Dicen que una vez le preguntaron al joven Macca, recién reventados los Beatles que cómo se imaginaba con 64 años… una manera de preguntarle por los Fab Four sin hacerlo de manera directa, recurriendo a su famosa When I’m Sixty Four (1967). "Pues espero no seguir tocando la misma música", contestó vitriólico –has querido pillarme, chaval, pero de los Beatles no te voy a hablar–.
Pues bien, hoy cumple 80 años la mitad viva de Lennon & McCartney, la santísima dualidad. Y si bien sus velas se soplarán como cirios en los altares del rock, como futurólogo sir Paul McCartney no vale un pimiento. No sólo toca la misma música de siempre, sino que sigue llenando grandes estadios con las mismas chicas gritonas de entonces. Y sus hijos de todo género. Y sus nietos de toda condición.
Ahí lo tienen, de gira (una vez más) por Estados Unidos, con el Love me do (1962) todavía en su setlist. Uno puede pensar que no es sólo que, con los años, a Paul se le haya puesto cara de vieja, sino que, efectivamente, se comporta como las folclóricas, asegurándose el aplauso con el mismo repertorio repetido décadas después de su último gran éxito.
O que, en realidad, es normal que uno no sepa que ya es eterno, porque eso sólo se comprueba pasado el umbral de la trascendencia... y eso suele coincidir con haber muerto. En vida, sólo el hijo de Dios se atrevió a decir quién era. Y lo clavaron en una cruz.
Haber sido padre es lo más parecido que yo creo haber estado de lo infinito. Porque de esa santísima trinidad que hay que cumplir –tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol–, los volúmenes que he escrito han tenido menos ventas que ejemplares editados y no he plantado nunca un baobab: se me mueren hasta los cactus.
La noche en que nació mi primera hija, me quedé con ella a solas en un frío paritorio, alrededor de media hora. Mientras Clara levantaba la cabecita para asomarse al mundo, recuerdo que jugué a ponerme en sus ojos hasta que ella fijó los suyos en mí. Y entonces entendí lo que es haber compuesto Yesterday (1965).
Del mismo modo que uno no elige a su familia, tampoco su fe: en un momento dado, ésta te elige a ti. Te conviertes, caes en el camino de Damasco, comprendes tu verdad revelada, y sabes que de ella ya no podrás abjurar. Eres de los Beatles.
Ser padre es lo más parecido al infinito, pero del mismo modo que uno no elige a su familia, tampoco su fe: caes en el camino de Damasco y comprendes tu verdad revelada, eres de los Beatles.
Todos recordamos dónde estábamos cuando nos convertimos: a lo que sea. El cerebro registra una imagen, cuyo pulso pendulea en la memoria y, a veces, saca el cuco.
Esas horas en punto del recuerdo nunca sabes cuándo afloran, pero siempre son la misma: en mi caso, es un vaciabolsillos de latón bruñido que había en la repisa del zaguán de casa de mis padres, y una casette con el plástico agrietado por el golpe de unas llaves. En su portada, cuatro caras esculpidas sobre un fondo dorado y, como si no hubiesen pasado casi cuatro décadas desde aquella fría tarde del invierno de 1983, todavía puedo releer: The Beatles. 20 Éxitos de Oro (1982).
En esa polaroid se resume mi conversión, cuando los Beatles entraron por primera vez en mi vida. Un amigo le había prestado aquella cinta a mi hermano. Mi primera biblia.
Nacido en la España del "OTAN no, bases fuera", me habría tocado ser de John, es evidente. Lennon era el pacifista, el rebelde. El recién asesinado cuando a mí se me apareció la zarza en llamas.
McCartney ya era (y siempre había sido) el materialista, el businessman de los Beatles. El que, de entre John, Paul, George y Ringo –me pongo de pie ante el cuarteto sagrado–, mejor supo siempre aunar la genialidad con el negocio. El último documental de Peter Jackson (Get back, 2021), prueba que fue eso lo que tuvo la culpa de todo, no Yoko Ono.
Se dice de Paul que es más fácil que John, que uno hizo Ob-la-di Ob-la-da (1968) y el otro, A Day in the Life (1967). Y que, aunque firmaron sus evangelios siempre juntos, Lennon era el talento atormentado de Working Class Hero (1971) y McCartney el vendedor de crecepelo de Say, Say, Say (1983). Que Macca manufacturaba éxitos con alma de plástico.
Poco menos que ser de Lennon era ser progre; y de McCartney, un poco facha. Aunque quién lo diría, repasando el Run for your Life (1965), de John, o el Give Ireland back to the Irish (1971), de Paul.
Se dice que ser de Lennon era ser progre; y de McCartney, un poco facha... aunque quién lo diría, repasando el 'Run for your Life', de John, o el 'Give Ireland back to the Irish', de Paul
Pero igual que la adolescencia es eso, rebeldía lennoniana, a la madurez la cabra tira al monte, porque es donde se ha criado.
Que John era insuperable ya lo sabíamos cuando fuimos conmemorando los decenios sucesivos de su muerte. Pero que Paul sobrepasó lo insuperable fuimos viéndolo cuando le lloró en Here Today (1982), cumpliendo el último deseo de su amigo ("piensa en mí de vez en cuando", le dijo John la última vez que se vieron). O cuando hizo el Quijote de las baladas con Silly Love Songs (1976)... o cuando nunca dejó de parir, una vez tras otra, su mejor tonada.
Incluso cuando le sobraban tantas melodías que se daba el gusto de juntar tres en la misma pieza. Como en Band on the Run (1973).
La ventaja de McCartney sobre Lennon es que él no murió joven. Y que a su genialidad le ha dado más tiempo para aprovechar el negocio masivo que inventaron, juntos, los Beatles: la industria de la música, un sector inexistente antes de que se inventara un método para registrar notas y compases y venderlos empaquetados en sencillos, elepés, cintas, cedés y, ahora, aplicaciones de streaming.
Todos esos formatos han pasado por mi vida. Como yo pasé (casi) todas las pubertades. Y visité otras músicas, y me pregunté todo y me cuestioné hasta mis creencias más profundas.
Aparcada la biblia y probadas otras fes, desplazados los Beatles y abrazados los Nirvana, Queen, Calamaro o Led Zeppelin... hechos los experimentos, adquiridos los conocimientos y elaboradas las teorías, se me cayeron los disfraces y lo único inmutable resultó ser aquello que, en el fondo, ya era antes de la adolescencia. Lo que, en realidad, nunca dejé atrás.
Empecé una novela con Mother Nature's Son (1968) y me enamoré tarareando If I fell (1964). Con Nowhere Man (1966) aprendí a dormir a dos bebés, y con She's Leaving Home (1967) me divorcié.
En todo caso, vivo según mi fe y hago proselitismo: Max, Carlos, Jorge, Caro hicieron su catequesis conmigo... Aunque si crees en los Beatles, debes entender que haya quien profese otra religión: los infieles son libres de escuchar a los Stones. Venerar a un dios o tener simpatía por el diablo es una elección personal. Es la verdad revelada a cada uno, una luz que ilumina tu vida. Y es la única que vas a vivir, así que más te vale tener claro ante quién te arrodillas.
Vivo según mi fe: empecé una novela con 'Mother Nature's Son' y me enamoré tarareando 'If I fell'. Con 'Nowhere Man' aprendí a dormir bebés y con 'She's Leaving Home' me divorcié
Para eso, lo mejor es tener pocas, pero las cosas claras. Y los ojos abiertos, porque te salen al encuentro y o las reconoces o te lo pierdes. Ése es un buen verbo: reconocer. Las reconoces y te reconoces. Te reconoces en ellas y ante ellas, como ante Dios, como ante un hijo.
Decíamos que todo el mundo recuerda sus momentos de revelación: Saulo de Tarso nunca olvidaría su leñazo desde lo alto del caballo, y tampoco yo el día que canté y bailé When I'm Sixty Four (1967) con Pedro J. en su despacho de Pradillo. Se cumplen ahora 16 años: yo era el último mono de la redacción de El Mundo y me armé de valor para llamar a la puerta del jefe y proponerle que me dejara una página (¡a mí!), porque el domingo 18 de junio ell viejo Paul iba a cumplir 64.
Y se puso a tararear conmigo la canción... le debió impresionar que le siguiera el ritmo, porque me dio cuatro páginas en el suplemento dominical.
El otro día, cotilleaba las listas de mis hijas en Spotify, las que al nacer me hicieron entender lo que es la trascendencia. Y noté que sí, que algo he hecho por ellas y mi eternidad. Estaban U2 y David Bowie. Estaban Oasis y estaban los Beatles.
Poco importa que el viejo Macca ya no tenga casi voz, o que se empeñe en ejecutar prescindibles trabajos de estudio desde que terminó de grabar Jenny Wren (2005). A la eternidad no se la juzga, se le presentan respetos, se le encienden velas y, hoy, se le soplan.
Lennon es leyenda desde que lo balearon en la puerta de casa. Tenía 40 años y McCartney cumple 80 hoy. Pero la ciencia dice que "infinito por dos es infinito". Así que, entre Lennon y McCartney, que cada uno llame a Dios como le dé la gana.
***Alberto D. Prieto es periodista