Daniel Sancho y la jaula de cristal
El 'true crime' cotiza al alza y debe parte de su éxito a que permite ahondar en las simas más oscuras del hombre sin ser castigados por ello.
La sala 28 de la National Gallery de Londres viste paredes verde esmeralda y está dedicada a los pintores flamencos. En ella, y flanqueada por dos de menor tamaño (como reconociendo su merecido protagonismo), una tabla de sesenta centímetros de ancho y ochenta y dos de alto muestra a un hombre y una mujer que apenas se rozan y cuyas miradas están lejos de encontrarse.
Se trata del Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa, obra que Jan van Eyck pintó en la primera mitad del siglo XV y que tras varias mudanzas y paraderos (entre ellos el desaparecido Real Alcázar de Madrid, donde lo trajo María de Hungría una vez que su hermano Carlos V se retiró a Yuste) llegó a las paredes de la galería británica a mediados del siglo XIX.
La editorial Acantilado ha publicado recientemente El affaire Arnolfini. Investigación sobre un cuadro de Van Eyck. Escrito por Jean-Philippe Postel, médico jubilado y sagaz observador, se trata de un pequeño pero sustancioso ensayo que cambia la visión sobre un trabajo que a lo largo de los siglos ha sido objeto de muchas lecturas.
En esta de Postel, nos hace dirigir la mirada al espejo convexo que se atisba al fondo de la alcoba de los Arnolfini. Superficie pulida que únicamente responde a las leyes de la física, el espejo ha sido históricamente imagen de la verdad. Testigo de lo tangible e indiferente a lo inmaterial que, al decir de Salvador Espriu, incluso hecho añicos sigue conservando porciones fragmentarias de certidumbre.
No es fácil reparar en el espejo: las dos figuras del cuadro captan toda la atención en primera instancia. Si tenemos el cuidado de fijarnos en él, observaremos que, además del matrimonio de espaldas, hay dos figuras, una roja y azul, que a los ojos de los Arnolfini están en la misma posición que nosotros, espectadores del óleo. Más interesante es lo que no encuentra su reflejo en el espejo, y que Postel utiliza para comenzar a construir una teoría tachonada de supuestamentes que, con todo, no la despojan de atractivo y verosimilitud.
Al leer el libro dan ganas de coger un vuelo a Londres, apostarse frente al cuadro con semblante grave y asentir con esa arrogancia que da acceder al Olimpo de los iniciados, mientras los profanos pasan a nuestra espalda, ¡como si el de los Arnolfini fuera uno más!
Andaba yo inmerso en la reinterpretación de los Arnolfini con ese mismo frenesí que me envenena cuando leo a Patricia Highsmith (el libro se lee ciertamente como una intriga policiaca) cuando saltó la noticia de un crimen real, el (supuestamente) perpetrado por Daniel Sancho en una isla remota de Tailandia. Eso sí que es un cuadro: material ansiado por los digitales y la tele, magros de contenido como en todo agosto yermo que se precie.
"El 'supuestamente' es el adverbio-trinchera desde la que lanzamos proyectiles al mismo tiempo que nos protegemos"
Un cieno en el que hozar gustosamente para llenar sus páginas y sus horas, maná providencial con el que poder sustituir las admoniciones sobre la importancia de hidratarse mucho y no salir a la calle en las horas centrales del día. Una oportunidad para abrirnos paso entre la fronda machete en mano y andar al quite de cualquier detalle, de cualquier espejo mentiroso. Ser nosotros, en definitiva, los Postel de este affaire.
Nada más conocerse los hechos, los titulares y los faldones abundaban en la condición de hijo de y nieto de. Si seiscientos años después la identidad de los Arnolfini sigue siendo objeto de discusión, ¿cómo íbamos a saber quién es Daniel Sancho? No obstante, el devenir de los días ha provocado que éste ya no sea simplemente el vástago de una saga de actores.
De apéndice ha mutado a chef, canallita y empresario exitoso con las hechuras de quien viene de alzarse sobre las olas de Tarifa. El reguero de detalles que vamos conociendo, muchas veces aportados por un Sancho imbuido de voracidad testimonial, abona un terreno que se vuelve ubérrimo en interpretaciones y conspiraciones al socaire, otra vez, del "supuestamente". Adverbio-trinchera desde la que lanzamos proyectiles y en la que al mismo tiempo nos protegemos. Bien es sabido que ese supuestamente ha sido el cruci que la prensa del corazón utilizaba para salvarse de eso que el famoseo de bien siempre ponía en manos de sus abogados.
La exégesis del affaire tailandés se ha centrado hasta el momento, principalmente, en tres aspectos. El primero, la aparente contradicción entre una cierta belleza y la abisal estupidez que supone desmenuzar a un médico colombiano en Tailandia. ¿Cómo ha podido complicarse así la vida un chaval de esa contextura y esa cabellera?, se preguntan algunos.
Los descarriados apóstoles de Scruton corren en círculos, confusos y ajenos a la literatura y la historia. Ahí están Dorian Gray y Andrew Cunanan, el asesino de Versace, para demostrar que la relación entre belleza y bien es difusa. Esta línea de pensamiento plantea además una vertiente peliaguda: la cuestión de la hibristofilia o atracción erótica hacia el criminal. Si tiene nombre es porque existe.
En segundo lugar, interesa lo mollar: el delito, la motivación y la víctima. El true crime cotiza al alza y debe parte de su éxito a que permite ahondar en las simas más oscuras del hombre sin ser castigados por ello. Una suerte de inmersión temporal que podemos realizar quienes ponemos reparos a salir de casa dejando la cama sin hacer.
"Cometer un crimen de este tipo en Tailandia es lo más parecido a jugar en modo profesional"
Ahora que Netflix ha lanzado un documental que apuntala la versión oficial en torno a la muerte de Mario Biondo (y parece, efectivamente, que lo que hay es lo que fue), el crimen de Sancho aporta una sordidez y una concreción en los detalles (a su lista de la compra sólo le faltaba cal viva en granel) que engatusa a los ávidos yonquis de un género en el que la demanda corre más rápido que la oferta.
Es en esta cuestión donde la imaginación vuela y el supuestamente cabalga sin bridas. ¿En qué consistía el patronazgo ejercido por la víctima? ¿Tenía alguna contraprestación? ¿Qué había en esa jaula de cristal en la que Sancho decía estar encerrado y que nosotros, espectadores de algo cuyo sentido se nos escapa, queremos contemplar desde fuera? Las suspicacias nacen aquí porque razonamos que Daniel Sancho, como el hombre Arnolfini, no tendría por qué haber dirigido nunca su mirada a la víctima.
En tercer lugar, el castigo. Mi conocimiento sobre la criminalidad en Tailandia se limitaba a que ahí fue donde Luis Roldán se entregó a las autoridades españolas, icónica estampa del imaginario español finisecular. Cuando escribo estas líneas, sin embargo, ya es inevitable saber que cometer un crimen de este tipo en Tailandia es lo más parecido a jugar en modo profesional, y que la espada de Damocles de la pena capital está ahí.
A la espera del juicio, el país asiático tiene uno de los sistemas carcelarios más duros del mundo: grilletes, raciones escasas e interpretación del himno nacional todas las mañanas. Por saber, sabemos también que Sancho comparte prisión con un catalán.
Es previsible que sigamos recibiendo detalles a sorbitos. Agosto es un mes largo y resulta imperativo dosificar la información. Ya llegará septiembre. El respirador artificial del politiqueo todavía puede esperar.
*** Carlos Hortelano es escritor.