El relato circular a toda velocidad de Pablo Iglesias
“¿Qué tipo de película haría yo ahora? Haría un ‘Podemos’: un grupo de gente que se reúne y monta un partido político” (Mariano Ozores)
No es un recurso narrativo demasiado original. El relato termina situando al personaje en el mismo punto en el que nos lo presentó al principio. Un ejemplo: Barbra Streisand repartiendo propaganda comunista en Tal como éramos (Sidney Pollack, 1973). El truco queda especialmente resultón en los biopics. Observando a Pablo Manuel Iglesias Turrión, ¿quién no ha pensado alguna vez que parecía creerse el protagonista de una película, de ciertas ínfulas, sobre sí mismo?
Iglesias ha anunciado que deja la política. Varias informaciones apuntan a que su futuro está en su pasado: la docencia y los programas de televisión. ¿Es el final? Por lo pronto, lo parece. De modo que las páginas se han llenado de réquiems. Sus enemigos declarados se han cobrado las facturas pendientes. Y sus escribas han firmado textos que harían pasar al Sáenz de Heredia de Franco, ese hombre (1964) por un frío observador de la realidad.
Queda algún tiempo para poder trazar su perfil con algo de perspectiva. De momento, encontramos la tentación de hacer de su auge y caída un relato en paralelo al de Albert Rivera. Los iconos de la nueva política y tal.
No se trataría en ningún caso de un paralelismo perfecto. Pero sí puede decirse que ambos han sido arrollados por el exceso de velocidad que ellos mismos contribuyeron a imprimir a la política española a partir de 2014. Esta pasó de ser un septuagenario volviendo del centro comercial con la satisfacción de la compra semanal cumplida a un chaval que se saca el carnet después de una adolescencia viendo en bucle la saga The Fast & the Furious.
Siete años parece un periodo de tiempo razonable para que alguien con ambición política se foguee en un ayuntamiento o un parlamento regional antes de decidir cuál será el siguiente paso.
En Iglesias ha sido suficiente para completar el referido ciclo de auge y caída. Del mundo académico al mediático, primero underground y poco después ya mainstream. Y a partir de ahí: cabeza de lista en unas elecciones europeas, cuatro generales y unas autonómicas madrileñas. Eurodiputado, líder de grupo parlamentario, vicepresidente segundo del Gobierno y no ha sido diputado en la Asamblea de Madrid porque no ha querido. Insistimos: todo en menos de siete años.
Los tiempos frenéticos han creado adictos a la adrenalina electoral, a los que los proyectos de gestión les generan un síndrome de abstinencia
Pablo Iglesias no ha necesitado pasar la Covid para perder el olfato. Negarle que lo tuvo, y muy fino, sería una racanería hija del sectarismo. Supo leer como nadie entre las líneas del descontento del 15-M, y permitir que todo aquello, antesala en 2011 de la mayor etapa de concentración de poder del Partido Popular, pasara del estado gaseoso al sólido en ese 2014 fundacional.
La manera en que agitó el rocoso esquema de partidos español sí quedará para la Historia. Tuvo la capacidad de envolver su mensaje rupturista, en parte antisistema, y marcadamente enfrentado a la Transición, en un papel de regalo que resultó de enorme atractivo para una gran masa de españoles, sobre todo de la generación de la crisis, que se sentía totalmente desconectada de sus políticos.
Concentró una importantísima representación parlamentaria, que jamás transformó en poder. Coreó “¡sí se puede!” tras el triunfo de la moción de censura que alejó a su partido (¿para siempre?) de la posibilidad de superar a un PSOE con el que en aquel entonces estaba prácticamente empatado. Después de que esa representación menguara drásticamente, consiguió una cuota de gobierno desproporcionada.
Y entonces se aburrió en el despacho. La política hoy es un conjunto de líderes que tienden a aburrirse en los despachos. Los tiempos frenéticos han creado una generación de adictos a la adrenalina electoral, a los que los proyectos de gestión a cuatro años les generan un síndrome de abstinencia digno del cine de Eloy de la Iglesia. Quizá algún día, Pablo Iglesias recuerde que consiguió ser vicepresidente segundo del Gobierno con 35 diputados y que abandonó el cargo voluntariamente a los trece meses para que su partido ganase tres escaños más en un parlamento regional en el que era quinta fuerza.
Iglesias se convirtió en todo aquello que criticó. No es el cliché del chalet de Galapagar. Es una concepción del poder político que bien podría quedar resumido en viñeta tuitera de Daniel Gascón. “Las cosas no estaban mal porque estuvieran mal. ¡Estaban mal porque no las hacíamos nosotros!”.
Su relato vicepresidencial ha sido desolador. El discurso hacía buena la caricatura que se había hecho de él desde el principio
El intento, a punto de resultar exitoso, de politizar todavía más el método de elección del Consejo General del Poder Judicial es el mejor ejemplo. El político arrastró a su partido y a su nutrida corte de prescriptores mediáticos a la parálisis en el marco de 2014. Ha sido incapaz de pasar la pantalla. El mensaje, que ya era declinante en 2018, no ha sabido adaptarse a un contexto en el que hace casi tres años que el presidente del Gobierno lo es gracias a sus votos.
Su relato vicepresidencial ha sido desolador. El discurso hacía buena la caricatura que se había hecho de él desde el principio. La idea principal venía a decir: “Chicos, lo he intentado, pero, no os lo vais a creer: ser vicepresidente de este sistema no sirve para nada. Estoy atado de pies y manos. Aquí mandan el Ibex y los poderes mediáticos”. Cabe deducir que excluye de estos últimos al panfleto digital que apadrinó, toda una muestra de la estima intelectual que sentía por sus votantes potenciales.
La campaña madrileña ha seguido esa línea. Iglesias ha sido esa vieja gloria de la interpretación que se resiste a dejar de incorporar el arquetipo que le dio fama, aunque sea a costa de sustituir con postizos lo que al principio de la carrera eran elementos naturales. Hacía esfuerzos por resultar convincente llamando a gritos a la guerra civil entre Vallecas y Pozuelo. Pero el cansancio delataba al actor que intenta reconectar con su público volviendo a los mismos tics que un día fueron aplaudidos.
¡Paren las rotativas! Iglesias se ha cortado el pelo justo a tiempo de arruinar la bella idea de relato circular sobre la que nacía este artículo. Bueno, qué se le va a hacer. ¿Habíamos hablado al principio de un biopic con ínfulas? Pocos días antes de recibir el Goya de Honor en 2016, Mariano Ozores contó que, de volver al cine, le gustaría rodar una comedia sobre el fenómeno de Podemos y su líder. ¿Qué habría resultado de llevarse a cabo semejante propósito? Difícilmente lo sabremos. Pero por lo menos acabamos de ver cómo habría sido la última secuencia.
*** José Ignacio Wert Moreno es periodista.