“Este Parlament, señoras y señores diputados, debe comenzar a construir la Catalunya de nuestros sueños, y para hacerlo necesitamos el esfuerzo de todos. Tal como decía esta mañana el honorable president Tarradellas, es necesario que Catalunya esté unida. Y sólo podremos llevar adelante esa tarea si de verdad la Generalitat, y en primer lugar su máxima institución, este Parlament, sabe trabajar para todos los catalanes; para todos los catalanes cualquiera que sea su lugar de origen. Es necesario que este Parlament no decepcione a nadie, que todo el mundo se sienta en él auténticamente representado y que, trabajando para todos, trabaje en definitiva para Catalunya”.
Aquella tarde del 10 de abril de 1980, el primer president de esa Asamblea recién elegida, haciendo propias las sabias palabras de Tarradellas, estaba definiendo los términos de un solemne pacto social y político. Cataluña recuperaba sus instituciones de autogobierno. Y se proponía hacerlo para ponerlas al servicio de todos y cada uno de los catalanes. De todos, “cualquiera que sea su lugar de origen”.
Aceptada esta premisa fundamental, la sociedad aceptó tácitamente una contrapartida. Esas nuevas instituciones, aun destinadas a servir a todos, tendrían como lengua propia la lengua catalana.
Siempre es fácil que el presente tiña de color la mirada que proyectamos al pasado. Pero la realidad histórica es que, unas veces con paternalismo, otras con clientelismo y otras con verdadero afán de servicio, los catalanes que tienen el castellano como su lengua propia recibieron durante décadas la más plena atención del poder catalán.
La Generalitat (como administración), sin ser propiamente bilingüe, nunca dejó de usar el castellano en sus relaciones con el ciudadano.
Sin embargo, el Parlament sí quedó desde aquel día de 1980 herméticamente cerrado a toda intromisión lingüística de la otra lengua de Cataluña. Discursos en pleno o en comisión, actas y documentos internos y externos. El Parlament ha hablado sólo en catalán desde su constitución.
Es evidente que eso ha sido una anomalía social y política, tácitamente aceptada e incluso defendida como indispensable por muchos intelectuales de la izquierda. Anomalía indiscutible.
Introducir una sola palabra de castellano entre los muros del Parlament era una afrenta al autogobierno, una traición a la Historia
En Cataluña, según datos oficiales de la propia Generalitat, un 52,7% de la población se expresa en primer lugar en castellano y un 46,6% la considera su lengua de identificación (la expresión es del propio instituto de estadística oficial).
Y, sin embargo, durante décadas, ni una sola de esas personas escuchó jamás a alguien hablar su propia lengua en la sede propia de la democracia catalana. Ni siquiera a ninguno de sus servidores públicos que habían llegado a sus escaños con sus votos. El Parlament se ocupaba de ellos (o eso decía). Legislaba para ellos, designaba a sus gobernantes (incluyendo a los responsables de la televisión propia, de su sanidad, de la educación de sus hijos). Autorizaba parte del cobro de sus impuestos y cómo se gastaban incluso los pagados al Estado. Regulaba su economía.
Pero introducir una sola palabra de castellano entre los muros donde todo eso se decidía era una afrenta al autogobierno, una traición a la Historia. Algo que todos aceptamos sin rechistar. Todos.
La llegada al poder del independentismo sectario ha hecho saltar en mil pedazos ese acuerdo irracional. Cierto es que el primero en cuestionarlo fue un joven abogado que, por carambola, había sido proclamado candidato de una nueva fuerza política y que (tras exhibirse en pelota picada en las vallas de las grandes ciudades) entró en el Parlament en 2006 con el ánimo de sacudir sus columnas y los cimientos mismos del autogobierno.
Pero (en mi opinión) ahí estuvo el problema entonces. Albert Rivera no entró en el Parlament para defender otro proyecto para el autogobierno y las instituciones de Cataluña. No. Rivera se presentó para cuestionarlas, dañarlas o, en algún caso, destruirlas. Y así convirtió la lengua castellana, en sede parlamentaria, en la lengua de los enemigos de la autonomía.
De este modo, Ciudadanos inauguró una anomalía tan errónea y tan grave como la que pretendía corregir. Mientras desde la tribuna parlamentaria o los escaños de los parlamentos autonómicos de A Coruña, Vitoria o Sevilla han resonado en castellano múltiples discursos y soflamas profundamente autonomistas o incluso nacionalistas, en Cataluña esa combinación de lengua y mensaje no se ha dado jamás.
El castellano ha sido ahí, en sede parlamentaria, tan sólo la lengua del centralismo, la lengua de quienes sólo estaban allí para criticar y destruir unas instituciones y una identidad respetadas y defendidas por una amplísima mayoría de catalanes.
Inés Arrimadas tuvo en ello un brevísimo paréntesis (incluso un día, en sus inicios, le dije bromeando que a veces casi sonaba a discípula de Miquel Roca). Pero aquello duró poco. Y, en cierta medida, lo entiendo y lo excuso.
En el Parlament de 2017, los independentistas secuestraron las instituciones, rompieron el pacto fundacional de la autonomía catalana y dejaron de trabajar para todos los catalanes.
Convirtieron el catalán en ariete de su nueva guerra, ensuciaron con su sectarismo enfermizo los organismos destinados a su protección y su defensa (pocos recuerdan ya que Òmnium era una institución cultural y lingüística) y comenzaron a tratar como forasteros en su propia tierra a quienes no tuvieran el catalán como lengua de identificación.
Y en eso siguen.
Por eso, 41 años después de su sesión inaugural, ha llegado la hora de corregir la anomalía del Parlament. El castellano debe entrar en el hemiciclo con normalidad. Lo que no significa ni cuotas ni un falso 50%. Normalidad. Y Salvador Illa ha hecho lo que debía al iniciar ese nuevo rumbo en su primer discurso en el pleno.
También lo que queda del PP y de Ciudadanos en aquella Cámara hará bien en hablar más en catalán. Catalán y castellano. Castellano y catalán. Como en la calle. Como en los patios de las escuelas, como en las familias, como en las fiestas, como en los bares, como en las fábricas, las oficinas y los hospitales…
Porque así es la realidad de los electores de unos y otros. Excepto los de Vox y los del independentismo. Sólo así el Parlament podrá volver a ser de verdad algún día una Cámara de todos que “no decepcione a nadie” y en la que “todo el mundo se sienta en él auténticamente representado”.
*** Ignasi Guardans es doctor en Derecho y analista en políticas públicas.