El fiscal general del Estado se asoma al precipicio
¿Cuánto tiempo tardará la Fiscalía General del Estado en recuperar la confianza de los ciudadanos?
La veloz descomposición de nuestras instituciones, provocada por las ansias del Gobierno de canibalizar todos los resortes del poder, dejó de ser noticia hace tiempo.
Pero el cuerpo enfermo del Estado de derecho tiene un tumor especialmente maligno en la Fiscalía General del Estado. Un tumor con metástasis, que ahora amenaza con reproducirse en la cabeza del Gobierno.
Las revelaciones de Juan Lobato en el Tribunal Supremo han prendido la mecha de un barril de pólvora situado, seguramente, en la Moncloa.
¿Cómo pudo la Fiscalía General del Estado convertirse en esto?
Si bien todos los fiscales generales del Estado de la democracia han tenido una afinidad evidente a los gobiernos que les nombraron, la mayor parte eran personalidades de reconocido prestigio profesional.
En realidad, eso es lo que ordena el artículo 29 del Estatuto del Ministerio Fiscal.
También se les presuponía una fuerte autoestima personal, que les impedía ser meros chicos de los recados del Gobierno de turno. Fiscales de la talla de Carlos Granados, designado por el PSOE en 1994, o Eduardo Torres Dulce, designado por el PP en 2011, son buenos ejemplos de fiscales generales de nivel excepcional.
Su ideología era sobradamente conocida, pero actuaron con solvencia y altura en etapas dificilísimas, y no siempre a gusto del Gobierno.
Ha habido otros menos ejemplares. Pero ninguno pisó líneas rojas.
El nombramiento de Álvaro García Ortiz rompió todos estos esquemas. Sin ningún prestigio especial, y calificado como no idóneo por el CGPJ, nada más tomar posesión quedo claro que el mediocre candidato no atesoraba otro mérito que estar dispuesto a besar la mano del Gobierno.
En realidad, empezó a hacerlo desde el primer día. Su nombramiento de la exministra Dolores Delgado como fiscal de Sala fue calificado por el Tribunal Supremo, nada menos, que como "desviación de poder". Fue el primer aviso de lo que se avecinaba.
Luego se sucedieron otros nombramientos arbitrarios; el abandono a su suerte de los fiscales del procés tras las duras acusaciones de lawfare, que constituían uno de los ejes de los acuerdos PSOE-Junts, de noviembre de 2023; su obsceno seguidismo de los vaivenes de Pedro Sánchez en el asunto de la amnistía, y un largo etcétera de actos de vasallaje al Gobierno, inconcebibles en una autoridad del Estado.
Pero sus excesos y servicios al poder en el denominado caso del 'novio de Ayuso' han desbordado lo imaginable, sumiendo a la Fiscalía General del Estado en una situación entre inaudita y ridícula, a medio camino de la ficción y el camarote de Los hermanos Marx.
"Ahí es nada la oportunidad única de eliminar a una rival política tan dura como la presidenta de la Comunidad de Madrid"
Todo el mundo cuenta con la presunción de inocencia, también él.
Pero quedan pocas dudas a estas alturas de que, el pasado mes de marzo, el fiscal general, al conocer los pecados tributarios de González Amador, debió de frotarse las manos, evaluar la incalculable mercancía que tenía sobre su mesa y, acto seguido, llevarle el hueso a su amo.
Ahí era nada la oportunidad única de eliminar a una rival política tan dura como la presidenta de la Comunidad de Madrid. Las revelaciones de los fiscales Julián Salto y Pilar Rodríguez ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid y, ahora, de Juan Lobato, van dibujando tozudamente el itinerario de esos correos electrónicos, desde la Fiscalía General del Estado hasta la prensa que utiliza el Gobierno.
Lo que probablemente no imaginaban, ni él, ni tampoco los lugartenientes de la Moncloa, es que, unos meses después, este asunto se volvería contra ellos, convertido en un tsunami judicial y político de primera magnitud y capaz de desestabilizar el Gobierno.
Lo peor de la ocurrencia de García Ortiz es el bochorno y desprestigio de la Fiscalía General del Estado, uno de los pilares de nuestro Estado democrático, al convertirla en una oficina de filtración de cotilleos, para dañar o aniquilar a un adversario político del Gobierno.
El denso clima de aquelarre y las declaraciones enloquecidas del reciente Congreso del Partido Socialista no pueden ser más elocuentes. Pero en democracia lo que le ocurra a un Gobierno en sí mismo no es bueno ni malo. La democracia son reglas limpias, imperio de la ley y alternancia. Lo peor de la ocurrencia de García Ortiz es el bochorno y desprestigio de la Fiscalía General del Estado, uno de los pilares de nuestro Estado democrático, al convertirla en una oficina de filtración de cotilleos, para dañar o aniquilar a un adversario político del Gobierno.
Con independencia del desenlace judicial de la causa y el inevitable terremoto político que la acompañará, la situación creada por el proceso contra García Ortiz y, sobre todo, por su infantil empecinamiento en mantenerse en el cargo (seguramente ordenado desde arriba, para cavar un cortafuegos) es de antología.
Al seguir como fiscal general, los fiscales siguen estando bajo su jerarquía. El artículo 86 del Reglamento del Ministerio Fiscal prevé la suspensión de funciones a los fiscales sujetos a un proceso penal.
Pero García Ortiz, pese a su monumental descrédito y al probable abandono de sus valedores (al final, en la política sucia, casi siempre se repite la misma historia: Roma no paga traidores), no se aplica ese artículo a sí mismo.
Es como uno de esos boxeadores sonados que se tambalean en el ring, incapaces de comprender su situación y parar el combate.
La situación procesal es realmente surrealista. La Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF), formada por fiscales que, naturalmente, están también bajo su jerarquía, se ha personado como acusación.
La fiscal que actúa como tal en el procedimiento, Sánchez Conde, y que debería decidir su posición bajo criterios de estricta legalidad (eso es lo que se espera siempre del Ministerio Fiscal) sigue también bajo su mando.
De hecho, y según ha denunciado la APIF, durante la realización del registro ordenado por el Tribunal Supremo en la sede de la Fiscalía General, el pasado 30 de Octubre, García Ortiz y la mencionada fiscal fueron vistos revisando juntos nada menos que el móvil del investigado.
Es un pésimo presagio.
Sánchez Conde pasa por ser del núcleo duro del fiscal general, pero su posición, en este caso, no tiene nada de envidiable. Un funambulista, caminando sobre un alambre, lo tendría mucho más fácil.
La idea de la Guardia Civil registrando el despacho oficial del fiscal general (un lugar que siempre habríamos considerado un sancta sanctorum del Derecho) en busca de pruebas del presunto delito cometido, nos ha dejado a todos en shock.
¿Quién respetará a García Ortiz cuando esto pase? ¿Qué juez o abogado lo tomará en serio o qué ciudadanos responderán a sus preguntas en un juicio, si es que sigue siendo fiscal?
Aunque la pregunta terrible es ¿cuánto tiempo pasará antes de que la Fiscalía General del Estado recupere la credibilidad de los ciudadanos?
*** Diego Cabezuela Sancho es abogado.