Es difícil transmitir cómo las paredes de un protocolario salón pueden tener tanta expresividad como la que se ha sentido en el inicio del pleno del Consejo General del Poder Judicial. Me refiero al momento en que el presidente, con la voz rota y la mirada absorta, nos ha anunciado el fallecimiento de nuestra compañera María Victoria Cinto. Nadie ha sido capaz de reaccionar y el silencio solo permitía escuchar los gritos de esas paredes y ese sillón, como si quisieran reclamar que ella estaba más presente que nunca.
Era de esas mujeres fuertes, capaz de mostrar los más delicados sentimientos y las más crudas verdades con una sutileza, pese a su franqueza, que no dejaba de sorprender a cuantos la rodeaban. No era una mujer de sensibleras emociones, aunque sí de sutiles sentimientos, que sabía transmitir con una sinceridad teñida de la vitalidad que rezumaba hasta en las más pequeñas relaciones.
Si algo la caracterizaba era su claridad, su saldar las deudas con su misma personalidad, sin traicionarse nunca, por más que en ello se empeñaran otros intereses, siempre más mezquinos que la coherencia de sus actuaciones. Y, sin embargo, sabía mantener una fidelidad en las relaciones personales que, sin traicionarse, ejerció de manera pulcra y constante, y añadía a esa forma tan peculiar de ser un optimismo contagioso, manifestado con vitalidad y simpatía.
La delataba esa sonrisa permanente, esa expresividad relajada ante cualquier contrariedad, grande o pequeña. Esa mirada profunda y cercana. Esa palabra oportuna, por dura que fuera. Con ese equipaje era capaz de derribar todos los muros, y esa fue su actitud en esa larga y canallesca enfermedad a la que se enfrentó con valentía, desafiando un destino cruel.
Haber compartido cotidianamente con ella tantos años en plenos, comisiones e informes en esta aventurada travesía profesional ha sido de lo más enriquecedor. No solo por su laboriosa aportación jurídica en todo lo que tenía asumido. En especial, por ese carácter de reflexión profunda que tenía tan presente, que era capaz de transmitir de una forma llana, como si fuera fruto de la improvisación, y que obligaba a quien la escuchaba a terminar reconociendo su escasa ligereza y la sutil lógica de sus propuestas.
"Era de esas mujeres que nunca necesitó hacer valer condición alguna, porque la consideraba innata y a nadie toleraba cuestionarla"
Su bagaje jurídico, curtido en años de profesionalidad intensa y laboriosa, ha supuesto una aportación de suma importancia en todo cuanto esta carrera judicial le demandó. Porque siempre sintió su ejercicio como una sublime potestad de servicio a una sociedad a la que siempre sintió poder mejorar; pudiendo decir que nada le debe, sino que débasele cuanto ella ha puesto a esa mejora, inspirada por un arraigado sentido de la equidad que siempre tuvo presente y que era fruto de sus férreas convicciones, que solo admiten un calificativo: un vehemente y apasionado humanismo.
Era de esas mujeres que nunca necesitó hacer valer condición alguna, porque la consideraba innata y a nadie toleraba cuestionarla. Supo poner en todo momento su más valiente convicción en pro de una igualdad que para ella no era un derecho, sino una evidencia, inspiradora de todas sus decisiones, grandes o pequeñas. Nunca toleró en su presencia que pudiera mancillarse la dignidad de la mujer sin que su más vehemente reacción saliera a flor de piel, incluido el oportuno gracejo, ínsito en el más duro razonamiento, capaz de disipar todo descabellado argumento.
Pero su delicada fortaleza se ha proyectado en la permanente actitud de concordia que, en las vicisitudes de un cargo de difícil ejercicio, siempre supo situarse en una actitud de extremada conciliación en las complejas decisiones de esta polémica institución. Una que requiere de personas capaces de arañar, a cada propuesta, a cada asunto, el matiz, por ínfimo que sea. Ese que puede ser el germen de la decisión conjunta, del acercamiento entre desiguales, para lo que tenía una maestría sublime.
Y el amor a su tierra vasca…, sin aspavientos, sin primacías, sin añoranzas, como un sentimiento incardinado en su más profunda capacidad de amar. Hasta el punto de que siempre designaba a sus seres más queridos y cercados en su lengua. Seres que hoy la lloran, pero que pueden tener bien presente que la lloramos muchos: por lo que fue, por lo que nos enseñó y porque la llevaremos siempre con nosotros. Será un hasta siempre.
*** Victoria Cinto, vocal del Consejo General del Poder Judicial y expresidenta de la Audiencia Provincial de Guipúzcoa, ha muerto a los 63 años.