación de lo dicho al voto útil está clara. Votar en conciencia, y no por cálculo, favorece la reconciliación con ese voto entendido como plasmación efectiva del derecho democrático del ciudadano a ver representadas sus opiniones e intereses.
Y esta valoración del voto está estrechamente vinculada al respeto que nos debemos a nosotros mismos. Es difícil evitar que los políticos te engañen, pero está en tus manos no engañarte a ti mismo. Serás su víctima, pero no tu propio victimario.
El Discurso sobre la dignidad del hombre, de Giovanni Pico della Mirandola, sirve para ilustrar ese segundo rasgo de nobleza humana al que hacíamos referencia, la libertad. En la sublime Oratio se nos dice que la esencia de la dignidad humana es el libre albedrío, la facultad de elegir en libertad, con criterio propio, que distingue al hombre del resto de los seres vivos.
Y en esa noble actividad del espíritu, el cálculo utilitarista es una mácula indigna. "¡Se ha llegado a no tener por sabios sino a los que convierten en mercenario el cultivo de la sabiduría!", exclama el gran humanista, para compadecerse acto seguido de la suerte de la púdica Minerva, arrojada, gritada, silbada y prostituida entre los mortales.
Trasladada al ámbito político, esta metáfora sugiere que sucumbir al voto útil supone la desnaturalización del criterio, mutilado en el lecho de Procusto de la utilidad. Supone el sacrificio de las ideas en las aras del consenso, esa olla podrida que, le pongas lo que le pongas, siempre tiene el sabor de las especias que le gustan al dueño de la olla. No en vano en eso consiste la hegemonía. Optar por el voto inútil tendría, por el contrario, esa importante utilidad de evitar convertirse en proxeneta de uno mismo.
Por ende, votar útil es acudir ya derrotado a las urnas. Porque hablamos de renuncias que afectan a la dignidad y a la libertad.
Con todo, a pesar de lo dicho, hay que conceder que existen situaciones en que estas renuncias son admisibles, incluso recomendables, por el mayor valor de lo que está en juego. ¿Podría ser uno de estos casos las elecciones catalanas? Para responder la pregunta es preciso identificar bien la amenaza que tratamos de evitar y que eventualmente podría justificar esas renuncias, que no son nada inocuas.
¿Lo que amenaza Cataluña es el independentismo o es el nacionalismo? No es fácil escoger entre Escila y Caribdis. Ciertamente, el nacionalismo enquistado ha producido una sociedad enferma y claustrofóbica con ciudadanos de primera y segunda, mientras que el independentismo ha estado a un paso de llevarnos a una guerra civil.
Aunque son dos pesos pesados de la perversión política, podríamos estar tentados a escoger el nacionalismo como el menos malo, y por consiguiente optar por el voto llamado útil.
Pero démosle una vuelta más. ¿Cuál de los dos peligros es más fácil de convertirse en realidad? ¿Es más probable que un nuevo golpe de Estado triunfe en Cataluña o que la consolidación de un nacionalismo catalán, hermanado con el progresismo hoy gobernante en España, vaya fragmentando la cohesión nacional (ellos lo llaman régimen del 78) pieza a pieza, hasta que la independencia caiga como fruta madura?
A los catalanes que queremos seguir siendo españoles, del independentismo, mal que bien, nos protege el Estado. Difícilmente nos abandonará Su Majestad, difícilmente se inhibirá el Poder Judicial y muy difícilmente incumplirán su deber las Fuerzas Armadas.
Del nacionalismo, sin embargo, no nos protege nadie. Sólo nos tenemos a nosotros mismos, la sociedad civil, que por fortuna está movilizándose de manera encomiable, y a los representantes políticos que nos representen en el Parlamento catalán, gracias a nuestro voto.
Hoy por hoy no hay mayoría constitucionalista posible. Hacer creer al votante que existe posibilidad de formar un Gobierno constitucionalista en Cataluña es mentir. La mentira tiene las patas cortas: el votante hace números y se desincentiva, o prostituye su voto.
Con la aritmética actual, no hay escenario mejor que el de consolidar una oposición fuerte. Hay que aceptarlo con realismo, sin un ápice de resignación ni derrotismo. Como cantaba Joan Manuel Serrat: "Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio", que seguía así: "Y no es prudente ir camuflado eternamente por ahí ni por estar junto a ti ni para ir a ningún lado".
Pero el objetivo de organizar una oposición fuerte no es un premio de consolación. Es la oportunidad de hacer las cosas bien. Lo más grave para los catalanes que nos sentimos españoles no es no poder impedir que el nacionalismo gobierne de nuevo, sino privarnos nosotros mismos de una oposición fuerte y con las ideas claras que pueda presentar la guerra cultural, esa necesaria alternativa al programa de construcción nacionalista implementado durante decenios.
Ese voto inútil, que no nos exige renunciar a la dignidad y el libre albedrío del voto, puede ser además decididamente útil. Ese voto en conciencia, imprescindible, será útil para formar una oposición preparada no sólo para detener en el futuro los posibles nuevos intentos de ruptura de los independentistas (para eso, insisto, ya está la Guardia Civil), sino sobre todo para ir sentando con seriedad y criterio las bases de la nueva cultura política que deberá ser hegemónica en la Cataluña regenerada del futuro.
*** Pedro Gómez Carrizo es editor.