Diría que llevo toda la vida riéndome de Miguel Bosé. Ese modo de andar, ese look chachachá. Daba igual verlo cantando Don Diablo en archivo que enlazando onomatopeyas en presente con Morena Mía ("¡Uh! ¡Ah! ¡Café!").
A veces se aparece en pesadillas su intervención cantando Amante Bandido en el concierto por el cuarenta aniversario de Los 40 Principales. Las convulsiones que empezó a ejecutar sobre el escenario del Vicente Calderón generaron más de un trauma entre los espectadores. Ataviado como para pintar la casa un sábado por la mañana, parecía el profesor de Historia empeñado en demostrar a los alumnos durante el viaje de fin de curso que el que tuvo, retuvo. “Que sí, que yo de joven cantaba en una banda”.
Eso en la música. En el cine quedan, entre otros hitos, su juez instructor a lo Baltasar Garzón de Tacones Lejanos (Pedro Almodóvar, 1991). Esa barba postiza como de Vicente Rico. No podemos olvidar la faceta intelectual. Condensar la muletilla “quiero decir” en una sola palabra (“quicir”) ha sido una de las aportaciones más relevantes para la economía de lenguaje en el castellano contemporáneo.
Durante todo ese tiempo, Bosé fue una figura harto respetada en la España social y cultural. Con excepciones puntuales. Algún rumor malintencionado desmentido en horario de máxima audiencia, algún chaval gamberro cambiándole la letra a Amante Bandido (ya en los 80 se llevaban una reprimenda; hoy podrían jugarse el ingreso en un correccional).
Su vida privada, exitosamente protegida pese a su fama casi sin parangón, ha salido a la luz como el agua de una presa desbordada
Sus posibles excentricidades no eran más que consecuencias tolerables de la genialidad. Apoyar a Felipe González en 1996 y convertirse en rostro de TVE durante el gobierno de José María Aznar no está al alcance de cualquiera.
Esta tendencia se ha ido revirtiendo en los últimos años. Su vida privada, exitosamente protegida pese a su fama casi sin parangón, ha salido a la luz como el agua de una presa desbordada. En una especie de metáfora cruel, el icono de la España de la modernidad se ha convertido en el pimpampum favorito del marasmo triste en el que nos encontramos. Si buscas chico formal, búscate uno más alto.
El negacionismo ha puesto la guinda. Al abrazar un argumentario pandémico abiertamente disparatado, Bosé ha terminado de agotar cualquier crédito que le quedara frente a la jauría. Paso a paso, su huella han de seguir, como lobos van detrás de él. Ahora valen hasta chistes sobre su maquillaje ocular que parecen sacados de un casete de Arévalo, pero que salen de la boca de los más exquisitos cómicos de guardia de la televisión generalista.
Los mismos que decían “¡vamos a morir todos!”, entre risas, en los albores del coronavirus. El reflejo de una persona en sus horas bajas no mueve a la compasión, sino al escarnio. Es el chiste de Gila del “¿me meto o no me meto”? ante la pelea callejera de tres grandullones contra una piltrafa.
Tiene que haber un término medio entre no dar difusión a supercherías y hostigar a todo aquel que decida avisar de la llegada del apocalipsis
Todavía acabará siendo una de las consecuencias de este tiempo. La pérdida del estatus intelectual de determinados profesionales del mundo del espectáculo que han gozado de un altavoz privilegiado para comentar las cuestiones sociopolíticas cuando su discurso ha agradado a ciertas corrientes de creación de opinión. Miguel Bosé ha sido el principal exponente.
Pero hay otros ejemplos, como Enrique Bunbury o Victoria Abril. La (excelente) actriz llegó a ser acusada de desinformar. Quizá no hemos sabido definir bien qué es una fuente de información y qué no. Tiene que haber algún término medio entre no dar difusión a supercherías de tres al cuarto y hostigar a todo aquel que decida erigirse en orate avisando de la llegada del apocalipsis, a gritos, en la Puerta del Sol. Acabamos siendo un poco Javier Cárdenas extendiendo el micrófono ante Carlos Jesús.
Jordi Évole, que no se caracteriza por privar a su público de lo que este desea ver y escuchar, ha hecho un esfuerzo por hacer un retrato mínimamente humano del personaje. No me veo capaz de determinar si ha tenido que ver su amistad personal.
El Bosé que nos ha mostrado ha confirmado los temores. Un pobre hombre en un mal momento. Huracán, huracán abatido. Alguien que necesita ayuda, preferiblemente fuera del foco. La navaja acechará. Alguno habrá tentado de hacer mofa con su aspecto, sus teorías delirantes o la mella que sus problemas han dejado en la voz. Pero lo que pide el cuerpo es mostrar compasión, dejarle en paz y no sumarse a la turba. Ya nos reímos lo suficiente cuando era un emblema.
No dirás que no.
*** José Ignacio Wert Moreno es periodista.