La neumonía, la maldita neumonía bilateral. Y la muerte en lunes, que ya avisó Gil de Biedma que los días laborales "tenían razón" (la peor de las razones). Digamos que Quique San Francisco era algo así como el santo patrón de lo que llaman la mala vida, pero en el fondo no hizo más que llevar a cabo el mandamiento de "vivir a tope hasta el final", que diría Sabina antes del ictus. A Quique hoy lo lloran las calles cachondas de Argüelles, su Delorean (cerrado por la pandemia) y su Gandarío, donde gestionaba contratos y bolos ante una muchachada que desconocía al coloso, flaco y a vuelta de todo, que era Quique.
A mí, por no complicarse me llamaba "Tito Miguel" (fue mi tío Miguel quien me lo presentó como "el artista") y desde entonces, en los días de alivio de la pandemia era una suerte cruzármelo y charlar bajo un póster de Regreso al futuro y el morro de un seiscientos empotrado en el garito, justo encima de la máquina de palomitas. Eran otros tiempos, quizá los mejores, pero antes de nada el cronista viajó en AVE de Málaga a Madrid en una tardenoche de invierno como en la que le escribo, y puso (San Francisco, digo) al populismo de chupa de dómine. Por eso lo santifiqué.
Se le hacía colchonero y era del Madrid, y se le atribuían calaveradas que no fueron tantas. Dijo González Ruano que para ser alguien en este business hay que crearse una leyenda, aun falsa. Quique ni siquiera cultivó nada; acaso que, como dice Agustín Pery, llevaba la muerte en la cara, como Antonio Vega y como tantos otros cuyo fundido a negro, "tristemente", no nos sorprende.
Sus rasgos, sus historias familiares y castrenses; todo ello lo convirtió en esa suerte de antigalán que triunfa en España. Así sea desde José Bódalo a Fernán Gómez pasando por Gabino Diego, que es de lo que el viñetista Rodera llama "ramillete triunfante de genes".
Hay veces que despedir a alguien querido, a alguien que formaba parte del paisaje urbano del Madrid reducido que es el más nuestro deja un sabor a hiel y a mascarilla. La última vez, en una terraza ajardinada de PVC, Ondarra y yo le presentamos a Bea Fanjul; y cruzó un cometa y la noche se hizo suave. Por eso mismo, yo recuerdo esa última noche y ese entrecruce entre dos rubios fotogénicos, aunque en diversos registros. Cada cual según sus necesidades, que es cita del catecismo comunista.
Quique San Francisco se preparaba sus bolos, y absorbía con un fatalismo canallita y guasón lo que acontecía en la puñetera rue. Cubatas y tabaco mañanero en el Finisterre, citas de Lope en el Argüelles universitario, rondas que uno bebió gracias a su generosidad... Todo eso se ha ido en un Argüelles en el que cada vez son menos los del paisanaje que tuvo a Neruda y a Galdós.
Luego, y aunque en el responso no sea necesario, conviene señalar la capacidad de hacer suyo el personaje. Lo mismo al Tinín de la bodega astur del Cuéntame a lo que le pedía José Luis Cuerda. Todo eso, ya digo, en una apostura actoral que le iba bien a la España de la época. Se podría ir diciendo de San Francisco aquello del poeta de "quien lo probó, lo sabe". Pero sería un mero reduccionismo de alguien cabreado por los simones y compañía, que llevaba mascarilla de mala gana y que a los jóvenes, con sorna, nos aguardaba un futuro de "mierda, gordi". Porque para Quique el interlocutor era siempre un "gordo", aunque estuviera en la barra con Nairo Quintana recién salido de Supervivientes.
Uno recuerda a Quique y esas noches salvíficas en que Sánchez nos dejó salir. La última noche que da pie a este obituario, en el Delorean, junto a él compré una camiseta que rezaba "Serendipia". No sé por qué lo cuento.
Le encantaba que le imitara a Carlos Hipólito en el papel de Carlitos Alcántara maduro y sé de primera mano que se ha ido entre el amor de los suyos.
Lo llora uno por lo que no le preguntó y por lo que Quique no va a escribir sobre la España que nos acecha.
Quique San Francisco, actor y humorista, nació en Madrid el 10 de marzo de 1955 y murió en la misma ciudad el 1 de marzo de 2021.