Ucrania como lección de vida
La angustiosa odisea de Svetlana para encontrarse con su familia es sólo una más entre las innumerables historias que ponen de relieve la dimensión humana de la tragedia de la guerra en Ucrania.
Los titulares se van enquistando y la invasión de Ucrania se torna una espuma de los días borisvianesca. Mientras, en el foro del escenario suceden las tragedias humanas que componen la historia no narrada, no mirada, no valorada.
Hace un siglo largo escribía Miguel de Unamuno que "esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no la tradición mentida que se suele ir a buscar en el pasado enterrado en papeles y monumentos y piedras".
Svetlana nació hace sesenta años al oeste de Ucrania, en Lviv, que en español se conoce como Leópolis, una bellísima ciudad a setenta kilómetros de Polonia. Se la considera la capital cultural del país por monumentos arquitectónicos como la plaza Rynok, el ayuntamiento de Ratusha, el palacio Pototski y la catedral de la Asunción.
Hace dos décadas, Svetlana y su marido Volodimer, carpintero de profesión, decidieron emigrar a España para mejorar sus condiciones de vida, recalando en la localidad segoviana de San Rafael. Sería en El Espinar donde ella encontró trabajo como asistenta y él como jardinero, aprendiendo ambos un español que todavía hablan con fuerte acento eslavo.
Con el tiempo llegaron a sentirse integrados en el municipio de cinco mil habitantes que frecuenta nuestros telediarios nacionales por sus nevadas. Cosa que, lejos de incomodarles, les recordaba a su Ucrania de inviernos gélidos y veranos nublados.
"Su hija Daryna oyó el silbido aterrador de los misiles sobre su piso de Kiev. Sin perder un minuto, ella y su marido Roman se pusieron a hacer las maletas"
De cuando en cuando, volaban a Kiev para ponerse al día con sus dos hijos (Daryna, maestra de escuela, y Roman, licenciado en Física y profesor de Matemáticas), haciendo los tres mil seiscientos kilómetros en un low cost de seis horas.
Todo les iba bien hasta que Vladímir Putin descerrajó su violencia salvaje sobre Ucrania el 24 de febrero, día en que la existencia pacífica de esta familia cambiaría para siempre.
En la noche del jueves de la última semana del último mes del invierno, su hija Daryna oyó lo que venía temiendo durante semanas, el silbido aterrador de los misiles sobre su piso de Kiev en el barrio de Podil, acurrucado entre las colinas y el río Dnieper. Sin perder un minuto, ella y su marido Roman se pusieron a hacer las maletas, empacando a toda velocidad la ropa y las pertenencias más ligeras de sus dos hijos de catorce y nueve años, Oleksii y Matvii.
El mayor acababa de obtener una beca como alumno interno en un colegio estatal integrado con el conservatorio nacional Tchaikovski, donde iba a continuar sus estudios de clarinete, y el niño se empeñó en llevarse el instrumento musical consigo. Esa misma noche, Daryna y sus hijos subieron a un autobús junto a una amiga de la familia, también maestra de escuela, que iba con sus propios hijos de corta edad. Su destino era España.
"En casa de su abuela se emocionaron al ver un telediario donde salía un fragmento del himno ucraniano, que empezaron a cantar con ojos humedecidos"
Entre tanto, Volodimer había salido de Madrid en autobús, dispuesto a hacer los mil setecientos kilómetros hasta el punto de encuentro fijado para reunirse con su hija y sus dos nietos: la hermosa ciudad italiana de Bolonia, destino europeo preferido de las becas Erasmus, y lugar elegido por el secretario general del Partido Comunista Italiano para anunciar, tras la caída del Muro de Berlín, el acercamiento a la socialdemocracia que llevaría a la disolución del PCI.
Daryna pensaba que el bus atravesaría la frontera ucraniana por Rumanía. Pero pasaron tres días de trámites en la aduana hasta que finalmente salieron del país por Hungría, atravesando Eslovenia y recorriendo la costa adriática italiana hasta llegar a Bolonia, donde Volodimer llevaba 72 horas esperando en un hostal. Todavía hubo un momento desesperante en que perdieron contacto por un problema con los teléfonos móviles, hasta que al fin se encontraron en la estación de bus, la Autostazione de Piazza XX Settembre.
El 1 de marzo, Daryna encomendó a su padre el cuidado de sus dos hijos, entregándole dos pequeñas maletas y los pasaportes infantiles, junto al clarinete de Oleksii. Hoy están ya empadronados en El Espinar, donde tienen su tarjeta de la Seguridad Social y donde están aprendiendo, como hicieran sus abuelos dos décadas antes, las palabras básicas españolas: hola, adiós, gracias, por favor, hasta luego.
En casa de su abuela se emocionaron al ver un telediario donde salía un fragmento del himno ucraniano, que empezaron a cantar con ojos humedecidos. Cuando una chica segoviana preguntó a Svetlana qué opinaba de que su hija hubiera soltado a sus niños pequeños en un país extranjero y se hubiera vuelto a Kiev a defender la democracia, ella le respondió en su español con acento eslavo: "Si tú hubieras vivido el comunismo, estarías luchando la primera".
*** Gabriela Bustelo es escritora y periodista.