Secesionismo merengón
El autor recela de una Superliga que permitirá a los grandes clubes garantizarse un puesto en la elite “que antes había que luchar”.
Lo peor es la cobardía. El querer asegurarse, desde hoy y para siempre, un puesto en la mesa de los grandes que antes había que luchar. A menudo, hasta el último minuto de la última jornada. El querer asegurarse un dineral que antes había que merecer.
Y este aceptar, con la excusa de la pandemia (que en un de Quincey de manual empezó cargándose el Estado de derecho para acabar cargándose hasta el fútbol), que lo importante es participar. Esto antes sólo lo decían los pequeños (niños y clubes) que con algo tenían que conformarse.
Es un argumento iliberal, antidemocrático y casi golpista, es cierto, de quien cree que porque ganó ayer puede erigirse ya en campeón eterno.
No es casualidad que todo esto lo pilote y lo dirija Florentino Pérez. La Superliga no es más que el triunfo de esta tecnocracia que gobierna Europa y que gobernará ahora el futbol como gobierna Pérez, aunque no cualquier Pérez, el Real Madrid.
En algún noticiario se decía que todos esos clubes fundadores son Sociedades Anónimas menos Madrid y Barça, que dependen de sus socios. Pero el socio del Madrid ya no vota. Para qué va a votar si nadie podrá dar ni prometer más de lo que promete y da Florentino Pérez. Títulos y señorío y fichajes estrella.
Al socio del Madrid hace años que le dieron un golpe de estado posmoderno, tecnocrático, limpísimo como su camiseta y cosmopolita como su ciudad, y ahora el Madrid es como Europa (¡Europa dentro de Europa!). Triste democracia de nombre, entusiasta tecnocracia de hecho.
Así puede morir el fútbol en Europa, como moría la democracia en La Guerra de las Galaxias, entre entusiasmados aplausos.
Queda el Barça y poco más, y sería lamentable que se usase esta urgencia económica cortoplacista y esta falsa promesa de eterna grandeza para convertir, de iure o de facto, a nuestro club en una sociedad anónima. Aunque nuestro Florentino fuese Joan Laporta.
Porque toda la gracia del deporte se basa en la posibilidad de la derrota. En la posibilidad, incluso, de que la derrota parezca definitiva. Que cada Champions pueda ser la última. Esa sensación que es fundamental no olvidar porque es la que da sentido a cada Champions ganada y a cada Champions perdida.
La gracia de jugar contra Citys y Juventus está en lo raro que es jugar contra ellos. En que es algo que no pasa muy a menudo.
Es de sobra sabido que es la escasez lo que determina el valor de las cosas y con los grandes partidos pasará lo mismo que con los grandes pedruscos. Y que sólo a un niño puede entusiasmarle la idea de cenar pizza y helado cada noche.
Y es ese miedo, esa nostalgia por los malos años que dicen que pasamos sin ganar ni un triste título importante, lo que da valor a cada una de estas Copas del Rey que les levantamos a Athletic, Sevilla y equipos semejantes. El recuerdo de que un día, según cuentan, también fuimos como ellos, pero, sobre todo, el miedo a que cualquier día lo volvamos a ser.
Ese sentarse en el sofá, Coca-Cola en mano y sabiendo que estas semis pueden ser las últimas que vivas en muchos años. Que el soci puede votarte al enésimo nuñista y que un par de temporadas y un par o tres de jubilaciones históricas te devuelvan a la mediocridad de esos años, dicen que décadas, en las que no ganábamos ni para pipas.
Esa sensación de la que hablan los mayores del lugar, con una nostalgia no exactamente feliz, pero sí orgullosa, de un modo que, me temo, ya sólo nos permite el fútbol. Y que ahora nos quieren quitar.
Con la Superliga ya no podremos caer tan bajo porque siempre seremos ricos y siempre seremos elite. Y, por eso mismo, tampoco podremos volar tan alto. En la Superliga, como en la vida misma, el miedo a la derrota, el miedo a la decadencia, nos hace arrastrar con nosotros a todos los que nos rodean.
La derrota es solitaria y es por miedo a esa soledad que estamos arrastrando ahora con nosotros a todo lo grande que hay en Europa. Los clubes fundadores están comprando seguridad y vendiendo decadencia. Una decadencia que puede ser larga y dulce y con un VAR que funcione a las mil maravillas y en todos los idiomas, pero decadencia al fin y al cabo.
Con una competición donde se enfrenten siempre los mismos y vayan jugando cada año un fútbol más uniformado, sin futbol italiano, inglés, alemán o español. Sin estos ciclos de crecimiento y decadencia nacionales que tanto molestan al proyecto europeo, pero que tanta vida le dan al fútbol y a la democracia en general.
Habrá otro futbol, y será distinto a todos, pero no mejor que ninguno.
La Superliga nos irá acostumbrando a la mediocridad de ir ganando liguillas domésticas que ya no valdrán casi nada y a perder cada año títulos que lo valen todo.
La única seguridad que nos ofrece la Superliga es la de ser cola de león, que es la condición más triste del mundo porque siendo fatal no llega a ser trágica. Yo me temo que, poco a poco, a todos se nos va a ir poniendo un poco cara de Cholo Simeone.
*** Ferran Caballero es profesor de Pensamiento Contemporáneo en la Universidad Pompeu Fabra y de Pensamiento y Creatividad en LaSalle-Universidad Ramon Llull.