Soldados del regimiento 21 de marines trabajan en las labores de retirada del lodo acumulado en la Masía del Oliveral, en Riba-Roja.

Soldados del regimiento 21 de marines trabajan en las labores de retirada del lodo acumulado en la Masía del Oliveral, en Riba-Roja. Efe

Tribunas

El pueblo salva al pueblo… o sálvese quien pueda

La Dana ha demostrado que sólo un Estado social fuerte que vertebre al conjunto de la nación es capaz de proteger a sus ciudadanos.

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Una proclama retumba por encima de cualquier otra, tras la catástrofe de la DANA: "Sólo el pueblo salva al pueblo".

A pesar de su fuerza retórica, el problema no es menor: su contenido resulta falso. El pueblo no se puede salvar a sí mismo, a no ser que caigamos en los dejes anarquizantes que tanto se estilan por estos lares, con perdón del anarquismo serio (no este individualismo de parvulario digital), que durante siglos vertebró buena parte de las luchas sociales o sindicales.

Lo de ahora no pasa de ser la farsa que viene después de la tragedia. Una tentación individualista simplona y un recelo permanente hacia el Estado, con o sin fundamento.

Pedro Sánchez, acompañado por Diana Morant (i), Carlos Mazón (2i), y Pilar Bernabé (d), visita el Centro de Coordinación Operativo Integrado (CECOPI) de la Comunidad Valenciana.

Pedro Sánchez, acompañado por Diana Morant (i), Carlos Mazón (2i), y Pilar Bernabé (d), visita el Centro de Coordinación Operativo Integrado (CECOPI) de la Comunidad Valenciana. Efe

Ese pueblo no conforma una entidad mística ni mágica. Sin un Estado fuerte y unas instituciones sólidas que articulen sus intereses, no hay nada que hacer. Sólo un Estado social fuerte que vertebre al conjunto de la nación es capaz de proteger a sus ciudadanos.

¿O acaso estamos sugiriendo que una nación sin Estado es algo políticamente relevante, un pretendido pueblo que viva aparte de las instituciones del Estado?

Como recordaba recientemente José García Domínguez, España nunca ha terminado de desterrar el cantón de Cartagena (aquel desastre que hizo descarrilar a la Primera República española) de sus impulsos más primarios. Y cuando una catástrofe como esta asola al país, los viejos fantasmas vuelven con más fuerza que nunca.

No faltan razones para que muchos ciudadanos caigan en la desesperanza, en honor a la verdad. Constituyen motivos sólidos de desafección política la competencia partidista cainita y atroz y el sectarismo más arraigado que parece impedir la necesaria crítica a la gestión negligente y tardía del gobierno Mazón y, al mismo tiempo, a la irresponsable dejación de funciones del gobierno Sánchez.

Es un caldo de cultivo idóneo para la permanente amenaza antipolítica volver a constatar que el Estado de las autonomías conforma una estructura disfuncional que sirve para la elusión de responsabilidades entre administraciones y para echarse las culpas unos a otros.

El modelo autonómico ha fomentado las contantes y dogmáticas transferencias a las comunidades autónomas, que han debilitado fuertemente a un Estado central centrifugado.

Así mismo, ha desatado un enredo competencial irracional. Lo sufrimos en la pandemia con un Estado central cautivo y sin capacidad de dirección ni de mando único, verdaderamente en los huesos en materia sanitaria, como también en educación o en fiscalidad.

En esta ocasión, sí había margen de maniobra, por cuanto existen instrumentos legislativos en materia de protección civil que obligan a decretar la emergencia nacional al gobierno central. En un alarde de mezquindad política, Sánchez no lo hizo ("si necesitan ayuda, que la pidan").

"Cuando la descentralización se convierte en una excusa para no destinar todos los recursos allí donde se precisan, tenemos un problema como país"

Pero eso no puede opacar tampoco una carencia estructural, ese modelo autonómico que aún permite sostener a muchos que la pasividad fue correcta, como si una determinada forma de organización territorial fuera más importante que la vida de más de doscientas personas.

Resulta indignante que aún haya quien prefiera "salvar" la descentralización, convertida dogmáticamente en un fin en sí mismo, como si no hubiera sólidas evidencias de que se ha convertido en uno de los verdaderos problemas de España.

La lamentable excusa de que cuanto más cercano está el poder político del ciudadano, mejor conoce sus necesidades, en pleno estadio de desarrollo tecnológico, solo puede sonar a chanza, si no fuera algo macabro.

Así estamos en la España cantonal de 2024. Sin datos sanitarios compartidos entre comunidades autónomas, con barreras lingüísticas que impiden a los trabajadores acceder a puestos de trabajo en la propia administración de algunas partes del país, con barreras internas impresentables que segregan a los más débiles.

Cuando la descentralización se convierte en una excusa para no destinar todos y cada uno de los recursos públicos al lugar de España donde se precisan, cabe certificar que tenemos un verdadero problema como comunidad política.

No se trata de rogar ayuda, como no se trataba en el año 2020 de pelearse por los respiradores, sino de enviar y destinar todos los recursos necesarios allí donde hagan falta, de forma imperativa y automática. Nos debe importar bien poco cuál sea el código postal, la pretendida ficción identitaria, la bandera, el himno regional o el folclore autóctono.

España no puede permitirse ser una suma mal avenida de fronteras internas. Es urgente que revirtamos este estado de cosas delirante. La vida y los derechos fundamentales de los ciudadanos no entienden de demarcaciones autonómicas, ni de títulos octavos de la Constitución, ni de transferencias desastrosas movidas por chantajes nacionalistas y alianzas (o más bien extorsiones) al margen del interés general, cuando no directamente orientadas en su contra.

No es responsable ni prudente apelar a la fibra sensible ni a los bajos instintos de la población, en el creciente barrizal público en el que nos movemos. Además, si la solidaridad no es imperativa y cristaliza en impuestos progresivos y justos, y en servicios públicos bien dotados de medios, no es nada. A lo sumo, una caridad con fecha de caducidad, que depende de las apetencias de cada uno y hasta donde las mismas lleguen.

Si aceptamos que semejante fórmula puede sustituir a un Estado, con sus fuerzas armadas profesionales, sus cuerpos de funcionarios de carrera elegidos por oposición, sus estructuras e instituciones, su capacidad de planificación y su compleja operativa técnica, quizás es que la democracia definitivamente haya sido enterrada en toneladas de demagogia.

"Los incentivos en nuestras frágiles democracias son con frecuencia perversos: las obras hidráulicas no tienen ventajas en términos electorales"

El caldo de cultivo que se ha generado en España durante las últimas semanas es peligroso. Por supuesto que puede y debe hacerse una auditoría y un análisis exhaustivo de lo ocurrido. Somos plenamente conscientes de que, más allá de la excepcionalidad de las catástrofes naturales, hay clamorosas carencias.

Qué decir de la no ejecución de las imprescindibles obras públicas, largamente demoradas, sobre el cauce del barranco del Poyo, que estaban presupuestadas por la Confederación Hidrográfica del Júcar desde hace años.

Los incentivos en nuestras frágiles democracias son con frecuencia perversos. Este tipo de obras hidráulicas no tienen "ventajas" en términos electorales, sus efectos únicamente se perciben por la población en situaciones muy excepcionales.

Otro tanto podría decirse de una política urbanística incapaz de ordenar el territorio sin ceder ante poderosos intereses económicos, que ha generalizado unas construcciones irresponsables en torrenteras y otros lugares potencialmente peligrosos.

O una retórica ecologista identitaria hueca, y profundamente alejada de un ecologismo real y responsable, que invoca permanentemente el cambio climático a modo de sortilegio discursivo. Como si, invocándolo, todo estuviera solucionado e, incluso, se ofreciese a los poderes públicos un asidero para lavarse las manos y no llevar a cabo políticas bien diseñadas para prevenir este tipo de catástrofes.

No se niega la importancia y los riegos de la acción humana sobre el medioambiente. Pero el Estado debe ser capaz de ponderar intereses en conflicto e intervenir sobre el ordenamiento y ese mismo medio para proteger la vida de los ciudadanos.

El análisis racional exige trabajo y mesura. Sobra toda demagogia y también bochornoso espectáculo al que estamos asistiendo, con su aluvión de bulos y payasos, de una factoría mediática o de otra, esparciendo chorradas en redes sociales, y facturando con el dolor ajeno. El miserable retrato de lo peor del ser humano.

La única forma de salvar al pueblo es salir de una vez del Cantón de Cartagena. Ese que sigue vigente y con el que España se sabotea a sí misma en pleno año 2024: el anacrónico vodevil en el que convergen el "sálvese quien pueda" más demagógico, un individualismo pueril y un desbarajuste territorial insostenible.

*** Guillermo del Valle es secretario general de Izquierda Española.