¿Chalecos amarillos à la española?
La dejación de funciones del Gobierno ante el encarecimiento de la vida por la crisis ucraniana podría propiciar un estallido social como el que casi hizo caer a Emmanuel Macron.
Siempre resulta osado establecer paralelismos entre acontecimientos históricos diferentes. Pero hay veces en que las analogías están justificadas. Además, leer los eventos actuales a la luz de otros episodios anteriores puede ayudar a interpretarlos y a entrever sus consecuencias.
¿Puede reeditarse el fenómeno de los chalecos amarillos en España? La mala situación económica ya llevaba un tiempo soliviantando a algunos sectores de la economía española, como el de los transportistas. Pero la crisis provocada por la guerra en Ucrania ha agravado el problema del encarecimiento de las materias primas, la energía y los combustibles.
España está siendo uno de los países más sacudidos por la espiral inflacionaria. Algunas proyecciones han revisado al alza las previsiones del Banco de España, estimando para este año una tasa de inflación del 6,8%. De media, cada español pagará 2.666 euros más en 2022 como consecuencia del incremento en los precios de los carburantes y los productos esenciales de la cesta de la compra. Si la guerra se alarga, la inflación podría dispararse hasta el 10%.
La ominosa coyuntura económica constituye la tormenta perfecta para un descontento social in crescendo. Un malestar cívico que, de no ser abordado a tiempo, tiene potencial para derivar en un levantamiento de consecuencias imprevisibles.
Y, en vista de la perezosa reacción del Gobierno español a los desafíos planteados por la invasión de Ucrania, nada hace presagiar que las protestas ciudadanas vayan a remitir. Aunque el Gobierno ya ha iniciado sus conversaciones con el Partido Popular para discutir un alivio fiscal para los carburantes, el gas y la electricidad, Pedro Sánchez ha decidido congelar la adopción de medidas hasta obtener el visto bueno de sus socios en el Consejo Europeo del 24 y el 25 de marzo.
Sin embargo, seguir demorando la adopción de medidas que desvinculen los costes de nuestra electricidad del gas ruso puede salirle muy caro a Sánchez. Y no habrá malabarismos discursivos capaces de contener el enfado ciudadano.
Es un boicot, no una huelga.
— Isabel Rodríguez García (@isabelrguez) March 17, 2022
Vemos actos violentos de una minoría que impide a otros camioneros que trabajan para garantizarnos alimentos y productos de primera necesidad en un momento tan complicado. pic.twitter.com/BRkNnzHk4d
No sólo de pan vive el hombre. Que la dupla pan y circo es esencial para el mantenimiento de la paz social lo sabemos desde antiguo. El teatro informa la imaginación de la comunidad, y por eso nuestros políticos profesionales nos han venido ofreciendo nuestra buena dosis diaria de divertimentos feriales en los últimos tiempos.
Desde que el exvicepresidente metido a tertuliano decretara el Estado de Alerta Antifascista (no olvidemos que, a falta de su derogación, sigue vigente), nos hemos movido en un marco discursivo de entreguerras que, prácticamente, volvía a hacer necesarias las Brigadas Internacionales.
Y, antes de que al inoportuno Vladímir Putin se le ocurriera ocupar a sus vecinos, fue el AceitunaGate el serial de consumo masivo que monopolizó la agenda. A su vez, la crisis en el PP le había arrebatado el foco mediático al pobre Alfonso Fernández Mañueco, protagonista por una semana.
Pan y circo. Pero, ay, cuando falta el pan sólo siguen yendo al circo los que no acostumbran a frecuentar las panaderías. Por eso resulta tan obsceno el pésimo storytelling del Gobierno al fijar su posición sobre las protestas de los transportistas que se han venido sucediendo desde el lunes.
La portavoza del Gobierno, Isabel Rodríguez, se apresuró a ofrecer el relato monclovita de lo que se está viviendo en las carreteras españolas. No se trata de una huelga, sino de un "boicot irresponsable", una "acción minoritaria" alentada por "posicionamientos de la ultraderecha". Ya sabemos que el retorcimiento nominalista y la retórica desnazificadora vienen siempre en auxilio del progresismo cuando le arrebatan el monopolio de la calle. Ese apreteu! dialéctico que también se volvió en contra, en su día, del Molt Honorable Quim Torra.
Y es que, si no funciona la reductio ad Putin que el doctor Sánchez ya ha incorporado a su argumentario, siempre se puede echar mano de la falacia ad Vox. En cualquier caso, a nadie se le escapa que no es lo mismo organizar que capitalizar. Es cierto que el sindicato de Vox, Solidaridad, va a ser el anfitrión de la concentración de este sábado en varias ciudades de España en contra del Gobierno de Sánchez.
Pero esto no puede opacar el hecho de que la población en su conjunto se está viendo afectada por el encarecimiento de la vida.
"El retorcimiento nominalista y la retórica desnazificadora viene siempre en auxilio del progresismo cuando le arrebatan el monopolio de la calle"
Que sea Solidaridad el impulsor de las protestas, además, revela que los sindicatos del Régimen están totalmente fuera de juego. UGT y CCOO, en su ya crónico seguidismo del Partido Socialista, han actuado con la misma celeridad que el partido en el Gobierno. Convocarán manifestaciones en contra de la subida de los precios de la luz, pero el día 23. A rebufo de Vox. Y también del Partido Popular, que arropará a los representantes del medio rural que desfilarán este domingo por Madrid.
En paralelo, la Plataforma para la Defensa del Transporte por Carretera lleva desde el lunes, y sine die, cortando la cadena de transmisión alimentaria. El desabastecimiento, pese a los intentos de Interior por evitarlo, ya se está dejando sentir en los supermercados, especialmente para los productos perecederos. La maquinaria social está tan perfectamente entretejida que la chispa en una carretera de Lugo puede incendiar los ánimos de los consumidores de Sevilla.
De todo esto es bien consciente el Gobierno, que ya se estremece sólo de pensar en la magnitud del estallido que se le puede venir encima. Y no es para menos. Llenar el depósito es una proeza. La factura de la luz pone los pelos de punta. Sumémosle la inflación desbocada y que el español medio pueda encontrar problemas para llenar el carro en el súper, y tendremos un cóctel (Molotov) idóneo para ser agitado por quienes ven en el populismo (anti)político a sus únicos defensores. En la Moncloa seguro que tienen bien presente el reciente calvario de Justin Trudeau, quien ha podido comprobar cómo se las gastan los camioneros canadienses.
Ya hemos podido ver chillones chalecos amarillos moteando las protestas organizadas por los huelguistas de la Plataforma de transportistas. También acciones violentas y barricadas amparadas, irónicamente, por la reforma legal con la que el propio Gobierno promovió la despenalización de los piquetes hace menos de un año.
Si es verdad que la historia rima, conviene recordar las brutales protestas que pusieron en jaque París en noviembre de 2018. Decenas de miles de personas salieron a la calle para denunciar el incremento en el precio de la gasolina y para oponerse al impuesto al diésel que el Gobierno de Emmanuel Macron pretendía imponer sobre los contribuyentes.
Las concentraciones, copadas por ciudadanos con chalecos reflectantes que les granjearon el sobrenombre de "chalecos amarillos" (gilets jaunes), acabaron por hacer extensivas sus reivindicaciones a unas demandas más generales de justicia social. Formaron un frente amplio que fue mucho más allá de pedir una rebaja del precio de la gasolina, y demandaron que se revirtiera el proceso de desmantelamiento del sistema de protección social francés.
Los chalecos amarillos alumbraron un auténtico movimiento contestatario transversal, tanto a nivel sociológico como ideológico. La reacción contra una elite política y económica, que consideraban que había sido beneficiada por Macron en detrimento de las clases populares, sembró el caos en Francia durante semanas.
El geógrafo Christophe Guilluy ha estudiado en profundidad la polarización económica que tensó las costuras de la sociedad francesa hasta generar una revuelta anti-establishment, cooptada en gran medida por el populismo conservador de signo autoritario.
Nos preguntábamos por la probabilidad de que surja un movimiento análogo al de los chalecos amarillos en la presente circunstancia española. Pues bien, Guilluy se refirió específicamente a España en una entrevista en 2019, y su pronóstico no fue de ningún modo halagüeño.
"En [España] existe un potencial de protesta social y política idéntico al que existe en Francia. Los chalecos amarillos van a llegar a España". El movimiento de los gilets jaunes (que Guilluy explicaba como el estallido del resentimiento acumulado por la precarizada clase media contra una elite socioeconómica sorda a las demandas y problemas de los "perdedores de la globalización") tiene muchos visos de reproducirse en nuestro país.
Para Guilluy, uno de los elementos claves en la génesis del descontento popular de los chalecos amarillos es la tensión "centro/periferia". Un proceso de "metropolización" que supone la concentración de las oportunidades de ascenso social y del grueso de la actividad económica en las grandes ciudades, en perjuicio de las áreas menos pobladas.
Es obvio que en España esta fractura se ve más radicalizada si cabe, como ha demostrado la traducción electoral de la brecha territorial entre el campo y la ciudad. Los malestares de la España rural han encontrado ya su altavoz en las fuerzas de la España Vaciada.
En estos momentos de grave descontento ante los precios disparados de la energía y los carburantes, parece que volvemos a encontrarnos con el problema de una España que se considera de segunda, agraviada y abandonada por los poderes públicos.
Cuando en 2020 los agricultores tomaron las calles de España con sus tractores para protestar por los bajos precios y salarios, se evidenció definitivamente el decalaje entre el centro y la periferia.
"Los chalecos amarillos nos recuerdan los riesgos de que amplias capas de la ciudadanía se desenchufen de la corriente económica y de las prioridades políticas"
El columnista Ignacio Camacho lo analizó brillantemente. "En la protesta del campo está el germen de unos chalecos amarillos a la española. Y ese clamor que brota, aquí como allí, de las provincias profundas (es decir, de las zonas rurales amenazadas de despoblación y con déficit de infraestructuras), no sólo puede engordar un populismo oportunista, sino que expresa el malestar creciente de unos ciudadanos que se empiezan a perfilar como los perdedores de la llamada transición ecológica, los paganos de los proyectos de reconversión que presiden la agenda de las nuevas autoridades de Europa".
Los chalecos amarillos franceses nos recuerdan los riesgos de una sociedad en la que amplias capas de la ciudadanía estén desenchufadas de la corriente económica y de las prioridades de la clase política. En una reciente entrevista, el economista Dani Rodrik recordó que "la polarización del mercado laboral y la crisis de la clase media es una amenaza existencial para nuestra sociedad, igual que el cambio climático es una amenaza existencial para nuestro entorno físico".
Rodrik alertó también de los "profundos efectos corrosivos que la desigualdad tiene en la política y la sociedad en su conjunto", con evidencia abrumadora de un "auge del populismo autoritario en las zonas afectadas".
En las aguas revueltas del cabreo cívico siempre hacen buena caja los pescadores antisistema. Si el Gobierno quiere realmente evitar que la derecha populista explote el descontento social, haría bien en extraer lecciones recientes de otros países, en los que ya se han podido comprobar los efectos perturbadores de la desintegración de la clase media y de la exclusión social de las periferias.
No hay nada más difícil de encauzar para un Gobierno que la plebe tomando conciencia de su creciente distancia con respecto a los privilegiados. La gasolina es un buen transmisor para encender la llama de la impugnación violenta del statu quo.
*** Víctor Núñez es periodista.