La kultura española
Las administraciones subvencionan la cultura española, pero la que se consume en las casas sigue siendo la americana. Por eso ERC pide que se obligue a Netflix a emitir contenidos en catalán. Estamos viviendo una segunda Transición y cometiendo los mismos errores que en la primera.
En la primavera de 1945, el recién investido presidente Harry Truman, que tocaba el piano y lo hacía públicamente a la menor ocasión, le dijo a su asistente Ken Hechler una frase que se sigue recordando en Estados Unidos: “Si no me hubiera dado por meterme en este lío de la política, lo que hubiera hecho cojonudamente bien es ser pianista en una casa de putas”.
Parece probable que este sea el origen de una broma repetida hoy en el mundo entero, referente a las profesiones mal consideradas de cada época, que en la actualidad son la política, la banca, la inmobiliaria, la ciencia y el periodismo.
El chascarrillo va más o menos así: “No le digas a mi madre que soy banquero, porque ella cree que toco el piano en un burdel” o “no le cuentes a mamá que soy científico, porque siempre ha creído que soy pianista en una casa de putas”. Hace algo más de una década, Juan Luis Cebrián se hizo eco de esta humorada y se la aplicó a sí mismo como representante de la profesión periodística española, al publicar en 2009 un libro que tituló El pianista en el burdel.
En 2010 se publicó la versión inglesa, titulada The Piano Player in the Brothel: The Future of Journalism, prologada por el veterano periodista británico-americano Harold Evans, director del Sunday Times durante casi 15 años.
Esta introducción explicaba cómo el periodismo español orientó a la confusa población durante la Transición, ayudando a las almas desamparadas a reconducir sus destinos hacia el resplandeciente mundo occidental. La prensa, según Evans, era la única institución capacitada para formar democráticamente a 35 millones de personas que nunca habían vivido en una democracia. “Y cuando digo la prensa me refiero a El País”, se apresuraba a aclarar el prologuista.
"El grueso del siglo XX español podría resumirse con un pareado: 40 años de Franco y 40 años de Polanco"
La explicación iba dirigida al público anglo, porque los españoles sabemos que durante las cuatro décadas posteriores a la muerte de Francisco Franco, el núcleo irradiador de poder fue El País, arropado por el ovillo de empresas culturales, educativas y editoriales que concentraba a su alrededor. Bastaba una visita al centro de operaciones de Miguel Yuste en Madrid para darse cuenta de que la cúpula del diario se consideraba responsable de la inmersión de España en la modernidad tras la muerte de Franco.
En efecto, el grueso del siglo XX español podría resumirse con un pareado: 40 años de Franco y 40 años de Polanco. El Grupo Prisa instruyó a la España posdictatorial con la firmeza de un caciquillo discurseando a base de cánones y dogmas. Desde principios de los 80, el conglomerado empresarial de Jesús Polanco fue un manantial de engrudo cultural revestido de lo que ellos consideraban sabiduría, vanguardia y molamiento.
La fábrica democratizadora del Grupo Prisa, ligada al Partido Socialista, eyectó en su cadena de montaje centenares de apparátchiks culturales intercambiables, que a su vez eyectaban centenares de obras intercambiables, que ellos mismos premiaban y recomendaban robóticamente, como androides preprogramados.
Quienes observábamos con estupor la maniobra (tras haber visto al ‘profesor’ Tierno Galván robar la Movida como el Grinch robaba la Navidad), nos preguntábamos: “¿Pensarán que nadie se está dando cuenta?”.
De hecho, aquello se naturalizó sin resistencia, porque la mayor parte de la población española participaba en la operación, como protagonistas, como clientes o como espectadores orgullosos.
"Un concejal de cultura español cobra un abultado sueldo público por catequizar a la población, pero cuando llega a casa se pone Netflix para relajarse"
Entre las contradicciones del periodismo cebrianesco sobresalía una devoción ovejuna por la cultura estadounidense, glosada con brío en el diario libre de la mañana. El intelectual prisoide se cagaba en los muertos del capitalismo yanqui mientras engullía la cultura americana reformateada en el neoespañol del Libro de Estilo de Álex Grijelmo. Los periodistas de El País atravesaban el Atlántico para reportear la gala de los Óscar en plan enterao, pero en España coreaban furibundos que el cine español tenía que estar subvencionado.
Ni por asomo se le ocurría a nadie relacionar la libertad individual de los cineastas estadounidenses y su concepto del cine como industria rentable (incluyendo la financiación privada) con la gran calidad de sus películas. Los esforzados predicadores de Cebrián despellejaban la globalización, el “liberalismo salvaje” y la “voracidad de los mercados” mientras Bill Gates y Steve Jobs cableaban el planeta con el ordenador personal y el teléfono inteligente.
Y así hemos llegado sin sobresaltos a la situación actual, en la que todos los partidos políticos tienen unos departamentos culturales con equipos comerciales como los de unos grandes almacenes y que nos explican a los españoles cuál es la cultura correcta. Un concejal de cultura español es un personaje que cobra un abultado sueldo público por catequizar a la población, pero cuando llega a casa, agotado de culturizar a sus fieles, se pone Netflix para relajarse.
Esta delirante doble personalidad cultural (la cultura española es la oficial, la estadounidense es la que se consume en casa) ha llegado a tal punto que el partido nacionalista catalán ERC ha condicionado su aprobación de los presupuestos a que las plataformas estadounidenses Netflix y HBO doblen sus contenidos al catalán. Estamos viviendo la segunda Transición, se dice una y otra vez. Pero la cultura española ni siquiera ha salido del primer posfranquismo.
*** Gabriela Bustelo es escritora y periodista.