La autocrítica liberal
"Todo aquello que sofoca la individualidad, sea cual sea el nombre que se le dé, es despotismo" (Stuart Mill)
Es un hecho probado. A nadie se le oculta ya la crisis que sufre el liberalismo como marco político en Occidente. El ascenso de determinadas formas de populismo, la proliferación de nuevos desafíos políticos y las seductoras alternativas que están formulando potencias como China o Rusia suponen ya algo más que un riesgo teórico a los fundamentos de la democracia liberal.
Si a todo ello sumamos la erosión del espacio público de deliberación y de las instituciones, estaríamos siendo negligentes si pensásemos que esta crisis de legitimidad de la democracia y el Estado de derecho podrá resolverse sin demasiado esfuerzo con algunas recetas más o menos clásicas.
Los liberales de amplio espectro (desde el socialismo à la Bobbio hasta el libertarismo) llevamos demasiado tiempo haciendo sonar algunas alarmas que difícilmente podrán protegernos. En no pocas ocasiones nos escandalizamos y solemos señalar con el dedo las prácticas contrarias a una higiene democrática que hasta hace pocos años parecía graníticamente fortificada. Nos equivocábamos entonces, cuando borrachos de optimismo y Fukuyama abrazamos el fin de la historia. Y nos tropezamos ahora, cuando queremos resolver con afanes positivistas y denuncias el ascenso de la tentación iliberal.
En un mundo cada vez más incierto y volátil, los ciudadanos están pidiendo estabilidad y certezas
Los intelectuales más finos de la tradición supieron certificar la condición irreversible de la historia. Tocqueville jamás pensó, por ejemplo, en invertir el curso de ninguna revolución por más que fuera extraordinariamente lúcido a la hora de diagnosticar sus excesos. Del mismo modo, el diagnóstico liberal debería abandonar la airada sorpresa cada vez que, por ejemplo en nuestro país, se ejecuta una violación de la separación de poderes. La atroz intromisión del Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial en el caso de los indultos, como último ejemplo, resulta del todo irrelevante mientras existan ciudadanos dispuestos a dar por buena la graciosa injerencia. Ya saben lo que decía Hobbes: auctoritas, non veritas, facit legem.
Además de denunciar los excesos del adversario, la democracia liberal debería reflexionar sobre cuáles son sus fallas y en qué medida las alternativas que tantos consideramos profundamente indeseables están siendo capaces de brindar no sólo relatos, sino prácticas y políticas alternativas con un gran poder de seducción para una mayoría creciente de ciudadanos. El liberalismo surgió como una defensa del individuo frente al poder despótico del monarca, pero es muy posible que los dispositivos afectivos y emocionales que hicieron surgir aquel torrente de ideas hoy no movilicen demasiadas voluntades.
Los jóvenes de hoy no temen a ningún rey absoluto, ni tan siquiera reconocen en las instituciones democráticas un instrumento al servicio inmediato de sus proyectos vitales. El debilitamiento del pacto social, el derrumbamiento de ciertas esperanzas y la desconfianza recíproca harán imposible reactivar la vigencia de las conquistas liberales si no sabemos actualizar algunos de sus fuegos sagrados. Los partidos jamás se ganan protestando al árbitro.
En un mundo cada vez más incierto y volátil, nuestros conciudadanos nos están pidiendo estabilidad y certezas. Tal vez por este motivo el relativismo imperante en décadas pasadas esté dando paso al triunfo de relatos morales perfectamente distinguidos y saturados. La cultura woke o el conservadurismo pueden parecer alternativas contrarias, pero su éxito ascendente se debe a un rasgo compartido: son doctrinas holísticas y totales que pautan un rumbo exacto acerca de cómo debemos vivir y qué cabe esperar.
La tolerancia liberal ha pasado a degradarse hasta asumirse como un pacto de no agresión
Algunos liberales se sentirán desarmados ante proyectos morales tan fuertes y explícitos como los que empiezan a abrirse paso, pero ese es sólo un espejismo. El liberalismo clásico se funda sobre unas profundas convicciones morales que se emparentan con el republicanismo cívico, y es ahí desde donde debería reconstruirse una opción afanada en defender la virtud pública desde la protección y la custodia del individuo.
La tolerancia liberal, en las últimas décadas, ha pasado a degradarse hasta asumirse como un pacto de no agresión o, incluso, hasta convertirse en una perfecta indiferencia sobre el modo de vida de nuestros conciudadanos. Ese es un error imperdonable. La prudencia epistémica de la tradición liberal puede limitar la promoción de determinados modelos de vida desde el Estado, e incluso puede ser enormemente protectora en determinados ámbitos privados, pero jamás debería renunciar a la deliberación pública sobre los criterios morales que deben regir nuestra comunidad política.
El liberalismo ni puede ni debe abandonar su esfuerzo en procurar consensos que activen una promoción de la virtud civil. Si la democracia liberal confía en el pluralismo no es porque concedamos una aprobación indolente y despreocupada a las vidas de los otros, sino porque confiamos en el contraste informado y en la comparación crítica y dialogante de distintos ideales de vida. El pluralismo es un recurso para distinguir el bien y el mal, no es una coartada para abandonar la búsqueda de un ideal compartido.
No importa cuán cómodos se hayan sentido algunos con la muerte de los metarrelatos y con ciertas experiencias nihilistas de la vida en común. Aquel tiempo, son demasiados signos los que lo anuncian, ha terminado. El liberalismo podrá optar por su descripción más formal, economicista y desnuda, o recuperar la ambición moral de sus raíces. En las décadas que vienen, me atrevería a apostarlo, vamos a necesitar más a Locke y a Stuart Mill que a Hayek o Friedman.
*** Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.