Sin una prensa libre e independiente no hay democracia. Quienes crecimos en la dictadura sabemos bien lo que era la censura política: un ejercicio arbitrario de poder con el fin de no permitir ninguna crítica o información que, a juicio del censor, se considerase atentatoria contra los principios del Régimen, o contra las personas que lo encarnaban.
Por aquel filtro, que afectaba incluso a las revistas estudiantiles, con frecuencia se colaban artículos que constituían verdaderas cargas de profundidad contra el Régimen. A la maldad intrínseca del sistema, se añadía, por tanto, también la estulticia de algunos censores.
Recuerdo una anécdota significativa de aquella censura en el cine: cuando en el doblaje se convirtió el diálogo amoroso de los protagonistas de Mogambo en una relación fraternal, para hacerlo más moralizante, ¡la infidelidad matrimonial se transformó en incesto! La censura es, afortunadamente, un fenómeno del pasado que se extinguió con la llegada de la democracia.
En toda democracia se plantea la cuestión de la independencia de la prensa, que es tan importante como la de su libertad, y, en ocasiones, más. Cuando falta, se atenta igualmente contra el ejercicio del derecho a una información libre, pero se hace subrepticiamente. Si la censura mediática podía evitar la publicación de una determinada noticia, la falta de independencia puede no sólo hacer lo mismo, sino también conformar y deformar la información.
A la hora de valorar la independencia de un medio, debemos fijarnos, ante todo, en las personas que lo editan. Siempre he sostenido que esa independencia subjetiva es la más relevante, y depende de la personalidad y la ética del periodista. Con carácter general, la independencia de una persona radica en su forma de ser, aunque también las circunstancias personales pueden facilitar dicho ejercicio de independencia.
Al margen de la cuestión personal, conviene saber que la independencia de un medio de comunicación se construye, esencialmente, sobre dos pilares: el accionariado y la cuenta de resultados.
La cuestión del accionariado la aprendí muy pronto, cuando el Banco Urquijo era el principal accionista de Prisa, a través de unas fiducias instrumentadas por medio de créditos, tal como narro en mi libro de memorias.
El presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, con quien mantenía una excelente relación personal, me pidió que fuera a verle. En la reunión me preguntó, con el mayor interés, por la participación del Urquijo en Prisa. Yo era entonces director general del Banco.
Se quejó de los artículos de Pablo Sebastián y de que Juan Luis Cebrián no respetase un supuesto acuerdo alcanzado con su ministro de Exteriores, José Pedro Pérez-Llorca, para que la línea editorial del periódico no fuera contraria a la OTAN. Al llegar a este punto, me preguntó con gran interés sobre las acciones de Jesús de Polanco en Prisa, sobre las que tenía el propio Banco, y, en general, sobre el restante accionariado de la editora de El País.
Elogió la línea que seguía el periódico en la sección de economía y en todo lo referente a la Corona, y criticó cuestiones puntuales que, a su juicio, constituían un quebrantamiento de su libro de estilo. En general, se manifestaba propicio a todo lo que fuera consolidar la posición de Polanco, a quien veía regularmente, como a Cebrián.
Tenía buena información en lo referente a Prisa, y valoró positivamente la posible salida de Antonio García Trevijano, a quien consideraba un personaje contaminante. Tampoco le gustaba Javier Pradera, aunque hablaba de él con respeto, supongo que, en parte, por mi presencia.
Contrasté con Jaime Carvajal, presidente del Banco, la impresión que me había producido aquella larga entrevista con el presidente del Gobierno, que se venía a unir a los contactos que el propio Jaime había tenido con él. Ambos coincidimos en que una compañía regulada, como lo es un banco, no debía ser un accionista de referencia en un medio de comunicación.
El poder casi siempre es insaciable, lo ejerza quien lo ejerza, y el accionista no puede defender la independencia del medio sin incurrir en un coste que puede llegar a ser inasumible. De ahí que decidiéramos deshacer las fiducias, dándole la opción a Jesús de Polanco para reforzar su posición.
Lo que amenaza la necesidad democrática de una información independiente es el poder, y, esencialmente, el poder político y el poder económico. Los políticos y, en general, quienes tienen poder social, sea cual sea su inclinación ideológica, consideran natural el asentimiento y el elogio mediático, desde su tendencia a estimar siempre mejorable este doble reconocimiento. Y, por supuesto, el rechazo o la crítica siempre les parece injusta.
No voy a complicar este análisis con algo tan evidente como que, a su vez, el derecho a informar y a criticar no puede traspasar las barreras de la falsedad y la difamación, y que, siendo tan lenta la acción de la Justicia –una más de las reformas aplazadas por tirios y troyanos–, esta defensa legal de los ciudadanos y las instituciones, resulta casi siempre ineficaz. Pero esta es otra cuestión.
La mejor protección de la independencia de un medio es, por tanto, contar con un accionariado estable y de control, mayoritariamente no regulado, que tenga un adecuado entendimiento –casi diría que altruista o vocacional– de lo que son los medios en una democracia. El beneficio del accionista tiene que ser económico y no buscar el rédito en la información.
Pues bien, cuando acepté la invitación que me hicieron Pedro J. Ramírez, como presidente y director de EL ESPAÑOL, y Cruz Sánchez de Lara, vicepresidenta del Consejo, para incorporarme a su Consejo de Administración, lo que más valoré, además de la amistosa personalidad de mis interlocutores, fue que el proyecto periodístico de EL ESPAÑOL se asienta sobre los sólidos cimientos que sustentan la independencia de un medio: un accionariado comprometido con el empeño periodístico y que mantiene el control de la empresa, y unos resultados económicos que garantizan la estabilidad en el viaje. Que prosiga.
***Gregorio Marañón y Bertrán de Lis // De la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando