Parece que ha pasado media vida, pero sólo han transcurrido cinco meses desde que Joe Biden apareció frente al mundo, cámara de televisión mediante, para anunciar que pensaba honrar el acuerdo firmado por su predecesor con los talibanes y dar carpetazo a la presencia militar estadounidense en Afganistán. Eso sí, advirtió, Donald Trump se había comprometido a abandonar el país el primero de mayo y él no estaba en disposición de cumplir semejante calendario. Demasiados cabos sueltos. Con lo cual, explicó, la retirada tendría lugar a lo largo del verano y contaría con un punto final cargado de simbolismo: el 11 de septiembre del 2021.
Con aquel anuncio, Biden buscaba anotar dos tantos.
En primer lugar, poner fin a la guerra más larga en la historia de Estados Unidos. Una guerra que, a esas alturas de la película, ya no entendía prácticamente nadie. Cuando comenzó, los objetivos estaban claros. Borrar del mapa a Osama Bin Laden y al entramado yihadista que lideraba por su ataque contra las Torres Gemelas. Pero la primera parte de la misión se cumplió en 2011, cuando un comando estadounidense apioló al líder terrorista en Pakistán, y lo de acabar con Al Qaeda, bueno, la organización lleva veinte años demostrando que puede seguir actuando al margen de quién gobierne Afganistán. De ahí la pregunta que se ha hecho en los últimos tiempos la mayoría de estadounidenses independientemente de su ideología: ¿qué pintamos allí?
En segundo lugar, poner fin a esa guerra de la forma más digna posible. Es decir: disimulando hasta donde se pueda el fracaso que supone haber pasado dos décadas en un lugar que, a pesar de una inversión estratosférica en vidas humanas y billones de dólares, nunca has conseguido controlar (porque, añadirían los expertos, nunca te has molestado en comprender). ¿Cómo? Retrasando la fecha de salida para no tener que marchar con las prisas y rescatando con un helicóptero, in extremis, a gente apelotonada en la embajada. Esas cosas tan de 1975. Y ya puestos a retrasar un poquito el repliegue, qué otra fecha para ver al último contingente de marines abandonar tranquilamente Kabul que el 11 de septiembre. El mismo día que originó todo, veinte años después. La cuadratura del círculo aliñada con un pie de foto sumamente esclarecedor: cerramos etapa.
En un principio, todo marchó como era de esperar. Su popularidad se mantuvo por encima del 50% y en la cumbre de la OTAN celebrada en Bruselas a mediados de junio hubo apretones de manos y asentimientos. El plan contaba con el beneplácito tanto de la ciudadanía como de sus aliados.
Todo el mundo ha visto cómo la primera potencia solicitó a los barbudos margen para seguir rescatando compatriotas y colaboradores
Entonces llegó, en julio, el cierre de la base aérea de Bagram. Los norteamericanos abandonaron el centro neurálgico de sus operaciones en la región de una forma realmente extraña: con nocturnidad, alevosía y dejando al ejército afgano con un palmo de narices. En paralelo, se filtró un informe de inteligencia que recortaba la capacidad de resistencia del Gobierno afgano frente al avance talibán: desde los dos años hasta… unas pocas semanas. Consecuentemente, llegaron las prisas y, con ellas, un desastre colosal del que se hablará, como mínimo, durante lo que resta de siglo.
No tiene mucho sentido insistir en los sucesos de agosto. Todo el mundo ha visto cómo a mediados de mes, concretamente el día 15, los talibanes entraban en Kabul. Todo el mundo ha visto cómo la primera potencia del mundo solicitaba a los barbudos margen para poder seguir rescatando compatriotas y colaboradores. Cómo miles de personas sufrían avalancha tras avalancha en el perímetro del Aeropuerto Internacional Hamid Karzai, agitando desesperadamente papeles y pasaportes con la esperanza de encontrar hueco en los aviones militares que abandonaban la capital afgana rumbo a latitudes más seguras. Cómo algunas de ellas, tras lograr acceder a la pista, se agarraban a un C-17 en pleno despegue solo para caer a plomo sobre algún tejado de la ciudad segundos después. Y todo el mundo ha visto, en fin, cómo un terrorista del Estado Islámico volaba en pedazos a escasos metros del lugar llevándose la vida de 182 personas, trece de ellas militares estadounidenses.
Previsiblemente, y mientras el resto del mundo asistía ojiplático a la espantada, la ciudadanía estadounidense empezó a mosquearse. El 16 de agosto, un día después de la entrada de los talibanes en Kabul, la popularidad de Biden bajó, por primera vez, del 50%. Dos semanas más tarde, tras el bombazo a las puertas del aeropuerto, el nivel de aprobación del presidente (47,2%) fue superado por el nivel de rechazo (47,5%).
La prensa estadounidense, por su parte, quiso saber por qué Biden estaba a verlas venir. Sus explicaciones, empero, no mejoraron el estado de ánimo de nadie. Declaró que la guerra tenía que terminar sí o sí, dio a entender que de Afganistán no hay manera de salir por las buenas porque aquello es un desastre, ofreció respuestas evasivas al ser preguntado por la opinión de sus generales y, como guinda del pastel, culpó a los afganos de no echarle bemoles al tema. De ser unos cobardes incapaces de plantarse frente a los talibanes, vaya. Un comentario, este último, que logró unir tanto a los académicos que han estudiado la región como a los militares que han luchado en ella: este fulano, concluyeron, no tiene ni puñetera idea.
Con todo, el 46º presidente de Estados Unidos pudo pasar página el 30 de agosto, al ser informado de que el último avión militar estadounidense había dejado atrás Kabul sin mayor, ejem, percance. A continuación se anunció, no sin cierto orgullo, que desde la entrada de los talibanes en Kabul se había logrado sacar, con la inestimable ayuda de los aliados, España incluida, a 124.000 personas. Sin embargo, lejos de motivar ninguna celebración, esa cifra fue contestada con otra: ¿y las decenas de miles de afganos que hemos dejado atrás? ¿Y los 200 norteamericanos que siguen atrapados en Afganistán? La respuesta, una burocratada: "Estamos trabajando en ello".
La mancha de la salida puso ser todavía más negra, si cabe, en el dossier del viejo Joe
Como vivimos los tiempos que vivimos, Afganistán cada vez ocupa menos espacio informativo. Muy probablemente, y salvo hecatombe, en cuestión de semanas el país quedará relegado a las páginas interiores, los dominicales y las revistas especializadas. Otras noticias (un terremoto, unas elecciones, el coronavirus, Taiwán) pedirán paso y, lógicamente, se otorgará.
No obstante, las consecuencias de la espantada prometen durar. No sólo en Afganistán, donde por supuesto que lo harán. También en Occidente. El estamento militar estadounidense, sin ir más lejos, ya está registrando suicidios relacionados con la retirada entre sus veteranos. Matt Zeller, exanalista de la CIA y fundador de la organización No One Left Behind, adelantó a la periodista Megan K. Stack que lo sucedido va a generar "un trauma monumental" entre los uniformados.
A ello hay que sumar el clima político. Estados Unidos celebra sus elecciones midterm, o de medio mandato, el año que viene. En ellas se eligen los 435 escaños de la Cámara de Representantes, un tercio del Senado y un buen puñado de gobernadores. Los expertos no esperan que unos comicios donde se vota en clave local, pensando en la economía, la inseguridad y probablemente también en la pandemia, vayan a verse trastocados por algo que ha sucedido en la otra punta del planeta. No obstante, se espera que el Partido Republicano incluya la evacuación de Kabul en su campaña. Es más: uno de los posibles candidatos presidenciales en los comicios del 2024, un joven senador de Misuri llamado Josh Hawley, ha pedido la dimisión de Biden. ¿Sorprendente? No mucho. Pero hay que tener en cuenta de dónde venimos: en una sociedad tan polarizada como la estadounidense, Afganistán era uno de los pocos temas que gozaban de cierto consenso. Ya no. O sí, pero desde otra perspectiva: ahora es Biden quien se queda al margen.
Luego están, claro, las relaciones con la Unión Europa. A este lado del Atlántico muchos aplaudieron, hace un año, su victoria sobre Trump al percibir un regreso a la normalidad. Al compadreo, las buenas formas y, sobre todo, a la complicidad en un marco geopolítico cada vez más inestable. En Francia y Alemania, por ejemplo, la confianza de sus respectivas poblaciones en Biden se situaba en torno al 70% (frente al 10% cosechado por Trump). Ahora mismo, en cambio, la tensión y la desconfianza campan a sus anchas.
"Los norteamericanos han perdido el prestigio que acompaña a un líder mundial", declaró hace unos días el presidente checo Milos Zeman al ser preguntado por lo de Kabul. También deslizó la palabra "cobardía". "La ausencia de comunicación, el no haber consultado a nadie sobre la retirada, ha dejado una cicatriz", comentaba, a su vez, Carl Bildt, ex primer ministro sueco. Por su parte, Armin Laschet, candidato de los conservadores en las elecciones que celebrará Alemania este mismo mes, definió el asunto como "el mayor desastre en la historia de la OTAN".
Dicho todo lo anterior, hay quien argumenta que podría haber sido peor. Sí: peor. ¿Cómo? Pues teniendo que salir por patas entre gente que cae del cielo y yihadistas que se explotan a unos metros de distancia no un día rándom de agosto sino el mismísimo 11 de septiembre. Un caramelito todavía más sabroso que el actual para todos aquellos que han perdido la voz exclamando Allahu akbar en las últimas semanas. Una mancha todavía más negra, si cabe, en el dossier del viejo Joe. De ahí las prisas, quizás.
*** Borja Bauzá es periodista.
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