Nosotras, las mujeres
La igualdad de oportunidades, derechos y deberes entre personas es una realidad cotidiana en Occidente. Pero siguen existiendo grupos que han hecho del victimismo su razón de ser.
Una chica, catedrática de universidad y con las condiciones cognitivas en buen estado, decía el otro día “nosotras, las mujeres”.
Se hacía ufana portavoz de un sindicato que abarca a la mitad de la población mundial. Ya quisieran las desangeladas unions contar con semejante clientela. Más ahora que ya no hay proletarios.
La alegría de las mujeres militantes en la causa de las mujeres del mundo las lleva a ponerse más revoltosillas y, si se quita el sonido, pueden verse imágenes muy gentiles entre movimientos y sofocos repentinos. La defensa de las mujeres del mundo las acalora.
Si los líderes sindicales, con sus fulares y sus ronqueras, se inflaman todavía delante de cuatro gatos, las que llaman activistas no paran de actividades, porque ciertamente debe de resultar ocupadísimo representar a 4.000 millones de seres, docena arriba docena abajo. Hay que reconocerles el derroche energético, que cansa sólo de verlas.
La pelea contra la delusión identitaria no ha triunfado casi nunca, pero tuvo sus partidarios entre aquellos que elegían ser intelectualmente apátridas
“Nosotras las mujeres” puede ser el epítome de las ideologías identitarias. La confirmación de una identidad, al parecer, va ínsita en el hardware humano, porque el cerebro construye un montón de espejismos que empiezan por el yo mismo de cada mismidad.
La pelea contra la delusión identitaria no ha triunfado casi nunca, pero tuvo sus partidarios entre aquellos que elegían ser intelectualmente apátridas, neutros, irreductibles a la formación en bande.
La ciencia demuestra que el hombre cambia casi a cada hora y que todo cúmulo biológico es una estructura particular. Pero la soledad es difícil de sufrir y crea serios problemas a la supervivencia misma. Los hombres se fueron juntando para prosperar y con el tiempo firmaron contratos sociales de mucho mérito. Pero a la vez se amontonaron grupos variados que se reconocían rasgos distintivos, bien partiesen de la tierra que habitaban, bien de su apariencia física, bien de las propias condiciones vitales.
Muchos de estos grupos, algunos ya bien consolidados, han ido conformándose negativamente, por reacción a derechos compartidos que se sienten pisoteados. Son grupos, pues, de cariz muy sentimental, cuya contraseña para la membresía ha de ser la compasión. Es decir, una misma disposición a sentirse discriminados.
A cada cosa de que se hable debe adjuntársele una etiqueta sexual como medio imprescindible para mantener el negocio
No importa que haya habido mejoras suficientes para que esa discriminación, real quizá en origen, haya desaparecido y sea puramente anacrónica. El reconocimiento del éxito reivindicativo arruina el grupo, por lo que se requiere una actitud quejumbrosa inmune al tiempo.
“Nosotras las mujeres” es, por tanto, una apoteosis identitaria, pues nunca hasta ahora ha habido, que se sepa, un grupo de plañideros reivindicativos que abarque a media humanidad.
La reivindicación de los derechos de las mujeres, más allá del absurdo locutivo, resulta ridícula en los países desarrollados. El revuelo podría explicarse mejor como reacción a un fin de chollo: la igualdad de oportunidades, derechos y deberes entre personas, independientemente de su sexo, es una realidad cotidiana en Occidente. Pero el reparto de dádivas y subvenciones, con sus cotas de poder correspondientes, sólo se sostiene si el sexismo residual se alza a categoría.
La matraca de género, de hecho, trata de reivindicar ese sexismo insistentemente, de forma que a cada cosa de que se hable debe adjuntársele una etiqueta sexual como medio imprescindible para mantener el negocio: la primera mujer que arbitra un partido, la primera mujer que llega a presidente de una empresa, la primera vez que en un gobierno hay más mujeres que varones.
Su superioridad es directamente proporcional a la intensidad con que manifiesten su condición de víctimas
La catedrática con que arrancábamos contó incluso que ella, como todas las mujeres, se ha sentido alguna vez discriminada por ser mujer. Las quejumbrosas damiselas han interiorizado bien que es esa queja la que las hace fuertes y que su superioridad es directamente proporcional a la intensidad con que manifiesten su condición de víctimas.
Alguien le respondió a la catedrática, así al desgaire, que no sería mucha la discriminación para alguien que había llegado a la cumbre académica. Se colocó el pelo detrás de las orejas, dijo que qué tenía que ver y que ya estaba bien. El punto final de la superioridad moral.
Pero lo dijo al menos con media sonrisa, y la verdad es que tenía una sonrisa un punto picantona, lo que siempre es un bálsamo para los escozores anímicos del macho descarriado.
*** Miguel Ángel González Manjarrés es profesor de Filología Latina en la Universidad de Valladolid.