La luz caía, macilenta, desde una claraboya, otra noticia de la muerte última de Dios. La parroquia estaba contenta, los asuntos más graves, más trascendentales, no iban con ella.
Allí, en la bodeguilla o centro cultural de porros y decaídos eslóganes, de olores ácidos y círculos de moscas bajo el resplandor, el adormecimiento moral iba y venía. Se posaba sobre las mesas, acariciaba los labios de la tropa envasado en botellines dorados de cerveza barcelonesa. Aquella horrenda agua de cebada moldeaba, año tras año, las conciencias de estos ejemplares humanos puestos en el mundo como una especie de desidia del destino.
“Vols una birra?”, dijo el chaval cuando me senté a su mesa. Era simpatizante, o militante quizás, de la Candidatura de Unidad Popular (CUP). No había cumplido 30 años, aunque parecía ya vencido por las añoranzas, centradas todas en la virtud revolucionaria del siglo XXI, algo perezosa. Lucía cabellera de hachazos aberzales, y vestía peor: camisa marrón a cuadros por fuera de un pantalón tejano gris; camiseta con lema antifa y zapatillas deportivas negras. Uniforme de su tribu política.
La ideología cubre con su manto de trivialidades las circunstancias de cada uno. Es un cobijo recurrente: ser feo o imbécil o vago o frustrado o preso insatisfecho de la testosterona se mitiga con ideología. Es una cosa pseudomoral, impuesta a las adolescentes y naturales ganas de follar (y las menos naturales de expandirse intelectualmente).
El chico que tenía enfrente, con su botellín y su paquete de tabaco de liar, parecía rescatado de un tiempo perdido e impostado. Como si flotara en un mundo de imaginación nacionalsocialista, pululando fuera de la realidad. Me causó asco y ternura. Citaba al sistema capitalista con afectación juvenil.
"Había un desprecio de clase hacia los capitostes convergentes, pero la cuestión nacional transformaba el odio anticapitalista en un hermanamiento entre barras señeras"
Respecto a España, esa cueva de políticos, policías y jueces franquistas, la distancia del discurso era mucho más corta, doméstica y entrañable, se diría. Le pregunté por la violencia política, al ejemplo la ejercida en la Universidad Autónoma de Barcelona contra los estudiantes constitucionalistas de S’ha Acabat!
Un trago al botellín y apoyo sin fisuras a la sacra misión de “expulsar a los fascistas” del campo de visión. Pregunté si calificar de fascismo a quienes pensaban de otro modo al suyo podría ser un poco grueso, pero ya las palabras corrían mansas, automáticas, por el camino recto del autoritarismo. Mientras parloteaba sus mierdas, pensé que la juventud habría de ser alguna vez abolida, fábrica de monstruos como el que tenía delante.
Saqué de la chistera a Artur Mas, padrastro burgués y de derechas que puso a la CUP en los salones del poder, decisión que CiU nunca dejará de lamentar, por otra parte. Ahí el muchacho, entretanto liaba un cigarrillo, apartando su mirada de la mía, pareció relajar los principios antes desplegados reciamente.
Había un desprecio de clase hacia los capitostes convergentes, pero la cuestión nacional (nacionalista catalana, se entiende) transformaba el odio anticapitalista en un hermanamiento entre barras señeras y estrellas comunistas. Recordemos que la mayoría de edad de la CUP la hizo visible David Fernández (el chófer de Arnaldo Otegi) cuando, en comisión parlamentaria, arropó a Jordi Pujol cual padrecito de la patria.
"Hubiera querido preguntarle al chico de la CUP si se consideraba demócrata, pero no lo hice, me bastó el acercamiento a la verdad de los últimos minutos"
En Cataluña, ya desde el populismo de los años 30, las cosas extravagantes suelen aceptarse como normales. Una formación joven y revolucionaria estrecha lazos con la oligarquía regional (dada en llamarse, durante el actual régimen español, “autonómica”) como rito de paso en la cadena vital del catalanismo. A muchos cuperos les espera un futuro de alegría patrimonial (la casa en la Cerdaña, el piso en Tres Torres, la empresa y las cuentas en Andorra): son hijos de quienes controlan el pastel catalán.
El tiempo pasa casi siempre en balde. Mi interlocutor apuró su birra, se levantó y salió a la calle a fumarse el pitillo. La entrevista había acabado, me quedé un rato sentado, mirando alrededor. En la bodeguilla colgaban pósteres de las paredes aclamando a la sempiterna moralina del no mires, no toques, no pienses, pero rebélate. Una mezcolanza del arbitrario Me Too y nuestro rancio nacionalismo con aromas estalinistas.
Hubiera querido preguntarle al chico de la CUP si se consideraba demócrata, pero no lo hice, me bastó el acercamiento a la verdad de los últimos minutos. Fuera, veía su perfil a través del vidrio sucio de la puerta. Un hilo de humo ascendía hacia el cielo, como una metáfora de tanto tiempo y tantas energías perdidas, también como una amenaza que se cierne sobre este siglo tan extraño. Cataluña, el gran botín, está en manos de una banda de viles.
*** Carlos García-Mateo es escritor.
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