Las mascarillas y la desidia
La negativa de cada vez más gente a ponerse la mascarilla en el transporte público refleja un hartazgo por una medida absurda y una pedagogía contra los procedimientos arbitrarios.
Dejar morir una ley por aburrimiento es peor que hacer una mala ley. Es obligarla a languidecer, dejarla expuesta al escarnio público, humillarla en la picota, ponerla de rojo en un escaparate de Ámsterdam.
Es hacer leña del árbol caído, sacar a una vieja gloria en el minuto 80 de partido en campo contrario, es Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses.
Cuando se deja morir a una ley por aburrimiento, se pierde el respeto por esa ley y, en consecuencia, por todas las demás. Por eso, cuando se gobierna con desidia y no hay atrevimiento para derogar una medida, se incurre en una gran irresponsabilidad.
El uso de las mascarillas en el transporte público es injustificable a día de hoy. La gente se ha cansado, está harta. Bastante ha cargado ya con el peso de una pandemia que nos ha dejado a todos muy tocados, como para seguir pidiéndole que obedezca decisiones absurdas.
Por eso son muchos los que, o no se la ponen, o la dejan caer por debajo de la nariz. Y en ese delicado deslizamiento de la mascarilla, en ese discreto gesto de desobediencia, en el instante en que uno se baja la mascarilla y ve que no pasa nada, se cruza el Rubicón.
Con las mascarillas por debajo de las narices no solo se refleja un hartazgo por una medida absurda, sino una pedagogía contra las normas y los procedimientos.
"Nos cala la desidia del legislador, la del mal árbitro que no hará cumplir las normas, porque la diferencia entre el árbitro y la arbitrariedad es la norma"
La obligación del que gobierna es cuidar del sistema. El maquinista no solo usa la máquina, también la cuida y la ama. Al buen artesano se le reconoce por lo bien que cuida sus herramientas, y al buen gobernante, por lo que respeta los instrumentos que tiene a su servicio.
La función del gobernante es mantener el sistema que le permite gobernar. Lo que nunca debe hacer es revolucionarlo porque eso es cosa del lumpen, de gamberros e inadaptados.
Nos cala la desidia del legislador, la del mal árbitro que no hará cumplir las normas. Porque la diferencia entre el árbitro y la arbitrariedad es la norma, ni más ni menos. El árbitro que no se toma en serio las normas es, por definición, arbitrario.
Sabemos que antes caerán las mascarillas de las caras que la norma del BOE, y podemos conjeturar que a la ministra Carolina Darias quizás le importe poco su propia norma. Cuando cunde la opinión de que esta medida es arbitraria, entonces nace la sospecha de que también lo puedan ser todas las demás. Que la Constitución, el Código Penal, o una Ley Orgánica serán interpretadas por los jueces según “el toque de atención” de Patxi López.
[Las aerolíneas cargan contra el "sinsentido" de las mascarillas obligatorias]
Nos cala la desidia, el cansancio y el hartazgo. Nos cala el desafecto. Se ve cuando subimos de nuevo al autobús, en un día de lluvia, con las ventanas empañadas de vaho y la mascarilla pegajosa adherida a la cara. Se siente una pesadez kafkiana en el ambiente, cae a plomo una norma vieja, y la fatalidad del tiempo se impone con la cadencia de las paradas.
Hay que subirse a un autobús en invierno, con la mascarilla puesta, para entender que ofende más la desidia del legislador que sus errores. Nos cabrean más las leyes ideológicas, pero lo que nos deshace es la desidia. Ya lo decía Tocqueville, el yugo se siente más cuando es más liviano. Los sistemas políticos no mueren por exceso de celo, mueren por dejadez.
*** Armando Zerolo es profesor de Filosofía Política y del Derecho en la USP-CEU.