Para trabajar en este periódico, tuve que engañar a Pedro Jota. En mi currículum, por aquel entonces, hacía bastante frío. Cuando EL ESPAÑOL anunció su lanzamiento, Recursos Humanos recibió miles de propuestas. Este fue el plan para que el Ramírez menos vulnerable de la redacción reparara en la mía, tan delgadita e imberbe. "Oye, ¿y si le entrevisto yo a él?".
Conseguí el teléfono de Isabel -su secretaria desde tiempos inmemoriales- y percutí durante meses. "Le llamo de un think tank muy importante. Me encantaría charlar con Pedro Jota para un artículo..." Isabel, con buen criterio, me envió a freír espárragos una y otra vez.
Entonces, un rayo de luz. Pedro Jota fue en busca de "jóvenes talentos" a la Universidad de Navarra, donde yo estudié. Me enteré y cogí raudo el tren hacia Pamplona. Me dieron el último turno. Cuando me llegó la vez, bien entrada la noche, él dijo que se tenía que ir: "Bueno, a ver, si es en un minuto...".
"Soy el del think tank. Llevo meses intentando hacerte una entrevista. Acabo de llegar de Madrid y ahora me vuelvo para allí. Creo que me la merezco, ¿no?". En ese instante, imagino que Pedro Jota dudó entre llamar a su guardaespaldas o concederme la cita. Hizo lo segundo y aquí estamos.
"Redactor jefe", me dijeron hace un tiempo. "Redacta unas pequeñas memorias", me piden hoy. Tanto una cosa como la otra me resultan inquietantes, pero obedezco.
Este texto, para qué les voy a engañar, busca a partes iguales la diversión macabra del autor y que ustedes se suscriban. Merece la pena. Se lo dice alguien que prescindió de cualquier tipo de escrúpulo para meter la cabeza aquí dentro.
"¿Cómo nos vamos a fiar de uno que engaña a su propio director?", se preguntarán con buen juicio. Porque con las cosas de comer no se juega y mi sueldo depende -entre otras cosas- de la diligencia de sus pagos.
El ping pong
Cuando llegué a EL ESPAÑOL, había toda una sala dedicada al ping pong. Llámenme loco, pero creo que aquel lugar hizo posible el periódico.
A la hora de comer y por la noche, nos reuníamos todos allí: vicedirectores, subdirectores, adjuntos, redactores, becarios, técnicos, branded content -o como se diga-...
Las clases sociales se difuminaban y el afán de un proyecto común brillaba como nunca en torno a esa mesa. Recuerdo a Alberto Lardiés apartando muebles para garantizarse un "fondo de pista despejado".
-No, no puedo jugar ahora porque luego tengo una entrevista y no quiero ir sudado.
-Antes de lo del Congreso pasaré por Decathlon, que hay que comprar bolas.
También sufríamos, no crean que todo era jauja. Un día, alguien decidió guardar en esa sala un retrato que le habían hecho a Pedro Jota. Mi rival -cuyo nombre no puedo desvelar por motivos obvios- pegó un derechazo con tal potencia que su pala salió volando.
Impactó en el rostro en óleo de herr direktor. Silencio. Un silencio que partía de la entrepierna y acababa trenzando un nudo en la garganta. Milagrosamente, el lance no causó desperfectos. (Pedro, no busques el roce en el cuadro, que no lo tiene; cuatro redactores lo examinamos al milímetro).
El periodista de hoy produce mejor así, soñando que un día ganará el Roland Garros del ping pong. El de ayer se inflaba a whisky
Hoy, la plantilla es mucho más voluminosa y la mesa de ping pong descansa plegada en una esquina. Aprovecho para disfrazarme de sindicalista y lanzar una proclama: ¡busquémosle un sitio, aunque sea en el rellano de la escalera! El periodista de hoy produce mejor así, soñando que un día ganará el Roland Garros del ping pong. El de ayer se inflaba a whisky.
Un buen día, a la hora de comer, me cogieron por banda María Ramírez y Eduardo Suárez, fundadores y entonces subdirectores del periódico. "Nos han dicho que le das mucho al ping pong". Aquello amenazaba tormenta, pero todo lo contrario. "¿Por qué no entrevistas a los candidatos mientras juegas con ellos?".
Me dieron una gran oportunidad, pero me jodieron el armario. Tuve que cambiar mis camisetas de los Beatles por las camisas; mis jerséis, por las americanas. Así conocí a Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Déjenme, queridos lectores, que les cuente algún secreto. Me piden que aporte "valor añadido" y "razones para la suscripción".
Lo bueno de ser un crío, un "caradura", que me decía Mariano Gasparet, es que uno puede preguntar cosas que la edad impide. Por ejemplo, requerí a Iglesias que desvelara detalles acerca de su consumo del porno. Se zafó bien: "Es mejor practicarlo que verlo". Sánchez me dijo que prefería "convencer" que "vencer" -risas enlatadas-.
Detengámonos aquí un momento. Pedro Sánchez Pérez-Castejón era un diputadillo al que no conocía casi nadie. Era cuando menos curioso que se hubiera convertido en el candidato del PSOE a la presidencia del Gobierno.
Ya asomaba un discurso, digamos, novedoso... Su equipo me trasladó, a través de mi compañero Daniel Basteiro, que anduviera con cuidado, que había aprendido a jugar al ping pong en Irlanda. Eso es como haber aprendido política en Corea del Norte.
Intento ser un periodista independiente, jugué lo mejor que pude. Algunos miembros de la dirección del periódico me rogaron clemencia, pero esa "juventud, egolatría" de la que hablaba Baroja me llevó en volandas. Le casqué un 11-0. Fue muy duro, lo reconozco.
¿Se acuerdan de la llamada "diplomacia del ping pong" que estrenó el deshielo entre China y Estados Unidos? Pues ocurrió lo mismo entre EL ESPAÑOL y el PSOE, pero al revés. Después de aquella humillación en plaza pública, ¿cómo no vamos a publicar una exclusiva que derribe Moncloa si llega a nuestras manos?
Sánchez, no obstante, ya era Sánchez. Al concluir el partido, nos estrechamos la mano. Mirándome fijamente a los ojos, dijo: "La revancha, en Moncloa". Mentiría si no dijera que me partí de risa. Un buen rato, además.
Menudo bofetón de realidad. No sólo llegó a Moncloa, sino que no hay visos de que alguien vaya a moverle la silla. Al ping pong le gana cualquiera, pero a perseverancia... ¡A ver si de verdad escribió él mismo su Manual de resistencia!
Aquel día, Sánchez inauguró la senda de las promesas incumplidas. Esa "revancha" todavía no ha llegado. Presidente, ¿qué debo hacer para que me la conceda? Total, ¿qué importa? ¡Con Iván Redondo hasta la derrota más cruel puede parecer una victoria!
El atraco
No todo iba a ser tenis de mesa en esta crónica. También he trabajado un poco. Este lugar, convertido ya en uno de los medios nacionales de referencia, me ha dado la oportunidad de conocer a muchísima gente. Recuerdo con nitidez el momento en que dejamos de ser una familia para alcanzar la Champions informativa.
Era de noche. Aparecieron unos tipos en la redacción. Entraron por la puerta principal. Fueron a los despachos mejor enmoquetados, cargaron unos cuantos ordenadores... y se lo llevaron crudo.
¿Que cómo no les detuvo nadie? ¡Porque esto es un periódico de verdad! Por aquí circulan deportistas, escritores, actrices, repartidores, loteros, financieros, médicos, políticos honestos, políticos ladrones... y ladrones.
No es esto el diario Pueblo que describen Pérez-Reverte y Raúl del Pozo, donde había un par de asesinos, pero tenemos a Picalagartos
A todos se les recibe con los brazos abiertos, siempre y cuando aporten algo de información. Con el hurto, Daniel Montero y Alejandro Requeijo -una pareja de investigadores cuyas diferencias estéticas la hacen literariamente exquisita- construyeron un reportaje.
No es esto el diario Pueblo que describen Pérez-Reverte y Raúl del Pozo, donde había un par de asesinos, pero tenemos a Picalagartos, el último exponente de la bohemia negra, que "truña" -el verbo es suyo- algunas de sus mejores columnas desde el retrete.
Recuerdo un día que Picalagartos prefirió escribir en la mesa, junto a "los de política". Llegaba a Madrid después de haberse infiltrado entre los "nostálgicos de Franco" para visitar el Valle de los Caídos.
Su teléfono sonaba continuamente. Cogía, escuchaba, se ponía un poco blanco y colgaba. Le lanzaban amenazas de muerte. Cuando le pregunté por qué tenían su número, me dijo: "No quise inscribirme con uno falso". Hasta ese punto se defiende la verdad en esta casa.
Infiltrados
La infiltración es un género maravilloso del que ustedes han podido disfrutar a menudo en estas páginas. Esa juventud de la que les hablaba -que empieza a escurrírseme como el agua entre los dedos- me hizo merecedor del siguiente encargo, idea de mi añorado Fernando Baeta: asistir como universitario a la primera clase del profesor Moral Santín, que acababa de ser condenado por las 'tarjetas black'. Impartía la asignatura -contengan el hipo- de Economía Política.
Recuperé mi mochila y mi camiseta de los Beatles. Allí me colé. Con tanta alegría como canta Mecano. Para mi sorpresa, el catedrático sometió su cargo a referéndum entre los alumnos. A punto estuve de quedarme sin voto. Cuando Moral Santín paseó por las mesas, una por una, para recoger "los trabajos de la semana pasada", dije que había olvidado el mío... y coló.
Otro día -esta vez con mi identidad verdadera- el cachondo de mi jefe me envió a Donosti a cubrir el primer mitin de Otegi tras salir de la cárcel. Me llevé a un amigo porque aquello era un espectáculo.
Cuando llegamos, aforo completo. Entre el griterío: "¿De qué medio decías que eras?". Y yo: “¡EL ESPAÑOL!”. Menuda guasa. Nos pusieron al lado de la de La Cope, que nos tradujo los trozos en euskera.
Luces apagadas, antorchas, niños bailando, el número de preso tamaño gigante en la pantalla... Prefiero la partida de mus en la sidrería con Aitor Esteban, el del PNV.
A sangre fría
Esto de la política es entretenido. Entrevistar, por lo menos una vez, a todos los actuales candidatos te da una perspectiva distinta. Atravesamos un momento delicado: los libros de la Transición muestran dirigentes más influidos por la psicología que por la ideología. Hoy, esa descripción ha dado un giro de ciento ochenta grados.
Antes de recalar en la Carrera de San Jerónimo, hice un Erasmus en la sección de Reportajes. Volvieron a joderme el armario. ¿Adónde iba yo con el loden color cámel y el fular estampado? "¡Vas a parecer Sherlock Holmes! Te falta una lupa", se reía Andros Lozanidis.
Me tocaron unos cuantos asesinatos, entre ellos el cometido por un hombre que arregló a tiros una discusión de tráfico. No se me daba bien aquello. Veía en los culpables al Raskolnikov de Crimen y castigo; una extraña corriente me empujaba a hallar en su trayectoria un atisbo de redención.
Recuerdo la divertida estupefacción de John Müller: "¡Te ha faltado poner en el titular que era una buena persona!".
Vi la sangre caliente sobre el asfalto, las secuelas de un tiroteo en un bar a las afueras de Madrid. Secuestros, desapariciones, atracos... Me di cuenta de que A sangre fría yo sólo lo quiero con Truman Capote y en un libro.
Políticos whiskeros
Debo decir que no me impactó conocer el Congreso. Llegué en la segunda legislatura de Rajoy, cuando el debate comenzaba a hooliganizarse.
De niño fui socio de Osasuna hasta que dejé de vivir en Pamplona, por lo que el Parlamento me parecía, simplemente, un remedo aburguesado de El Sadar.
Los gritos, los cánticos, las palmas... Me avisó Julio Anguita en Córdoba, en la cafetería más próxima a su casa: "Ten cuidado con los políticos whiskeros".
Eso sí, los baños del Congreso están muy bien y son mucho más cómodos que los del Graderío Sur que yo conocí. Un día, andaba con las tripas algo revueltas. Eché el pestillo e hice lo que tenía que hacer. Cuando salí, no había nadie. Tuve miedo. Mucho miedo. Corrí por el pasillo. Salí a la calle. El simulacro de incendios me había pillado en plena faena.
He podido contar a mi abuela que he entrevistado a Carlos Herrera, Ana Rosa Quintana, Susanna Griso y Jiménez Losantos. También a la baronesa Thyssen -con quien coqueteé en una subasta de antigüedades- y a Carmen Lomana.
El periodismo también es el ejercicio egoísta de elegir un personaje apasionante, llamarle y emplear la entrevista como excusa para tomar un café con él. Juan Luis Cebrián, Antonio López, Iñaki Gabilondo, Rafa Nadal, Mario Conde, José Luis Garci... Ante casi todos ellos tuve que responder a la misma pregunta: no, no soy sobrino de Pedro J.
¡He estado sentado una hora en la biblioteca de Mario Vargas Llosa! Cuando iba andando por el jardín en dirección a su casa, pensé: "¡Esto es más grande que Pamplona!". Quizá fuera el efecto alucinógeno de la admiración, el mismo que llevó a Ignacio Zuloaga a decir: "¡Estella es más grande que Jerusalén!".
El culmen de ese maquiavelismo -la persecución del personaje- lo alcancé en la cripta del Café Gijón, adonde llevé a Jesús Quintero tras años de brega.
En aquel silencio, ante un plato de queso de Grazalema, el maestro me descubrió el secreto del ritmo, la virtud del silencio: "Las entrevistas tienen introducción, nudo y desenlace. Tan, tiquitán, tiquitán, tun, tun, pam". "Encontrar la verdad en el fondo del ser, ¡eso es una entrevista! Cuida la atmósfera, es fundamental".
Ministerio del Tiempo
No irán ustedes desencaminados si piensan: "Este chaval, el que nos dice que nos suscribamos, habla de gente muy mayor para lo joven que es". Tienen razón. De ahí el apodo que me endilgó Jorge Sáinz: "Ministro del tiempo". ¿A qué espera el presidente Sánchez para nombrarme? En ese autobús de ministros que tiene, ¡pasaría desapercibido!
En la carta de méritos para lograr esa cartera, puedo apuntar una cartografía ciertamente psicopática, pero muy útil para orientarme en la niebla del pasado: he entrevistado a los sobrinos de José Antonio Primo de Rivera y Manuel Azaña, a los nietos de Franco, a las hijas de los generales Mola y Sanjurjo, a combatientes de la División Azul y a supervivientes del bando republicano.
Con mi compañero Jorge Barreno, fuimos el primer medio en visitar el último refugio antiaéreo descubierto en Madrid. ¡Conseguimos juntar en una mesa a Francis Franco con el gran maestro masón!
La Memoria, siempre con la ecuanimidad -o intentándolo- entre ceja y ceja. Eso es más fácil en un periódico liberal como este, que pugna por distinguir -Trapiello dixit- la ecuanimidad de la equidistancia. Lo primero, al contrario que lo segundo, implica diferenciar la virtud del defecto, pero sabiendo, al mismo tiempo, reconocer el horror en las dos trincheras.
No tengo ni repajolera idea de si estos personajes que les voy mencionando suscitan interés en ustedes, lo que sí puedo garantizarles es que, mientras no me despidan, seguiré inmerso en esta búsqueda febril.
De momento, me ha servido para colaborar con mi programa de radio favorito. Mi admirado Carlos Alsina me deja entrevistar a gente de cien años en prime time. P.D: ¡José María García, dame bola, hombre, que esto se está haciendo muy largo! ¡Espero que ya estés bien del resfriado que te ocasionaron los aspersores del jardín y pospusieron nuestra conversación!
Mención aparte merece la cálida charla con Pilar, última hija con vida de Manuel Chaves Nogales, faro de costa para tantísimos periodistas. ¡Miré a los ojos de alguien que ha cenado con Valle-Inclán!
Suele correr el ser humano el riesgo de idolatrar a los muertos en detrimento de los vivos. Puedo decir -y les digo- que aprendo cada día de muchos "vivos" en esta redacción.
Hacer una lista sería cruel porque olvidaría a muchos inolvidables. Les confieso que levantar la cabeza y encontrar, en el fragor del periódico, compañeros a los que admirar es el motor más sano para afrontar la misión.
Terminaré con la evidencia más bella. Miguel Ángel Aguilar, en el transcurso de una entrevista, se lamentaba: "En una redacción de las de antes, las polémicas más encendidas versaban sobre temas lingüísticos, vocablos, giros sintácticos... La gente lo vivía con pasión".
Esta es una redacción de las de "antes" y de las de ahora. Alrededor del portátil de Ferrer Molina -subdirector responsable de Política- nos hemos insultado y hemos peleado a cuenta de una palabra. Incluso de una letra. Les saluda este Quijote... que seguirá empuñando su adarga.